Los libros que matan y las tribus de Judea


Por Carlos Calvo

   Cambio de ruta. O lavado de cara. Por primera vez, tras sucesivas ediciones de periplo por la plaza Aragón, la zaragozana feria del libro comprime su calendario y se celebra en plena plaza del Pilar.

    Muchos aprovecharán para entrar en la basílica y confesarse. Cumplir penitencia ante los pecados cometidos. A los responsables del gobierno patrio no les vendría mal acercarse por este espacio catedralicio. Quieren eliminar la literatura universal del bachillerato. “Dejar el bachillerato sin literatura”, advierte la comunicadora Iguazel  Elhombre, “es abrir una grieta para construir edificios sin paredes maestras”. También advierte que “la literatura no sirve para nada, solo nos explica. Nos ayuda a entender el mundo, nos cuenta, nos da respuestas y nos provoca nuevas preguntas”. Los cuentos de verdad no necesitan ser explicados, ni hay moraleja que los justifique. Hay más verdad en lo que no se ve que en la suciedad inevitable de lo que se contempla.

  A mi modo de ver, falta autocrítica en el oficio literario y sobra vanidad. ¡Ah, el maldito narcisismo creador! Pero la fe para todo escritor es la literatura, un trabajo de buzo. A mí me gustan los escritores para los que cada palabra deba tener su justo lugar en el texto. Y los que escriben en forma de rayo. O de lluvia. Los libros que queman. O que matan. No tengo muy claro que las últimas novedades editoriales se acerquen a ello. Por aquí, con mejor o peor fortuna, hacen acto de presencia Ana Alcolea (la pregonera), Carmen Ruiz Fleta, Wenceslao Varona, Ana Vivancos, Luis Zueco, Emilia Blue, Juan Madrid, Julio Llamazares, Luz Gabás, Juan Pablo Villalobos, Joaquín Carbonell, Carolina Millán, Sandra Araguás, José Damián Dieste, Roberto Malo, Ricardo Ramos, María Ángeles Naval, Julián Casanova, Miguel Sánchez-Ostiz o Miguel Serrano, y muestran sus recién paridas criaturas en forma de postales coloreadas, vidas domésticas, bálsamos de agua oscura, relatos escatológicos, castillos de sombras, aves amorosas, perros durmientes, viajes quijotescos, fuegos de hielo, peticiones de credibilidad, tangos lorquianos, pecados capitales, lágrimas en los tejados, palabras del cierzo, amigos imaginarios, ecos brumosos, transiciones sentimentales, siervos vengativos, pirañas vividas o réplicas e identidades.

  Esta edición luce en el cartel de una obra de Sáez Castán. En algunos puestos se ven colas; en otros, ay, no venden un misal. Hay un escritor que no firma ni a tiros en su caseta y un viandante le confunde con un dependiente y le pregunta por el precio de ‘Palmeras en la nieve’. Incluso las recurrentes firmas se mutan para incluir el ‘selfie’ con el autor. La feria del libro es un entorno del mirar y ser visto, del contagio de la compra que permite un acceso privilegiado tanto a las novedades como al catálogo de cada sello editorial. Los últimos libros publicados y los de los autores más famosos no son más que la parte más visible de un iceberg cuya masa subacuática puede rastrearse en las casetas de cada editorial. En una de estas casetas, una librera amiga me cuenta, nada más vender un libro sobre vidas de santos, que a la iglesia siempre le hacían llevar dos libros: un misal propiamente dicho y un santoral con el gregoriano del día a día. Y me ilustra: “Siempre se me dio mejor el gregoriano que las matemáticas. Entre mis cantos preferidos, el ‘Veni Creator’, ‘Pangue Lingua’ y la ‘Missa de Angelis’ enterita. En cantar el ‘Kyrie’ tardábamos más que en ver ‘Los diez mandamientos’. De entonces data mi afición a contar el número de veces que se repite la vocal ‘e’ a lo largo del ‘Kyrie’. Lo he intentado repetidamente, pero no logro sacar la cuenta completa. Solo sé que el primer ‘Kyrie’ suena largo como un día sin pan: ‘Kyriee eee eeeeee eeeeee lesión’. Y después del ‘Kyrie’, el ‘Christe’, cada vez más lento, arrastrado, moroso e indolente. Una delicia”.

