Biografía del silencio


Por Jesús Soria Caro.

     La propia observación es sanadora. Esta idea, que el autor asume del pensamiento de Simone Weill, nos enseña cómo con la mente sucede lo mismo.

   Si observamos lo que recorre nuestro interior no debemos aceptarlo todo, podemos reconocer lo que es bueno y lo que daña. Así observar es como establecer una aduana a las ideas y dejar que solo pasen al estado de nuestra mente las que ofrecen claridad e impedir la entrada a aquellas que son oscuras y dañan a quien no impide su entrada.

La meditación, el silencio en el que desaparece el pensador y quedamos a solas es el verdadero lugar donde el ser puede conocerse. Entramos en nuestro paisaje introspectivo, somos sus abismos, los mares incontrolados, las tormentas, la luz mansa y clara, el canto armónico. El yo que se convierte en el paisaje de sí mismo no debe rechazar nada de lo que este contiene ya que si no lo oscuro se haría más fuerte. Hay que observar y dejar pasar. Ser el viento que recorre sus dominios, no permanecer en ninguno de sus dibujos emocionales. Ser lo que pasa y queda, como el espacio que no se afecta por el fuego, ni por el agua, es el contenedor de lo que actúa en este pero vaciándose de todo. Las llamas pueden quemar a los elementos, pero no al espacio puro y vacío que los contiene. Hay que convertirse en dicho espacio, en su zona interna de silencio al que el fuego de la destrucción o el agua de las tormentas no puedan afectarle, ya que las contiene y sobrevive a ellas, pero es lo que queda más allá de todos los elementos incontrolados que causan la destrucción.

Es sorprendente la afirmación de Pablo D´Ors de que coleccionamos muchas experiencias en el amor, viajes, lecturas. Eso zarandea al hombre, lo aleja de ese espacio verdadero de silencio del yo que nos conecta con el todo del universo, somos una célula del cosmos. Para ser uno en la sintonía con aquello de lo que hemos sido fragmentados se requiere rebajar la ilusión de grandeza del ego:

Estaba convencido de que cuantas más experiencias tuviera y cuanto más intensas y fulgurantes fueran, más pronto y mejor llegaría a ser una persona en plenitud. Hoy sé que eso no es así: la cantidad de experiencias y su intensidad solo sirve para aturdirnos. Vivir demasiadas experiencias suele ser perjudicial. No creo que el hombre esté hecho para la cantidad sino para la calidad. Las experiencias, si vive uno para coleccionarlas, nos zarandean, nos ofrecen horizontes utópicos, nos emborrachan y confunden (D´Ors, 2016: 16)

 

 

 

 

 

 

 

El autor afirma que tardó un año en poner nombre a lo que acudía a su mente, aprendiendo como las ideas o las emociones se mezclan y no sabemos explicar lo que son. Los miedos, derrotas, dudas, las voces heridas del pasado vuelven con disfraces nuevos a nuestra mente. Se debe alcanzar la renuncia de toda esa velocidad que nos aleja del yo, del exceso de importancia de las emociones que se pegan a la piel identitaria como tatuajes de la destrucción. Es la conciencia del silencio del ego, tras lo que se puede percibir la vida sin los trajes de la ambición, el entretenimiento, las pasiones que tienen también una cara destructiva. La paz llega con el abandono, el desnudo de todo ante el que se accede solo a la vida, sin nada que nos distraiga de ella:

Hoy sé que conviene dejar de tener experiencias, sean del género que sean, y limitarse a vivir: dejar que la vida se exprese tal cual es, y no llenarla con los artificios de nuestros viajes y lecturas, relaciones o pasiones, espectáculos, entretenimientos, búsquedas… Todas nuestras experiencias suelen competir con la vida y logran, casi siempre, desplazarla e incluso anularla. La verdadera vida está detrás de lo que nosotros llamamos vida. No viajar, no leer, no hablar […] todo eso es casi siempre mejor que su contrario para el descubrimiento de la luz y de la paz. (D´Ors, 2016: 17).

