El lechaguino Alegre y El Marqués (de Leguineche), dos berlanguianos


Por Carlos Calvo

        Valle-Inclán relató un diálogo entre Max Estrella y don Latino: “La tragedia nuestra no es tragedia. ¡Pues algo será! El esperpento”. Y, en efecto, sin la deformación grotesca de la realidad –el esperpento- no se entendería la obra cinematográfica de Luis García Berlanga (1921-2010).

   Desde su primer largometraje, ‘Esa pareja feliz’ (1951), codirigido por Juan Antonio Bardem, hasta el último, ‘París-Tombuctú’ (1999), se aprecia la huella de la tragicomedia, y el cineasta toma un poco de neorrealismo italiano, una pizca de Capra, un toque de Chaplin, la Francia de René Clair y el dramático México del ‘Indio’ Fernández, a lo que se puede añadir toda una sarta de referencias literarias, desde el autor de ‘Luces de bohemia’, esto es, hasta Jardiel Poncela, Baroja e, incluso, el Cela de ‘La colmena’.

    Con todo y con eso, un texto del periodista y todoterreno cultural Luis Alegre, ilustrado por el dibujante El Marqués, da cuerpo al elegante libro ‘¡Hasta siempre, Mister Berlanga!’ (octubre, 2020), de la editora Mireia Lite y su grupo Random House, todo un tributo, ya desde el título, al realizador de ‘¡Bienvenido, Mister Marshall!’ (1952). Se trata de una película en la que Berlanga, bajo la apariencia de una comedia costumbrista, hace un retrato más bien negro de la posguerra española en una delirante sátira, a través de un argumento alegórico y disparatado: al conocer la noticia de que las autoridades americanas tienen previsto pasar por su pueblo soriano, el alcalde decide disfrazar, al más puro estilo andaluz, a los habitantes de la localidad para sorprender y recibir así más ayudas económicas. De gran reparto, ritmo ajustadísimo, mucha mala leche y un final antológico, el filme es una burla a la época y al aislamiento internacional de la España franquista. El guion del propio Berlanga, Bardem y el mítico escritor pionero del teatro del absurdo Miguel Mihura conecta perfectamente con el costumbrismo crítico de carácter esperpéntico del director.

  Un libro, pues, que se acerca a Berlanga y sus contradicciones. Su cine pretende mostrarse caótico y, sin embargo, es perfeccionista, inteligente, artista y, pese a todo, formal. Un hombre de arrebatadora ambigüedad, maníaco y obsesivo, al que Alegre fija en su educación sentimental, personalidad e ideología, al tiempo que recorre sus avatares por la guerra civil, el régimen franquista o la monarquía. Acabado el levantamiento militar, Berlanga se inscribe en la facultad de Letras de la universidad de su ciudad natal, Valencia. En 1940 marcha con la División Azul al frente ruso y a su vuelta, e influenciado por la pintura de sus paisanos Bernardo Ballester y Ricardo Zamorano, hace sus pinitos como pintor. Organiza un cineclub en Valencia y viendo los filmes de Pabst nace su afición al cine. En 1947 estudia en el IIEC y poco después debuta en la dirección con los cortos ‘Paseo por una guerra antigua’, ‘Tres cantos’ y ‘El circo’. Participa, como guionista, en el filme de Georges Rouquier y Ricardo Muñoz Suay ‘Sangre y luces’ (1953), función que repite en ‘Familia provisional’ (1955), de Francisco Rovira Beleta. Como actor se le puede ver en ‘Días de viejo color’ (Pedro Olea, 1967), ‘No somos de piedra’ (Manuel Summers, 1967), ‘Tuset street’ (Jorge Grau y Luis Marquina, 1968), ‘Sharon, vestida de rojo’ (Germán Lorente, 1968), ‘Apunte sobre Ana’ (corto de Diego Galán, 1971), ‘El procedimiento’ (Carlos Benpar, 1977) o el filme colectivo ‘Cuentos eróticos’ (1979).