  Una mujer, en su búsqueda del hombre romántico, busca literatura afín y le pide consejo a un librero que conozco. Este lo tiene claro y no se anda por las ramas: “Señora, el hombre romántico es un ideal sin malicia al que los coches atropellarían en cuanto pisase la calle”. No le falta razón al amigo vendedor, pues juraría que las mujeres que aspiran a un “hombre romántico” lo que en realidad quieren es alguien que les ría las gracias, se entere de cuando han ido a la peluquería y convierta sus defectos en virtudes mediante una sucesión de poemas, besos sin fines ulteriores y ditirambos a media mañana, a media tarde y a medianoche. Esta mujer, me parece, busca un hombre sensible y detallista, afectuoso y lírico, tierno y generoso, pero si lo encuentra se enfrentará, maldita sea, a uno empalagoso y diletante, cursi y vanidoso, lunático e imprevisible. Le deseo suerte, señora.

  A su lado, un tipo compra el libro ‘Masa y poder’, de Elias Canetti, en el que las personas se unen, una por una, y dejan de ser ellas mismas. En la primera frase del libro ya se establece que “nada teme el hombre más que ser tocado por lo desconocido”. Todas las distancias que la persona ha creado a su alrededor (ropa para cubrirse, casas para resguardarse) surgen del miedo a ser tocado por un extraño. Pero al sumarse a la masa queda liberado de ese temor. En esa densidad, donde apenas hay hueco entre unos contra otros, se consigue el alivio. Ciertos individuos se funden y se vuelven anónimos, valientes, inexpugnables.

  La cultura de un territorio -sea el que fuere- depende menos de sus personalidades más ostentosas que de otras, más modestas y generosas, que en lugar de ocuparse de la promoción de su propia persona crean foros para que puedan oírse voces nuevas. Lo realmente sagaz y deslumbrante consiste en dejar a la vista lo evidentemente natural que puede ser la peor de las pesadillas. También es sorprendente la cantidad de cosas a las que llega a acostumbrarse la gente si existe alguna clase de compensación. Aunque no es cuestión de dar sermones, que los de las lecciones suelen ser los que más cínicamente desmienten con su ejemplo lo que predican. ¿Acaso es realmente necesario suplicar un demiurgo como el ceñudo Jeremías, que desde los montes vecinos contempla a dios mientras dicta reglas amenazadoras a las tribus de Judea?

  Sea como fuere, me introduzco en plena feria libresca y pregunto a los posibles compradores por sus gustos e intenciones. O por sus últimas lecturas. O por la utilidad de algún libro en concreto. Quién sabe: me puedo enfrentar a un lector decepcionado con don Ramón del Valle Inclán o a un devoto confeso de don Pío Baroja, ese panadero que, en palabras de Caballero Bonald, “se parecía a Lenin, solo que en versión vasca”. Con sorna, a Rubén Darío se le ocurrió decir que las novelas de Baroja tenían mucha miga. La contestación de don Pío fue inmediata: “También Darío es escritor de mucha pluma”. Con miga o con pluma, allá voy.

  La primera persona a la que me acerco es una mujer que conozco, a la que quise, y que el tiempo la ha dotado de una belleza angulosa y un aire distinguido, pero no cede en su gesto desdeñoso hacia mí y me increpa por escribir en este medio. Al momento, se rompe a reír. Me desmarco. Lo intento ahora con una joven que bebe agua aferrándose a la botella, con una mirada despreocupada, sus ojos de esmeralda y su cabello ardiendo en un pelirrojo furioso que enmarca con tirabuzones infinitos un rostro tan frágil que la porcelana parece diamante. Acercarse a ella parece una utopía. Pero me atiende. El que tuvo, ya saben, retuvo. Al menos, las palabras empiezan a fluir. Mientras, un incontable hormiguero humano de aspirantes a lectores, lectores desocupados y paseantes distraídos desfilan por la gran plaza teñida de siervos de dios en riguroso luto.