 

 

 

 

 

 

 

La meditación que conduce al silencio de la razón y a otra dimensión del ser no condicionada por las ideas que de esta surgen, pasa por el abandono de lo físico. Lograr estar en ese estado de quietud y olvidar las sensaciones corporales que puede provocar ese estatismo es complejo, implica dominar lo que se siente ante ese control, ante ese abandono de lo conocido, incluso responde a la fuerza necesaria para superar el prejuicio de lo absurdo de la práctica meditativa, para entrar finalmente en ese silencio que no contiene nada:

A juzgar por lo poco que sacaba en limpio de mi práctica de meditación y por el mucho sacrificio que me comportaba, todo apuntaba a que, de un modo u otro, tarde o temprano lo dejaría de lado […]. Para fortalecer mi convicción y apuntalar mi voluntad, me centré en lo que estimé que era más determinante: el silencio. […] El silencio es el marco o el contexto que determina todo lo demás. ¿y qué es todo lo demás? Lo sorprendente es que no es nada, nada en absoluto: la vida que transcurre, nada en especial. Claro que digo “nada”, pero bien podría decir también todo. (D´Ors, 2016: 20).

 

 

 

 

 

 

 

Es un logro, según se nos propone, alcanzar ese concepto de vida sin necesidad de pensar, proyectar, imaginar, ser productivo. Se alcanza así un estar con el mundo, ser uno con la existencia que se siente más cerca que nunca. Somos la energía que la recorre y de la que ya somos parte, nos con-fundimos con ella, en sentido de fusión, formando parte de la vida sin necesidad de pensarla. Nos acercarnos en el silencio a la esencia que carece de forma pero que es más allá de las divisiones cartesianas que requieren encerrar en conceptos lo que es sin necesidad de que nada lo piense para exista con toda su fuerza. La meditación ayuda a conocer lo que somos, a encontrar el rostro interior de la persona interior que habita dentro del yo externo o personaje social que representa una imagen hacia lo demás y que cree también su propia invención ante el espejo de su introspección, poco transitado y manchado de ideas que ha inventado para representar mejor su papel ante la sociedad y ante sí mismo.

La belleza de la vida se disipa cuando se comienza a valorar lo que te gusta lo que experimentas, contemplas o disfrutas. El pensamiento mata ese contacto directo con lo que consideramos hermoso. No hay que intelectualizar sino sentir de forma directa, sin la razón, lo que nos rodea. La mente nos separa de la vida, al crear un concepto nos alejamos del instante eterno en el que nos conectamos con ese todo que es parte de cada individuo. La belleza es un puente eterno hacia lo que está fuera del tiempo, a la intensidad que carece de pensamiento:

Al igual que un niño que está aprendiendo a montar en bicicleta logra montar de hecho cuando se sumerge a fondo en esta actividad y, por contrapartida, se cae al suelo cuando se para a considerar lo bien o lo mal que lo está haciendo, así nosotros, todos, en cualquier actividad que llevemos a cabo. En cuanto comenzamos a juzgar los resultados, la magia de la vida se disipa y nos desplomamos; y ello con independencia de lo alto a bajo que haya sido nuestro vuelo” (D´Ors, 2016: 23-24)

 

 

 

 

 

 

Esa relación directa, sin mediación del autojuicio sobre la experiencia y cómo nos sentimos en ella, es una recarga introspectiva. Hace que se pierda la energía en lo intelectivo. El río de la vida corre por nuestras venas hacia el mar del instante. La meditación entrena a la mente para aceptar la quietud del pensamiento: es el silencio que conecta con la música inaudible del universo, como cantaba Fray Luis de León. Nos enseña a aceptar lo que es la realidad siendo conscientes de que esta sucede sin depender de lo que nos gusta o no que pase. No tenemos (afortunadamente) un control total sobre el devenir de lo que es:  la vida de la que forman parte también otros y la realidad compartida (no sujeta a nuestra voluntad neurótica) que nos une a ellos:

Al terminar mi último retiro intensivo de meditación, un día completo que dedico íntegramente a esta actividad una vez al mes, me fui a caminar por la montaña y, durante unos instantes –acaso una hora-, experimenté una dicha insólita y profunda. Todo me parecía muy bello, radiante, y tuve la sensación, difícil de explicar, de que no era yo quien estaba en aquella montaña, sino que ella, la montaña era yo. Atardecía y el cielo estaba nublado, pero a mí se me antojó que así, nublado, era perfectamente hermoso. Por las muchas sentadas que había hecho durante aquel día, la rodilla derecha me dolía un poco; pero ese dolor, extrañamente, no me molestaba. (D´Ors, 2016: 27).

