La sirena “basta”


Por Miguel Clavero

Rumbo a España

    Tras renunciar a mi condición de diosa, huir de Poseidón y convertirme así en mortal, consideré que a  partir de ese momento  podría llamarme Nereida. 

    Conservaría así, ciertas reminiscencias de mi pasado, que acababa de dejar atrás, a la par, pensé, que sería un nombre más adecuado para mi nueva situación social: ahora que iba a convivir entre mortales.

     Al menos, más  reconocible y familiar iba a  resultar que mi antiquísimo nombre, Polípotes, según pude deducir entre aquellos pescadores con los que ahora viajaba en su barco, tras “pescarme” en el mar Egeo, cerca del archipiélago de las Cícladas.

     Allí me rescataron a punto de morir ahogada y de frio, en medio de aquella terrible tormenta que, a buen seguro, desató el viejo y tozudo Poseidón al enterarse de mi decisión;  tras meditarlo larga y extensamente con mi gran amiga Cimipolia.

   Atrás quedaron aquellos días gloriosos cuando éramos nosotras quienes rescatábamos marineros de los naufragios, cuando se veían indefensos en medio del océano  salvándoles así la vida. 

    En las tabernas de los puertos, entre vinos, aguardientes, juramentos,  sudor de pescado y   pescadores, eran  frecuentes las historias que contaban los marineros. 

    Cómo  demonios —se preguntaban— habían llegado aquellas mujeres hasta allí, salvando a los hombres de la  tripulación de una muerte segura?

      Algunos, tras los efluvios del alcohol consumido frente a los desgarros de la vida, decían que se les había aparecido la virgen; otros, que si las hierbas que le echaban al aguardiente debían de producir delirios.  Pero también  circulaban leyendas que su origen se perdía en la noche de los tiempos.  Algunos hombres,  los más leídos del lugar, hablaban de hermosas  ninfas marinas: deidades  inmortales que vivían en las profundidades del mar desde el principio de los tiempos.

Esa y no otra, es la verdad.

Dos amigas y un encuentro

  Fue en un encuentro muy especial con mi ancestral amiga Cimipolia.  Allí,  donde  se forjó mi nueva identidad y mi nueva vida.

    No muy lejos del puerto, entre los acantilados de la isla de Naxos, había una pequeña playa desierta y, unos metros más allá, una gran  cavidad esculpida en la roca por la erosión de las olas del mar en el acantilado.  Dentro, se  hallaban las ruinas de un antiguo templete griego, con viejas columnas de mármol que aún se mantenían en pie.

    Llegué hasta ese lugar una mañana de un día soleado y, allí me reuní con Ella.

    Nos acomodamos  en un austero aposento de piedra y mullidas algas marinas.   Ese día estábamos radiantes: íbamos vestidas con livianas túnicas  resaltando perfectamente  nuestras formas femeninas. 

   Después de mucho tiempo nos encontramos otra vez.  

   Conversábamos junto a una mesita de mármol blanca, labrada en exquisita manufactura.  Ella, Cimipolia, que era hija del mismísimo Poseidón levantó la humeante tetera dorada y escanciando el contenido en un cáliz de oro me lo ofreció, conteniendo nuestras emociones y nuestras divinas energías. Quisimos darle al brindis la solemnidad que el reencuentro así lo  requería:

 —Brindemos por el futuro y por nosotras —dije, y

seguí hablando…

—Cimipolia! Quiero irme de aquí, —le dije tras los saludos y el brindis —no  soporto la  caterva de tarados en que se ha convertido el Olimpo.

—Ya veo que siguen las cosas igual de mal —me  contestó.

—Y peor que se van a poner —le completé.

—Claro!  El Olimpo ya no es lo que era: los tiempos están cambiando virando hacia un rumbo que a nadie le gusta, y muy deprisa —concluyó Cimipolia.

—Es por ello que me voy. Te entrego esta carta exponiendo  mis razones,  para que se la des tú personalmente a tu padre.

 

Los discursos de las diosas

 

    Yo, Polipotes, ninfa marina,  hija de Nereo y Doris, con un brillante expediente en rescates de marinos y fiel servidora de Poseidón,  dios del mar y las tempestades,  hago saber: que renunció a mi naturaleza divina, abdico del séquito donde te hemos servido e inició una nueva vida lejos del Olimpo. Soy consciente que pierdo así todos mis privilegios y asumo todas sus  consecuencias que ello conlleve, para, a partir de este momento,  ser mujer de carne mortal.

 

  Tras leer mi carta breve pero concisa, Cimipolia  habló:

 

     Los dioses hace tiempo han perdido la conexión con los mortales y eso les ha debilitado, hasta el punto de amenazar seriamente la existencia de todo el Olimpo y desaparecer.

    Ya no son, como habían sido desde tiempos ancestrales,  el referente  que guía las  vidas y el destino de los hombres.  La ruptura de ese vínculo sagrado entre dioses y mortales, hace que el Olimpo se convierta en un lujurioso lupanar dándose los dioses  a todo tipo de excesos.  Esta situación amenaza seriamente, no sólo la pervivencia de  dioses y mortales, sino la de la mayoría de criaturas tanto marítimas como terrestres del planeta. 