  Un humanista radical, viene a decir Luis Alegre. Su preocupación por el hombre recorre toda su obra. Su amor por la libertad le hará mostrarse muy crítico con todos los estamentos que impidan conseguirla. Nadie como Berlanga se ha movido sin tropezar entre las escombreras de los edificios derruidos. Nadie como él ha sabido que la mediocre clase política que nos maneja y emborrona es incapaz de escuchar el graznido de los gansos del Capitolio. Berlanga hace comedia de la sociedad en colectividad, en su picaresca, sus incongruencias, sus decepciones, sus ilusiones. La risa que nos radiografía desde los ideales.

  El cine de Berlanga me hace recordar aquellos tiempos de gresca en la clase del colegio cuando, desbordado por fin el control del maestro, el ruido de voces subía de tono y alcanzaba una suerte de nirvana sonora en el que, de tanto ruido, cualquiera podía gritar sin que ni siquiera él mismo se escuchara. En esa perturbación, uno se subió en la mesa a bailar, otro se bajaba los pantalones y otro más chutaba la papelera. Ese delirio se palpa cuando Berlanga dibuja la España de posguerra en la mentada ‘¡Bienvenido, Mister Marshall!’, la de la transición en ‘Patrimonio nacional’ (1980) o la de la corrupción galopante en ‘Todos a la cárcel’ (1993). Es esta, efectivamente, una sátira de los males sociales de la España de finales del siglo veinte. Un mosaico de enchufes, chorizos, corruptelas, tacos, fútbol, pedos y así, con extracción carpetovetónica. Una fauna humana podrida compuesta por un reparto sensacional, acaso con tendencia a la exageración. Una idea loable. Un guion, empero, mediocre. Una realización sin unidad estilística. Una simpática comedia coral, llena de alboroto, pero que, con frecuencia, parece una sofisticación de los bodrios de Mariano Ozores. Unos resultados, pues, decepcionantes, pese a la salsa ‘berlanguiana’ en los tipos y costumbres y en la cantidad ingente de chistes, ocurrencias, situaciones divertidas y personajes extravagantes.

  Por esos resortes se ríe de las buenas costumbres, del orden social reinante, del papa y su corte celestial de ángeles y arcángeles, de los académicos y sus heraldos, de las vírgenes doradas de la costa levantina y de otras especies extinguidas. El cine de Berlanga está friéndose siempre en la sartén. Es incandescente. Y un poco puta. Todo es interesante y desbocado. Incluso cuando falla. A veces, hay que reconocerlo, le cuesta encontrar el tono y su cine deviene irregular, como la discreta comedia negra rodada en Buenos Aires ‘La boutique’ (1967), pese a estar presente Rafael Azcona en el guion, la venganza de una suegra y su hija hacia un protagonista interpretado por el flojo Rodolfo Beban. O la floja y descoordinada ‘Moros y cristianos’ (1987), un reflejo de la cambiante sociedad española de la década de 1980 en la que el autor contrapone tradición frente a márquetin. O su decepcionante testamente cinematográfico, cuyo pretendido nihilismo provocador no se ve por ningún lado y le cuesta absorber los paisajes y paisanajes de la furia y el vitriolo, tan suyos.

  Pero cuando acierta es imparable. Y ahí aparece el rumor. El rumor ‘berlanguiano’. Un rumor de voces, de ajetreo, de ruidos difusos, de música borrosa, el quejido de un motocarro, toses, esas voces engoladas de los años cuarenta, esas voces lánguidas, voces de niños, niños que lloran, una campanita para llamar al servicio, las voces huecas de la clase alta, las voces espesas y castizas de las clases populares, la vocecita de Amparo Soler Leal poniéndose pícara con Antonio Ferrandis, las voces de pájaro de los clérigos, la voz de pelota de José Luis López Vázquez, la voz impostada de los locutores de radio que cuentan lo que sucede en el mundo anterior a la televisión, ese acento ya perdido, ese estilo de cantar el español que se transformaría en los años sesenta y luego, otra vez, a fines de los setenta, la música del español de una época, la forma en que se protestaba, se seducía, se enamoraba, se criticaba, se incitaba, se rogaba, se insultaba en una época ya perdida, aparece preservada en las películas de Berlanga acaso con más fidelidad y riqueza que en la de ningún otro cineasta anterior o posterior.