María Escobar. La del cabello pelirrojo furioso.

  -Soy una admiradora del belga Georges Simenon. A ver si encuentro dos obras suyas que no he leído y que adaptó el cine francés a principios de la década de 1970, ‘Anna Kauffman’ y ‘El tren’. Las acabo de ver y tiene razón el gran Bertrand Tavernier cuando dice en su libro que Pierre Granier-Deferre (el de ‘Los libros que matan’) es uno de los mejores directores galos que ha dado la historia.

Agustín Sánchez Vidal. Ensayista, novelista, catedrático.

  -Aparte de dar un último empujón a mis ‘Viñetas’, donde cuento cómo era la vida agraria, rural, que se está perdiendo y a la que debemos mucho, cuya cultura desdeñamos porque pensamos que es simple o poco moderna, voy a aprovechar esta fiesta libresca para ver si encuentro algo que me sirva en lo que llevo entre manos. Te adelanto que será una novela sobre Orson Welles y su rodaje inacabado del Quijote, que montó finalmente Jesús Franco. El autor de ‘Ciudadano Kane’ trabajó en ese proyecto los últimos treinta años de su vida, rodando por la geografía española, sin más dinero que el poco que podía invertir él mismo. El elemento de fondo será el cambio del país que idealizaron Welles y otros muchos.

Miguel Ángel Tapia. Músico.

  -Si Alejo Carpentier llevaba un músico dentro y Paul Klee era un consumado violinista, Marcel Proust no tocaba instrumento alguno y su formación no permite señalarlo más que como un melómano refinado. Sin embargo, ‘En busca del tiempo perdido’ es, en sí misma, una gigantesca construcción musical para quien conoce la lengua francesa o la ha leído en buenas traducciones como yo, que no sé francés.

Ricardo Almalé. Director general de planificación educativa.

  -Oiga, mireusté, lo que yo lea o deje de leer es problema mío. ¡Lo que faltaba, que tuviera que decirle el libro que me interesa! Lo quiero a cincuenta metros míos. ¡Aire!

Mari Mar Fernández. De UGT.

  -He comprado ‘La insoportable levedad del ser’, de Milan Kundera. Cuando me enteré que este escritor dijo que una persona que tiene la casa llena de libros no puede hacerte ningún daño, he decidido comprar libros. Este será el primero de mi futura biblioteca. También le he echado el ojo a ‘Trucos del ganchillo’. Este será mi segundo volumen.

Fernando Gimeno. Consejero económico.

  -Me he comprado un ejemplar de un tal Antonio Machado. No sabía yo que don Manuel tenía un hermano que también fuera poeta. Es lo bueno de estas ferias, que siempre aprendes algo.

Javier Lambán. Presidente autonómico.

  -Voy a disfrutar con ‘Alguien habló de nosotros’, de Irene Vallejo. Así cojo citas de los sabios de la antigüedad y me servirán para mis discursos políticos, que le dan a uno un aura de intelectual. A ver si por esa vía se apiada de mí mi secretario general, al que recuerdo aquello que escribió Cela en ‘San Camilo’: “Los españoles tenemos que cuidarnos del propio español que llevamos dentro, para que no nos degüelle mientras dormimos”. Ya dijeron los romanos que los españoles, si no tienen enemigo exterior, lo buscan en casa, en la misma tribu. Soy consciente que ayer decía lo de “Susana o muerte”, pero ahora me retracto y digo “Sánchez o muerte”. Que todo sea por el bien de mi partido.

Susana Sumelzo. Diputada.