 

 

 

 

 

 

 

La meditación ofrece la oportunidad de acceder a una nueva mirada de la realidad, nueva, limpia de cualquier prejuicio, de las experiencias anteriores que determinan la forma en la que vemos las cosas. Meditar y entrar en el silencio de todo es acceder a un nuevo yo continuo, no gastar la mirada en lo pasado, ser siempre yo que ve el mundo en su novedad y no siente el peso de su mente que limita la libertad de todo comienzo:

Cuanto más se medita, mayor es la capacidad de percepción y más fina la sensibilidad […]. Se deja de vivir embotado que es como suelen transcurrir nuestros días. La mirada se limpia y se comienza a ver el verdadero color de las cosas […]. Todo, hasta lo más prosaico, parece más brillante y sencillo. Se camina con mayor ligereza. Se sonríe con más frecuencia. La atmósfera parece llena de un no sé qué, imprescindible y palpitante. (D´Ors, 2016: 29).

 

 

 

 

 

 

El autor se define en un navegar entre el yo anterior y el nuevo que adquiere una nueva mirada mejor gracias a la meditación, que le permite conocer las ideas, saber que solo son conceptos y emociones, dominando así su interior. Dice abandonar esa lucha entre lo anterior y lo nuevo y lograr no ser la tormenta en el mar sino su oleaje, integrando los opuestos entre el ayer y el ahora. Dicha contienda se diluye, el oleaje del pasado y el agua presente son el mismo mar del silencio:

Normalmente estoy a la deriva: entre el que era antes de iniciarme en la meditación y el que empiezo a ser ahora [..]. Soy algo así como un barco, y más una frágil barquichuela que un sólido transatlántico. El oleaje juega conmigo a su capricho, pero de tanto como estoy mirando cómo vienen y se van esas olas, la verdad es que estoy empezando a transformarme en el oleaje mismo. (D´ors, 2016:30).

 

 

 

 

 

Una gran enseñanza del silencio es que permite ser testigo de las emociones y de los pensamientos sin ser esclavo de la verdad que les atribuimos. Mediante estos ejercicios de silenciar el pensamiento se adquiere libertad respecto a estos. Ya no se les da tanto poder, se pueda dejar de aceptar su realidad, van y vienen como muchos elementos de la vida que no permanecen para siempre. El silencio es lo único que queda, es la esencia del ser que queda más allá de la tormenta interior que producen muchas ideas:

Uno de los primeros frutos de mi práctica de meditación fue la intuición de cómo nada en este mundo permanece estable […]. Lo curioso es que este descubrimiento me vino por medio de la quietud. Todo sucedió como expondré a continuación: al meditar constaté cómo cuando me detenía en alguno de mis pensamientos este se desvanecía (algo que, ciertamente no sucedía cuando miraba a una persona, cuya consistencia es independiente de mi atención). A mi modo de entender, eso demuestra que los pensamientos son escasamente fiables [..]. Decidí entonces que, en adelante, no pondría mi confianza en algo que se desvanecía con tanta facilidad. (D´Ors, 2016: 31).

 

 

 

 

 

 

 

 

Hay que ver la realidad desde una mirada que nazca del silencio. Todo pensamiento surge de un no lugar y regresa a este cuando concluye su transcurrir por nuestra mente. ¿De dònde viene lo que luego regresa al silencio? ¿Dónde queda eso que ha nacido y termina? ¿Qué hay más allá del silencio? Tal vez podamos sin respuesta lógica intuir que en el silencio anida una energía pura que está más allá de los límites racionales y de las cadenas emocionales que nos atan a nuestra biografía que determina nuestra mirada de lo real, en ese espacio de ausencia de pensamiento, de parloteo interior de nuestra consciencia reside la fuerza de la libertad del silencio:

Hacer meditación consiste precisamente en asistir cual espectador al nacimiento y muerte de todo esto, en el escenario de nuestra consciencia. ¿Adónde va lo que muere?, me he preguntado una y mil veces. ¿De dónde viene lo que nace en la mente? ¿Qué hay entre la muerte de algo y el nacimiento de otra cosa? Este es el espacio en el que creo que debo morar; este es el espacio en el que brota la sabiduría perenne (D´Ors, 2016: 35).