  La esencia del cine español ha estado en su teatro, en su literatura, en su pintura, que evidentemente fueron siempre un paño empapado de nuestro particular espíritu, de tal modo que no es difícil establecer una línea ética y estética que enlaza con Quevedo, con Goya, con Valle y con Berlanga. Los primeros destellos de peculiaridad en nuestro cine vinieron tan pegados a la literatura y a la pintura que un personaje tan inabarcable como Buñuel tuvo la intuición de aliar estilo y generación para hacer ‘Un perro andaluz’ y ‘La edad de oro’, situando el cine español varias horas por delante del reloj del séptimo arte. El Buñuel en Hollywood, el Buñuel en México o el Buñuel en Francia no es sino un modo muy singular de anclar la mirada de lo español en el cine en una ida y vuelta casi perfecta.

  Los avatares del siglo veinte impulsaron en su segundo tercio un tipo de cine igualmente pegado al espíritu de la época y las circunstancias, alrededor, fundamentalmente, de una productora, Cifesa, que reproducía, a su manera, los valores industriales que funcionaban en Hollywood y los morales que imperaban en el régimen de Franco, y en el que apuntaron directores tan irrepetibles como José Luis Sáenz de Heredia, Rafael Gil o el ínclito Juan de Orduña, y otros tan inclasificables como Ladislao Vajda, quien con ‘Marcelino, pan y vino’ abrió una ventana desde la que se veía el mundo, o Edgar Neville, precisamente uno de los guionistas (y autor del relato original) de ‘Novio a la vista’ (1954), retrato entre nostálgico y ácido de un veraneo, el paso a la adolescencia en la España de principios del siglo veinte.

  Un encuentro clave en la historia del cine español, afirma Luis Alegre, es el de Berlanga y el riojano Rafael Azcona, que encontraron ese hilo que ataba en un mismo nudo al pícaro de la literatura con la sordidez de la pintura goyesca y ese esperpento y aire de ruedo ibérico con el que urdieron de modo modernísimo y neorrealista una serie de películas que son la huella imborrable de una época, de un país, de un estado de ánimo y de un espíritu lleno de humores y negruras. Berlanga y Azcona, en efecto, empapan su celuloide de “realidad cóncava” para absorber los anhelos, prejuicios, miedos y esperpentos de una sociedad en pleno brote.

  Maestro en el arte de lograr que lo profundo parezca sencillo, Azcona da forma a las historias y riega de frases para el recuerdo a un ramillete de grandes actores, aunque se consideraba una especie de asistenta al servicio del director, que era su señorito. Ahí están, para demostrarlo, títulos suyos con Berlanga como ‘Se vende un tranvía’ (1957, mediometraje en colaboración con Juan Estelrich), ‘Plácido’ (1961), ‘Las cuatro verdades’ (1963), ‘El verdugo’ (1963), ‘¡Vivan los novios!’ (1970), ‘Tamaño natural’ (1973) o la “trilogía nacional’ (1977-1980-1981).

  Es ‘Plácido’ una obra que estalla no solo como impecable (o implacable) comedia costumbrista, sino también como un devastador retrato social (el caos), una alucinada disección de un grupo de personajes que se mueve entre lo mezquino, lo patético y lo entrañable. Berlanga y Azcona (con José Luis Colina y José Luis Font formando el cuarteto de guionistas) revisan de un modo memorable un lema de la España franquista, el de “ponga un pobre en su mesa”, que rebulle en la olla de caldo espeso de cualquier tiempo y cualquier conciencia, y sacan a la luz las miserias de una infame sociedad que idolatra una caridad farsante.