  -Ahora que he conseguido la proeza de ganar a Lambán en su federación, recomiendo el libro ‘Piedra y cielo’, de Juan Ramón Jiménez: “No la toques ya más / que así es la rosa”.

Eduardo Laborda. Pintor.

  -Leyendo a Gerald Darrell, sobre todo en ‘La familia y otros animales’, lo primero que se lee es la luz. No hace falta que el escritor la nombre. Está continuamente presente y uno tiene que ponerse gafas de sol para transitar entre las páginas. Un cambio de luz, ya sabes, es un cuadro distinto.

José Ángel Alegre. Coordinador teatral.

  -Homero describió a Ulises como un héroe griego. Y lo fue sin adjetivos. Se convirtió en un ídolo por construirse a sí mismo con los ladrillos que echaba su mochila al acabar cada batalla. Fue un modelo por llorar las derrotas con lágrimas y no con furia. Ya no quedan marineros como él. Porque, en el fondo, fue un hombre humilde al que el tiempo le puso la aureola de la divinidad encarnada. ¿Hay algo de heroico en ser fiel a sí mismo? Si alguien tarda más de cinco segundos en responder es porque no tiene los ojos de marea baja ni una barba frondosa que mesarse. Hace falta paciencia para acariciar con ojos y manos los mil pliegues de ‘La odisea’. Y es que se ganó el título de Admirable por mantener su rumbo firme durante los veinte años que navegó lejos de su Ítaca, de Penélope, de la Felicidad.

Guadalupe Hoyas. Maestra.

  -Iba a comprar ‘La España vacía’ pero el otro día me presentaron a Sergio del Molino y, la verdad, por decirlo con Italo Calvino, ciertos escritores vistos en persona pierden mucho.

Alberto Cubero. Concejal de servicios sociales.

  -Leer no tiene que hacerme más feliz, pero seguro que me hace menos tonto.

Cristina Monge. Doctora en sociología.

  -Los ilustrados creían que para acabar con la ignorancia bastaba con aprender a leer y a escribir. Pues no, la gente solo lee y escribe estupideces.

Santiago Lanzuela. Expresidente.

  -Ahora mismo estoy leyendo la etiqueta de una botella de vino que me han regalado en esta feria, pero, si se refiere a libros, estoy terminando ‘La inteligencia femoral’. O emocional. O algo así.

Domingo Buesa. Historiador.

  -Un gafotas medio bobo al que conozco (en realidad, un exalumno del instituto donde daba clases) acaba de robarme un libro. Estoy deseando cruzarme con él, para que me devuelva el libro. Que se prepare. Ladrón, más que ladrón. Pirata. Cleptómano. Socialista.

José Luis Soro. Consejero de vertebración territorial.

  -Jamás he alardeado de ser un gran lector. En realidad, solo puedo presumir de ser el tipo que más veces no ha leído a Joyce.

Saúl Esclarín. Director general de cultura del consistorio.

  -Me pregunto cuánto le debe durar la pasión a un poeta por su soneto, o a un actor porno por una postura, o a un político por su poltrona. Bueno, tal vez en este último caso no hay suficiente tiempo en el universo para contabilizarlo. Mi pasión por el poder es inmarcesible.

Pablo Echenique. Líder podemita.

  -Me acaban de regalar un libro de Confucio. Será porque dijo aquello de que el verdadero caballero es el que solo predica lo que practica. A este filósofo chino, o de donde sea, que le den. Y no canto una jota guarra porque no quiero podemizar.

Mariví Broto. Consejera de servicios sociales.

  -Compro un libro y me entrego a las cadencias de otras mentes, agradecida por César Vallejo: “Y a fuerza de volar en vano, / te holocaustas en ópalos dispersos; / tú eres tal vez mi corazón gitano / que vaga en el azul llorando versos”.

Manu Jiménez. Sumiller.