 

 

 

 

 

 

Todos los pensamientos nos alejan de nosotros mismos, Somos lo que queda cuando desaparecen estos. Su realidad es temporal ya que se suceden y pueden ser sustituidos con el paso del tiempo por otros radicalmente diferentes. Lo que es inmutable es el verdadero yo que anida en el silencio de esa corriente de ideas que arrastran dolor, ilusiones, que son agua del tiempo que nos aleja de la vida que solo sucede en directo, en el instante, no en la reflexión. Funes el memorioso pasaba un día recordando todo lo que había pensado y sentido el día anterior, su memoria prodigiosa le alejaba de la vida, lo mismo sucede cuando nos dirigen las emociones, las ideas. Volver a la vida es recorrer en camino inverso el Leteo de lo sentido, pensado. Es regresar de esas aguas del hades, de la muerte del verdadero yo, que es el que vive y habita en el ahora, no en la laguna estigia de los conceptos, ideas y sensaciones. En el mar definitivo del silencio, de la vida sin mediación intelectual que nos aleje de ella:

Tú eres lo que queda cuando desaparecen tus pensamientos. Claro que no creo que sea posible vivir sin pensamientos de alguna clase. Porque los pensamientos – y esto no conviene olvidarlo- nunca logran calmarse del todo por mucha meditación que se haga. Siempre sobrevienen, pero se sosiega nuestro apego a los mismos y, con él, su frecuencia e identidad. Diría aún más: ni siquiera debe tomarse conciencia de lo que se piensa o se hace, sino simplemente pensarlo o hacerlo. Tomar conciencia ya supone una brecha en lo que hacemos o pensamos (D´Ors, 2016: 37).

 

 

 

 

 

 

La meditación y el silencio ayudan a reconocer la silueta de los sueños, se pasa a ser escultor de realidades, se quita las esquirlas de lo que idealiza y aleja de la vida. Al final los fantasmas de lo imaginado son edificios de sombras que caen con la luz de la vida. El sol es la realidad que según su posición ilumina lo que había sido sombreado de sueños pero que se desvanece. Los haces de lo real lo apartan, limpian de falsas quimeras. El silencio y la conciencia del yo son baños de ser, le desnudan del traje de un mundo de fantasía, le dejan con su yo, sin ropajes de sueños irreales que chocan con la verdad más dolorosa:

Lo bueno de la meditación es que, en virtud de mi ejercicio continuado, empecé a desechar de mi vida todo lo quimérico y a quedarme exclusivamente con lo concreto […]. La realidad está llena de olores y texturas, de colores y sabores que son de verdad. Claro que la realidad puede ser torpe o excesiva, pero nunca defrauda. Los sueños, en cambio, sí que nos defraudan. Más aún: la naturaleza del sueño, su esencia, es precisamente la decepción. El sueño siempre se escapa: es evanescente, inasible. La realidad, por el contrario, no huye; somos nosotros quienes huimos de ella” (D´Ors, 2016: 39).

 

 

 

 

 

 

 

El silencio es el maestro que permite reordenar nuestra mirada. Alejarnos de lo que crea el sufrimiento. Hay que abandonar la dualidad entre lo que nos agrada y lo que nos repele. Lo que nos gusta forma parte de la vida, tiene derecho a existir, e incluso en el plano experiencial puede resultar conveniente. La vida no es como queremos que sea, las personas y las situaciones son un río sin control, el cauce no lo determina nuestra mirada egocéntrica. Hay que situarse a favor de ese río y abandonar la posición del que juzga.

Es a esto precisamente a lo que se le llama meditación: a no imponer a la realidad mis propias filias o fobias, a permitir que esa realidad se exprese y que pueda yo contemplarla sin las gafas de mis aversiones o afinidades […]. Por difundido que esté vivir persiguiendo lo que nos agrada y rehuyendo lo que nos desagrada, semejante estilo de vida hace de la vida algo agotador. Lo que nos disgusta tiene su derecho a existir; lo que nos disgusta puede incluso convenirnos y, en este sentido, no parece inteligente escapar de ello (D´Ors, 2016: 40-41).