  Quintaesencia de la comedia coral y satírica, provista de un humor ácido, aunque también de una mirada tierna y comprensiva hacia los más humildes, Berlanga ata al vehículo imparable de su cámara todo el ruido de latas de siglos de la cultura española, con sonidos, esto es, quevedianos, goyescos y valleinclanescos, con un texto demudado de risas que abruman y de situaciones y personajes que, alrededor de una cena, de un motocarro o de una letra sin pagar, nos muestran toda una época social a través de una puesta en escena de moral elástica. Al final de ‘Plácido’, todo un canto a la navidad desde los sótanos de la sátira, oímos un triste villancico en donde se cantan estos versos: “En esta tierra no hay caridad, ni nunca la ha habido, ni nunca la habrá”.

  ‘Las cuatro verdades’ es un filme de cuatro episodios dirigidos respectivamente por René Clair, Alessandro Blasetti, Hervé Broberger y el propio Berlanga, basados en otras tantas fábulas de La Fontaine, y el sketch del valenciano (‘La muerte y el leñador’) destaca incluso del resto, por su sentido crítico y real. Ese mismo año dirige ‘El verdugo’, una de las cumbres del maestro, donde muestra que el género de la comedia puede resultar de lo más subversivo, una feroz denuncia contra la pena de muerte (el garrote vil), ante la que el espectador ríe y llora alternativamente. Y vive, bajo una capa de esperpento, una película por completo radical, con un plano final sobrecogedor. Un retrato negrísimo y desesperado de la España del momento, que hiela por dentro.

  En ‘¡Vivan los novios!’ se acentúa el contraste entre una España que quiere internacionalizarse con el boom del turismo y una realidad mucho más esperpéntica, de boda negrísima y negrísimos lutos, convirtiéndose en la contracara de las comedietas picantes del predestape del cine español. Tres años después, Berlanga cuenta la historia de un dentista parisiense que adquiere una muñeca hinchable, de “tamaño natural”, con la que inicia una extraña relación. Pedro Olea también toca en 1973 el mismo tema, pero de forma más triste, sin el retorcido humor de Azcona. Estamos ante el más personal de los filmes de Berlanga, con unos diálogos debidos al buñueliano Jean-Claude Carrière, una aguda reflexión sobre la incomunicación humana, donde la miseria sexual está a flor de piel (aunque sea piel de goma).

  ‘Tamaño natural’ tiene inigualables momentos de erotismo surrealista (sutil hilo de conexión con Buñuel, aunque al calandino no le gusta nada la película) y un inevitable trasfondo de ironía pesimista. Piccoli es el actor que encarna al protagonista, un odontólogo parisino que vive en un matrimonio donde las cosas cada vez van peor. Las infidelidades de Piccoli son constantes. Hasta que un día compra una muñeca inflable que le enamora. Los amigos de Piccoli se burlan y dicen que se ha vuelto loco. La madre de Piccoli la acepta de buen grado e, incluso, pone a la muñeca los vestidos que ella utilizaba de joven. La mujer de Piccoli se enfada, pero, en algún momento, intenta parecer una muñeca, a ver si, así, su marido putero le hace caso. El argumento se complica cuando Piccoli descubre en la muñeca restos que demuestran que otros hombres también la utilizan, que le ha sido infiel. Intenta matarla, pero no lo consigue. Finalmente, en plena desesperación, una noche sube con ella a su Citroën ‘dos caballos’, circula por la orilla del Sena, da un volantazo brusco y se tira al río. El coche se hunde. Piccoli se ahoga. Al cabo de un minuto, la muñeca vuelve, poco a poco, a la superficie, donde flota con sus pechos al aire y su cara inexpresiva.

  El tríptico formado por ‘La escopeta nacional’, ‘Patrimonio nacional’ y ‘Nacional III’ gira en torno a la situación de la transición española a través de una peculiar y carpetovetónica familia monárquica, la del marqués de Leguineche. Azcona y Berlanga, como monos con navaja (o sin censura), dan vía libre a su acidez contra el último franquismo, su agonía, y la sátira política y social, gracias a sus miradas, estalla en un aluvión de comicidad, algo discutible en su conjunto por sus forzadas situaciones. Eso sí, José Sazatornil, ‘Saza’, está perfecto en el papel de vendedor catalán de porteros automáticos, tan terco y jesuítico él, que se apunta a una cacería ministerial para vender el nuevo invento a un ministro, sin saber, el pobre, que un reajuste acaba de apear a este del mundo de la política.