  -He comprado ‘El último pistolero’, una antología de artículos de Raúl del Pozo. Mientras los de su edad regurgitan premios y duermen a las ovejas, Del Pozo sigue al pie del bloc de notas, entre el bolero de la novela negra y el ruido de la calle, cuchillero de la prosa dinamita. Escribe porque es su oficio. Porque no sabe hacer otra cosa. No escribe ni para que le quieran ni para orinar los jueves en la academia ni para que le den una calle. Aunque él no sabe que en Zaragoza tenemos la calle del Pozo. Y ‘El pozal’, donde se come de maravilla. Comida de bolero.

Felipe Faci. Secretario técnico educativo.

  -De niño leí las obras completas de Lope, así que no puedo evitar las lecturas en verso, mi pasión. Apenas leo prosa, en homenaje a tan larga y regalada infancia. También leo en latín y presumo de hablarlo como un romano. De los gracos.

Bizén Fuster. Diputado de archivos y bibliotecas.

  -A mí me gusta el relato breve. Los cuentistas. Los que crean personajes un poco al margen de la ley. Los que hablan sobre la pobreza y la crisis. Ahí están Jaume Cabré (‘Cuando llega la penumbra’), Javier Sáez de Ibarra (‘Fantasía lumpen’), Sara Mesa (‘Mala selva’), Juan Marsé (‘Colección particular’) o Eloy Tizón (‘Velocidad de los jardines’).

Dani Ascaso. Escalador.

  -Soy un fan de Karmelo Iribarren. En ‘Diario de K’ escribe: “Es maravilloso cuando te despiertas, abres los ojos y dices: ¡Cojonudo, no me he muerto!”.

Miguel Ángel Berna. Bailarín.

  -Yo pensaba que los libros mejoraban a la gente. Luego, cuando estudié danza clásica, me di cuenta de que la literatura me intimidaba y la rechazaba. Hoy dudo de todo, hasta de la jota, pero de lo que estoy seguro es que los libros no sirven para nada, me parecen una concesión, algo formal, elitista.

Carlos Ibáñez. Piragüista.

  -Fernando Aramburu hace con ‘Patria’ un artefacto literario de técnica abrumadora y de realidad hiriente. La experiencia de dos familias que crecieron en la amistad y degeneraron hasta el odio y el dolor. Ambas devastadas por el terrorismo: una del lado abertzale; la otra del de las víctimas. El mundo a golpes de la violencia que todo lo hace saltar por los aires: la familia, la amistad, las lealtades, la esperanza, la vida.

Sebastián Roa. Escritor.

  -Yo soy de novela histórica, pero es un error pensar que lo sustantivo de este subgénero es la historia. Tiene un canon que no me atrae, y me gustaría que la novela histórica en España fuera tratada como la novela negra, donde el contexto es importante, pero lo relevante es la condición humana. A ver si espabilamos.

Perico Fernández. Desde el cielo.

  -Asocio la literatura al boxeo: amaga y golpea, amaga y golpea…

Vicente Jiménez. Arzobispo.

  -Para libros estoy yo. Con el misal ya tengo bastante. Que estoy en otras cosas, caballero. Eso sí, a ver si encuentro algún libro jurídico pues valoro iniciar un procedimiento contra esa exnotaria que me ha denunciado. Mi honor es patrimonio de esta ciudad, y llevaré la causa hasta el mismísimo san Pedro.

Luis Calavia. Navegante.

  -Nada como las aventuras en el mar. Piratas, bucaneros, buscadores de tesoros, viajeros, científicos y marinos de guerra, todos están en la gran saga que componen los nombres ilustres de Defoe, Scott, Stevenson, Verne, Hodgson, Salgari, Hawthorne, Melville, Conrad, Conan Doyle, Steinbeck, Paternain. Todos con deslumbrantes relatos en los que la mar océano se rompe en un caligrama de historias siempre atemperadas por el hecho singular de unos protagonistas errantes de sí mismos.

Sebastián Celaya. Consejero de sanidad.

  -Leer, lo que se dice leer, no leo mucho, pero librillos compro a mogollón.