 

 

 

 

 

 

El silencio nos adentra en la enseñanza del dolor, no se debe huir de él, sino aceptarlo, aprender lo que este nos puede enseñar. No enfrentarse a él y al mal propio y ajeno con rechazo sino aceptar que existen y algo vamos a obtener de trascenderlos. El silencio que enseña a ser trabajado por el dolor, siempre sin huir de él, sino afrontándolo:

Este descubrimiento me ha llevado años de práctica de meditación. Pero hoy sé, y lo digo con tanto orgullo como humildad, que conectar con el propio dolor y con el dolor del mundo es la única forma, demostrable, para derrocar al principal de los ídolos, que no es otro que el bienestar. […] La lección de la realidad- que es la única digna de ser escuchada- no la aprendemos sin dolor. La meditación no tiene para mí nada que ver con un hipotético estado de placidez, como hay tantos que la entienden. Más bien se trata de un dejarse trabajar por el dolor, de un lidiar pacíficamente con él. La meditación es, por ello, el arte de la rendición. En el combate que supone toda sentada, vence quién se rinde a la realidad. Si en el mundo se nos enseña a cerrarnos al dolor, en la meditación se enseña a abrirnos a él. (D´Ors, 2016: 52-53).

 

 

 

 

 

 

 

 

El silencio es el maestro que enseña que debemos hacer el amor con la vida. Al igual que el sexo es abandono al instante, al cuerpo de la mujer amada, el roce de la piel de la vida debe contener el orgasmo del ahora. Vivir es como acariciar y gozar el cuerpo del instante, sin regresar al futuro ni al pasado, al igual que en el sexo es la intensidad absoluta que se abandona fuera del tiempo:

El poderoso atractivo que ejerce en los humanos la sexualidad se cifra, precisamente en el poder del ahora. Los amantes más consumados están uno en el otro en ese presente eterno en que su cuerpos y almas se entregan. Cuando nos entregamos completamente a lo que hacemos, nada nos resulta gravoso y todo nos parece ligero” (D´ors, 2016: 63).

 

 

 

 

 

La meditación es la enseñanza de controlar la mente, cuando la observamos su poder desaparece, se diluye y se la alcanza la paz al silenciar sus conflictos. Aparece el observador del observador y se abandona la voz que juzga y roba el presente que es la de la mente:

Observar la mente es el camino. ¿Por qué? Porque mientras se observa, la mente no piensa. Así que fortalecer al observador es el modo para acabar con la tiranía de la mente, que es la que marca la distancia entre la mente y el yo”. (D´Ors, 2016: 66).

 

 

 

 

Meditar es enfrentarte a lo que anida en tu interior, lo que constituye el paisaje de los recuerdos, emociones, deseos frustrados. Se debe recorrer el Comala de nuestra subjetividad. Al igual que en la novela de Pedro Páramo viajamos a la muerte de estados de ánimo, de regiones de un yo que fuimos, somos y tal vez tenemos que encontrar otro yo que se limpie de su pasado, que encuentre nuevos caminos de sí mismo, para esto se deben recorrer todos los dominios, incluso los que pertenecen a regiones abismáticas de dolor:

Yo medito exactamente como vivo: con miedos, con imágenes, con conceptos… Habrá quien medite y vea sobre todo su pasado: serán los nostálgicos; o quien medite y más que nada vea a su pareja: serán los enamorados; o quien sea víctima de un montón de estímulos sino orden ni concierto: los dispersos. Nadie se sienta a meditar lo que no es. […] Al sentarse en silencio se obtiene un espejo de la propia vida y, al tiempo, un modo para mejorarla. La observación, la contemplación, es efectiva. Mirar algo no lo cambia, pero nos cambia a nosotros” (D´Ors, 2016: 67).

 

 

 

 

 

 

 

Si somos peregrinos del silencio aparecen los caminos que pueden ser transitados hacia nuestro mejor yo. Podemos elegir la bifurcación de los itinerarios del dolor o recorrer otras direcciones hacia la liberación del peso moral y vital que muchas veces puede ser evitable. Somos los inventores de nuestro relato odiseico, de ese viaje a los infiernos introspectivos para luego regresar a Ítaca:

¿cuántas de nuestras reacciones son auténticas reacciones a la interpelación de la vida y cuántas, en cambio, son simples decisiones mentales que han tomado la interpelación como excusa, pero que la han dejado, definitivamente, muy atrás? En mi opinión nos inventamos nuestros estados de ánimo en una gran medida. Somos los responsables de nuestro estar bien o mal. Esas prolongaciones artificiales de las emociones pueden controlarse y hasta abortarse gracias a la meditación, cuyo propósito real, tal y como yo lo entiendo, es enseñar a vivir la vida real, no la ficticia” (D´Ors, 2016: 68).