  El cachondeo de Berlanga se ve reflejado en la voz bufonesca de José Sazatornil. Y en la voz quejumbrosa de Cassen enfrentado a la burocracia y la dicción perfecta y pedante de los burócratas. Y en la voz apergaminada del marqués de Leguineche (Luis Escobar) lamentando que los monarcas no reinstauren la corte. Y en la voz de señora franquista de Amelia de la Torre, temblorosa de prejuicios y cretonas. Y en la voz de farsante simpático de Manolo Morán, esa riqueza musical y social, sicológica y sentimental, que perdura en el aire de la memoria con tanta fuerza como, al menos, las imágenes que la acompañan.

  Porque España, en el cine de Berlanga, aparece como un país que es, sobre todo, un conjunto de voces que suenan en el aire, personas que hablan, que hablan mucho y sin parar, y que no dicen apenas nada, que no se escuchan entre sí, que no escuchan a los demás, voces que fingen, que dicen lo que hay que decir, que dicen lo que el otro quiere escuchar, el pelota, el arribista, el enchufado, el cuentista, voces huecas, voces implorantes que dejan en la memoria la sensación de una suerte de festival de creciente tristeza y desencanto. Una tristeza existencial, pero, también, la que dejan, casi siempre, las grandes obras de arte.

  Luis Alegre escribe un texto fluido, de marcado espíritu didáctico, acaso para la gente que no ha crecido con el cine de Berlanga, y se lo dedica a sus padres, que vieron tres veces ‘La vaquilla’ con la ilusión, incumplida, de distinguirle entre la figuración. Y El Marqués se encarga de las ilustraciones, y también dedica el volumen a sus padres, que siempre creyeron en sus dibujos, así como a sus profesores del colegio, que siempre los tiraron a la basura. El libro se presenta en una cuidada edición y en gran parte se debe a las ilustraciones que acompañan al texto. Su autor es el apodo de Adrià Ferrer Marqués, un joven ilustrador catalán proveniente del mundo musical, en concreto de la banda ‘The Penny Cooks’.

  Cartelista, creador de imágenes para pósteres, discos, camisetas o ‘merchandising’, el trabajo de El Marqués, fiel a su gusto por lo retro y a los juegos con las distintas técnicas de estampación, acude a una estética de impresión a dos tintas. Su estilo ecléctico, entre la posmodernidad y el ‘mid-century’, se acopla a la perfección tanto al texto de Luis Alegre como a la propia obra berlanguiana. Así, se permite un claro guiño, tanto en el interior como en la portada, a aquellos míticos cartelistas como Mac o Jano, responsables respectivamente de los icónicos carteles de ‘El verdugo’ y ‘¡Bienvenido, Mister Marshall!’.

  Al parecer, la amistad entre Luis Alegre y Berlanga viene de 1984, durante el rodaje en Sos del Rey Católico de ‘La vaquilla’. Al saber que el autor de este libro, que iba a entrevistarle junto al añorado Alberto Sánchez Millán, era de Lechago, el cineasta, cuya madre también era de Teruel y se llamaba Alegre de segundo apellido, invitó al escritor a hacer de figurante, y lo llamaba “pariente”. Es ‘La vaquilla’ otra obra del tándem Berlanga-Azcona, que vuelven a la carga con otra sátira de las suyas, tratando en clave humorística la contienda fraticida, aunque no alcanza el nivel deseado pese a contar con un reparto y una producción de lujo. Filme coral marca de la casa, con muchos personajes y complicados travelling, que viene presidido por su sentido del humor popular y desmitificador, pero esencialmente humano. Una suerte de retrato goyesco de las dos Españas, y en guerra incivil, con una vaquilla en medio de las trincheras. ¿Qué hacen con la vaquilla, torearla o comérsela?