 

    Los mortales, al revés que los dioses, van adquiriendo todo el poder que los dioses desalojan.   En su ciega arrogancia, el hombre,  ha conseguido  arrebatabar a los dioses todo el protagonismo.  Ya no los necesitan: ahora creen ser autosuficientes.

    Nos condenan al ostracismo. Los mortales han olvidado la esencia de las cosas pero en su  inconmensurable estupidez  están abocados a su autodestrucción.

Caminan hacia un abismo.  

   Recuerdas cuando Dionisos presidía las fiestas?

   Bebíamos El Vino Sagrado en su honor y con tus  hermanas danzábamos al son de la música que los sátiros con sus flautas tocaban.

     Recuerdas cómo debajo de los árboles nos tomaban y bebiendo el vino se mezclaba con los fluidos esenciales y juntos, sátiros y ninfas, lo esparcíamos  cayendo a la tierra de todo el Orbe conocido y ésta se  hacía fértil? Las semillas germinaban y los campos se cubrían de verde para más tarde darnos el sustento vital a dioses,  mortales y a todas las criaturas del planeta.

No hay futuro

    No espero que ahí fuera vaya a ser mejor, me dije.

    El futuro de mi próximo destino, soy consciente que también se muere:  los hombres han inundado el planeta de sus propios desechos: la tierra donde cultivan sus alimentos ya no es fértil, aunque inunden los campos de nitratos y pesticidas o precisamente por ello.  

    Ni siquiera las abejas podrán polinizar las plantas porque las están matando, y nosotros no tardaremos en morir.  

   Hasta escasea el agua. Ríos y manantiales secos o envenenados, sin embargo, el nivel del mar alcanzará las costas donde vivimos e  inundarán las  ciudades;  habrá migraciones y la gente no sabrá dónde ir.  Mares llenos de residuos tóxicos; plásticos que ingieren las criaturas marinas y ríos y fuentes de agua dulce llenos de porquería. 

    Y pensar que nosotras eramos las protectoras de esos hábitat…

   El aire es irrespirable: ahora andan cubriéndose la boca con mascarillas porque hay un virus irrespirable que provoca una terrible enfermedad pulmonar, y ya está empezando a  diezmar la población. 

La sirena basta

     Tras decir esto el mar se agitó hasta provocar olas de siete metros.  Rayos y truenos rompieron la paz del lugar y un viento huracanado se empezó a desatar.  Vi como Cimipolia arrastrada por las olas se adentraba en las profundidades del  mar, se despedía extendiendo su brazo antes de sumergirse para siempre; yo igualmente arrastrada las olas me empujaron hacia mar adentro.  Estuve nadando un buen rato, como pude, pero sentí que mis fuerzas ya no eran las mismas.  Ya no era una diosa, me dije, y ahora debía hacer lo posible y lo imposible para seguir a flote.  Al final, a lo lejos vi un barco y me dirigí hacia él pero noté que mis fuerzas empezaban a fallar.  Grité con todas mis fuerzas y al cabo de unos minutos me deslumbró un gran foco luminoso a la par que la embarcación se aproximó hasta ubicarse a mi lado.  Vi que unos hombres descendían con cuerdas y arneses por la popa del barco dispuestos a rescatarme. 

   Cuando me recogieron estaba temblando de frío, sensación que nunca había experimentado pero los hombres, tras acomodarme, me dieron algo de ropa de abrigo y una taza de caldo caliente que me sirvió uno de aquellos marineros.  Me reconfortó dándome calor y recobrando vida: otra sensación nueva para mi. 

    Ocho meses han pasado desde que me rescataron y  llegar a las costas españolas.  Luego me fui a la  ciudad de Zaragoza en mi nueva condición de mujer y mortal.   Tras conocer el frío que pasé en el agua también descubrí el dolor y la pena, pero también la risa y la alegría;   y me dije a mi misma: bueno, tampoco está ésto tan mal como pensaba!

   Empecé a trabajar en la marisquería Belanche, de camarera, para poder ganarme la vida y no lo debí de hacer tan mal porque me notificaron mis jefes que tenían la intención de renovar mi contrato y hacérmelo de carácter indefinido.  Bueno, en realidad ya estaba familiarizada con los animalillos marinos  —obviamente reminiscencias de un pasado muy marinero, claro—.

    Pero lo que realmente le daba aliciente y atractivo al bar era mi potente voz para comunicar las comandas a cocina.  Eso era todo una odisea.  La clientela del bar se quedaba como petrificada al oír, qué digo oír!  Parecía como si les hubiera embestido  los tímpanos todo un Minotauro de  Micenas, de semejante volumen brutal.  Decibelios que hacían estragos no sólo en los oídos de la clientela.  Una vez, tras solicitar uno de Bilbao unos  percebes, al comunicarlo a cocina, la boina le salió despedida yendo a parar donde estaban expuestos  los centollos que se posó en uno de ellos dando un efecto a la situación  realmente surrealista:

—Hay va ostia! —exclamo el vasco—.  Ya sé cómo te voy a llamar: “la sirena basta…” Y se echó a reír…

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