 

 

 

 

 

 

 

El yo verdadero que se conoce con la meditación reside en el silencio, es lo que queda cuando se retiran todas las atribuciones. El silencio nos desnuda del ego y queda el verdadero ser, más allá de la subjetividad, de los nombres, de la identidad personal o laboral. Somos lo que queda al abandonar estos disfraces, al desnudarnos en el silencio de la mente de todos estos ropajes externos y socializadores:

 ¿Quién soy yo? Al intentar responder, me percaté de que cualquier atributo que pusieran a ese “yo soy”, cualquiera, pasaba a ser, bien mirado, escandalosamente falso. Porque yo podía decir, por ejemplo, “soy Pablo D´Ors”; pero lo cierto es que también sería quien soy si sustituyera mi nombre por otro. De igual modo, podría decir “soy escritor”; pero, entonces, ¿significaría eso que yo no sería quien de hecho soy si no escribiera? Cualquier atributo que se ponga al yo, incluso el más sublime, resulta radicalmente insuficiente. (D´Ors, 2016: 71).

 

 

 

 

 

 

Para que podamos ver nuestro verdadero rostro sin el retrato externo debemos mirar en el espejo del silencio, para lo que: “todas las ideas deben morir”. No se trata de ser feliz, sino de ser quien eres, no se trata de evitar el sufrimiento sino de ir a su raíz, acostumbrarse al dolor interior hace que este sea superado. En la pantalla introspectiva de la meditación uno se puede convertir en el espectador de la película de su ego. Las emociones, miedos y falsos disfraces de ese yo libre en el silencio que se viste de ideas y conceptos. El visionado puede ser hasta una comedia divertida. El humor libera totalmente la carga onerosa del ego, nos saca de la película de nuestra falsa identidad externa. Es algo similar a la Rosa púrpura de El Cairo en la que el personaje abandonaba la ficción de la pantalla de cine y dejaba a los espectadores en la sala sin personaje para ir a una nueva realidad a la que se incorporaba, podemos abandonar la ficción de nuestro ego y sus apegos y entrar en una realidad nueva:

el verdadero hombre de meditación permanece en su puesto aun cuando la película que se proyecta en su interior no le agrade en absoluto […] esa molesta película interior también puede considerarse divertida bajo cierto punto de vista. Resulta divertido comprobar cómo luchamos para convertirnos en nosotros mismos. (D´Ors, 2016: 78).

 

 

 

 

 

Meditar es regresar al origen, al silencio, a lo que queda después de abandonar todo lo que son capas añadidas a la esencia que no incorpora lo externo. Es un proceso cercano al místico, consiste en despojarse de todo para que quede solo el interior sin conceptos. Es la carne del silencio que reside en lo interno de la piel que mostramos en nuestro yo social. Es un viaje de regreso a lo que somos y hemos olvidado en nuestra identidad subjetiva que implica una (per)versión de ese auténtico yo abandonado:

Desde esta perspectiva, vivir es transformarse en lo que uno es. Cuanto más entras en el territorio interior, más desnudo estás. Primero te quitas las cosas, luego dejas atrás a las personas; primero te desprendes de la ropa, luego de la piel; poco a poco te vas arrancando los huesos, de forma que tu esqueleto –valga la metáfora- es cada vez más esencial. Cuando te lo has quitado todo, dejas al fin tu calavera atrás. Cuando ya no tienes ni eres nada, estás por fin en libertad. Eres el territorio interior mismo: no solo estás en tu patria, eres tu patria. (D´Ors, 2016: 104).

 

 

 

 

 

 

 

El silencio es lo que queda fuera del pensamiento, la liberación de las ideas que dominan nuestro interior. Nos identificamos con la mente, esta no siempre está a nuestro favor, crea abismos que debemos recorrer para alcanzar el silencio, ser peregrino de la oscuridad en los dominios de nuestra introspección. Deben ser transitadas todas sus zonas porque meditar es lograr el dominio de todo lo que vivimos de forma interna. Es la forma de ser capaces de trascender todo lo que aparezca en nuestras mentes.

BIBLIOGRAFÍA

D´Ors, Pablo (2016): Biografía del silencio. Siruela, Madrid.

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