  Dice Luis Alegre de Berlanga que “el lado luminoso de la vida lo disfrutaba, pero le interesaba poco como creador. Solo en ‘Calabuch’ reflejó una especie de mundo ideal. Pero, también en ese caso, el final es triste, melancólico. Era profundamente pesimista. Pero lo hacía con tanta gracia que no lo parecía tanto”. Berlanga y sus coguionistas (Florentino Soria, Leonardo Martín y Ennio Flaiano) se inventan en esa coproducción hispanoitaliana un pueblo mediterráneo, en el levante español (en realidad es Peñíscola), donde se refugia un prestigioso científico atómico (excelente creación del característico americano Edmund Gwenn) huyendo de un mundo enloquecido, y fabrican una comedia costumbrista coral de extrema ternura y marcado humor surrealista, cuyo argumento se relaciona con la llamada “guerra fría”, quizá no tan mordaz como requeriría, pero siempre llena de crítica e ironía antibelicista.

  Es curioso observar cómo el largometraje que cierra su filmografía hace un guiño a ‘Calabuch’, el relato de un prestigioso cirujano parisiense hastiado de la vida y sin agallas para el suicidio, que decide abandonarlo todo (esposa, hijo, amigos) e iniciar un viaje en bicicleta hasta Tombuctú. Sin embargo, sufre un percance a su paso por el pueblo del título y se ve obligado a pasar el fin de milenio rodeado de extraños personajes. En realidad, su carrera como cineasta conoce un epílogo, el corto codirigido por José Luis García Sánchez ‘El sueño de la maestra’ (2002), que alude a una ensoñación de ‘¡Bienvenido, Mister Marshall!’ que no se llegó a rodar.

  Un año después de la tierna ‘Calabuch’, las fuerzas vivas y la beatería de la España franquista son satirizadas en ‘Los jueves, milagro’ hasta lo indecible, en un filme rodado en Alhama de Aragón en el que Berlanga lanza mandobles y busca las cosquillas a la censura para burlarla de manera insólita. Eso sí, en la parte final de este chorro de vitriolo se dejan notar los tajos de las detestables tijeras censoras. Para atraer turistas a un pueblecillo, algunos de sus habitantes corren la voz de que todos los jueves se aparece san Dimas en el lugar, aunque quien se aparezca sea nada menos que el gran Pepe Isbert. Y Berlanga se ríe hasta de su sombra mientras el espectador no sale de su asombro. La influencia de ‘Las noches de Cabiria’ (1957) es evidente en una secuencia directamente extraída del filme de Fellini, la de la peregrinación a la Madonna del Amor Divino para rogarle un milagro.

  Berlanga, con su verdad de dinamita, practicó la rebeldía sin soberbia, y el desacato casi como ludismo, porque el juego es la fineza mayor de los que van en serio. Berlanga, que siempre llevaba por dentro el despeinado ejemplar de la libertad, era un salvaje, pero un salvaje de bonhomía, un raro don infrecuente, esa bonhomía en los gentíos, en general, y en el cine, en particular, donde los autores se suelen odiar como enamorados o se adornan más allá del mérito y el talento. Berlanga, que en la vida quiso parecerse a las cosas que amaba –más allá de novelar la figura de su paisano Blasco Ibáñez en una serie televisiva de 1997-, era un burgués libertario y descreído como fiel reflejo de una España vendida, sometida, sombría, repleta de nubarrones, pese a tratarse de un país soleado. “¿Qué sería de este corral nublado? ¿Qué seríamos los españoles? Acaso más tristes y menos coléricos, quizá un poco más tontos…”, dice Max Estrella en ‘Luces de bohemia’.

  Una pequeña joya este libro del lechaguino Luis Alegre y El Marqués (de Leguineche), dos berlanguianos como (no) mandan los cánones. ¡Que aparezca san Dimas, por dios!

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