Vivir de oído: Andrés Neuman.


Por Jesús Soria Caro.

    Vivir de oído es escuchar la voz de lo invisible (disculpen la sinestesia), pero es dar forma a aquello minúsculo que rodea nuestra realidad y que hemos dejado de apreciar.

    En estos días de reclusión por el Covid-19 estamos aprendiendo a ver lo que había desparecido, lo que nos conforta en lo material y en lo humano y que la fuerza oscura de lo cotidiano había cubierto con el manto de la costumbre, que devalúa su valor como el juez que condena la vida a los sótanos de la luz y libera a nuestro muerto interior para habitar los palacios del ego, el consumismo y el hambre por mostrar el escaparate de nuestro vacío.

   Debemos intentar traducir el silencio, aquella voz que si pudiera ser vista (espero que ya se hayan acostumbrado a la necesidad de “sinetesizar” nuestro pensamiento) sería como la antorcha que iluminara pasadizos de nuestra introspección que tal vez nos condujeran al encuentro con el espíritu, con nuestra esencia más real que las capas de realidad y ficción de nuestro yo social han ido cubriendo con trajes superpuestos de los que no podemos despojarnos.  El silencio es la voz en la que el poeta se encuentra con lo que existe más allá de su voz, de los significados lógicos, de su personaje biográfico que podría abandonar el escenario de todas sus ficciones, es también tal vez su eco en el poeta que querría ser poema, como dijera Jaime Gil de Biedma, pareciendo así que la propia voz del poema supiera del límite del decir y tuviera miedo de morir en el significado, cuando lo puede ser todo en el silencio, antes de ser dicha: “Significar me asfixia/ cuando mi cuello asoma/fuera de la canción y su perímetro”. (Neuman, 2018: 50). El silencio (que contiene el infinito de lo decible) toma el tren de la idea con destino a la palabra, pero no acude a un solo andén, debe coger varios trenes, ser varias posibilidades de lectura para tener fuerza de sugerencia:

Un poema no acude

a un solo andén.

En la estación que sabe demasiado

lo que quiso decir,

descarrilan los trenes. (Neuman, 2018: 46).

 

    “Oda a la vida retirada” de Fray Luis de León proponía apartarse del ruido del mundo, su prisa, ambición y velocidad, para alcanzar lo que denominaba como “escogida senda”, seguida por “los pocos sabios que en el mundo han sido”. También nos enseñó en “Oda a Salinas” a escuchar en el silencio la música inaudible del cosmos, la belleza que ordenaba el infinito como una partitura orquestada por el alma colectiva, por un orden de belleza y saber que dirigía su composición elevando nuestra materia a esa conexión con el todo. Así, tal vez nuestro silencio sea el bucear en la parte que nos une a ese origen desconocido, que nos reconforta con nuestro Ser, con su piel de devenir, según Heráclito, en la que ser y no ser nos reintegran en la fuente de la nada o en una totalidad desconocida que explique quiénes somos, o no, al dejar de existir. Más allá de esta música queda la partitura de quienes fuimos o podríamos haber sido, esa composición que se perdió en las músicas del ruido de los pensamientos, emociones, olvidos de la canción del yo perdido. Si a aquellos otros yoes se les pudiera hablar, la voz lírica nos dice que:

Al niño que yo fue le diría en voz baja:

esa rabia se puede dibujar,

los muñecos que robes harán ruido,

un hemisferio tuyo va a ser huérfano.

 

Al joven que ya dejo le diría:

no creas que en el tiempo hay un mensaje,

correr es impuntual,

elijamos camisas de colores absurdas.

 

Al viejo que seré le pediría

que me recuerde así, arrugando papeles

para tantear su cara,

que por favor me cuente si va a venir despacio. (Neuman, 2018:15).

      Tal vez debamos ser los nuevos Tiresias de lo perdido, ver dónde nadie veía, valorar simplemente el tiempo, del que hemos huido porque nos acercaba a lo que somos, pero nos conducía con la velocidad de la ambición a generar producción y riqueza, a la tecnología, el desarrollo, los viajes y su emisión de gases. El tiempo es como la nada, tiene la piel del vacío y suda los aforismos de nuestras hipótesis:

“Regreso ligeramente tardío de la hoja”

Esta torpe manera de arrastrar

como una capa el tiempo,

escoba que se lleva

las hojas y las huellas dactilares.

 

Este medio vivir

en la otra mitad,

su póstumo sigilo

al cruzar una calle y verla sin sujeto.

 

Cada escenario tiene

su propio darwinismo,

en cada transeúnte va ladrando

la buena compañía de una hipótesis.

 

Esta insistencia

en retener algún minuto

cuando las hojas vuelvan y yo no. ((Neuman, 2018: 25).

 

      Vivir de oído es tocar la música sin saber leerla, tocar la sinfonía del silencio sin conocer su origen ni su destino, es borrar el ruido del mundo y escuchar de nuevo todos los sonidos gastados y valorar su poesía, los ritmos de lo que no percibíamos antes porque lo habíamos gastado en nuestra percepción. Es escuchar lo invisible y ver que al otro lado del silencio queda un mundo que siempre estaba allí y no habíamos percibido. Tal vez estos días podamos despertar del sueño de la realidad y encontrar la micro-belleza (que no tiene nada de virus ni de microbio) oculta de las cosas.

 

Bibliografía.

Neuman, Andres (2018): Vivir de oído, La Bella Varsovia, Madrid.

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