Carmen Puyó. Periodista del cinema.

  -Lo mío siempre ha sido el catecismo. Desde mi nacimiento yo no hice otra cosa que aprender religión, primero en latín y luego en inglés con guitarra. Más tarde, estando interna en el cole, hice un máster acelerado de devoción. No transcurrían cuatro horas sin que pasáramos por la capilla a echar un Padre Nuestro. Por la mañana tocaban rezos. A mediodía, Santa Misa y, por la tarde, rosario o Exposición al Santísimo.

Hermógenes Carazo. Bodeguero jamonero.

  -Yo, como Rajoy, solo leo el ‘Marca’, sobre todo desde que escribe mi amigo Luis Alegre una columna semanal en ese diario deportivo, siempre defendiendo al Real Zaragoza en su lucha contra los cenizos. ¡Y qué sintaxis, por el amor de dios! Luisito casa a la perfección con la máxima de Baudelaire: “Sé poeta; incluso en la prosa”.

Luis Alegre. Fundador de Podemos.

  -He venido a Zaragoza de visita, a ver a un amigo muy querido, y de paso me paseo por esta feria para impulsar las ventas de mi libro ‘Elogio de la homosexualidad’. Por lo general, reprochamos a los individuos lo que los individuos hacen. Lo que dice el obispo Cañizares se lo reprochamos al obispo Cañizares, ni siquiera a la jerarquía de la iglesia ni mucho menos a todos los católicos. Y prueba de ello es que cuando el papa dice cosas distintas y muestra respeto por los gais, nosotros lo celebramos. Si una persona es gay, quién soy yo para juzgarlo, diría el pontífice.

José Luis Acín. Casa del libro.

  -He comprado unos escritos de Pier Paolo Pasolini, quien se pasó la vida denunciando que el consumismo había logrado algo que el fascismo ni siquiera se atrevió a soñar: construir una sociedad individualista, conformista y despolitizada, o sea, más débil.

Martín Ballonga. Quiosquero.

  -La sencillez, para el jerezano José Manuel Caballero Bonald (‘Examen de ingenios’), es una “treta de los incapaces”. Opina, igualmente, que la gran literatura es obra de grandes heterodoxos, porque la literatura es una invención y el escritor que no inventa se queda a medio camino, se atasca en la anécdota. Algo de esto hay también en el zaragozano José María Conget, pues esa literatura tampoco le interesa para nada. Acaso sea cierto que el “sencillismo” es la excusa de los poco dotados. Digámoslo ya: Conget es un gran escritor. Y ‘Confesión general’, de la editorial Pre-Textos, un magnífico libro. Todos los escritores, en algún momento, piensan que son un fraude, que el talento que creían tener es mera ilusión, probablemente porque, para la mayoría, es cierto. Pero no para este prodigio de paisano apellidado Conget, que lo tiñe todo con una ironía distanciadora, apoyándose para sus argucias en los bares, las salas de cine, los músicos, los literatos (Montaigne, Roth, James, Hesse, Proust, Faulkner, Chéjov, De Beauvoir) o las películas de Ford (‘Escrito bajo el sol’, ‘La taberna del irlandés’), Carné (‘Les enfants du paradis’, ‘Hotel du Nord’) y Truffaut (‘Jules y Jim’). A diferencia del autorretrato, para el cual el artista suele mirarse en un espejo, para el apunte de una autobiografía es conveniente que el autor haga lo contrario, que deje de mirarse en el espejo y vuelva los ojos hacia sí mismo. Lo normal es que el interés de una autobiografía esté íntimamente relacionado con el interés de su autor, pero también con la intensidad, la honradez y la gracia con la que ha sido capaz de mirarse. Conget va más lejos del autorretrato o la autobiografía o lo que sea, porque es un libro magnífico, que habla de los miedos de la infancia y la impostura de la madurez, de los secretos familiares y el misterio de los sueños, del bloqueo literario y el concepto de autoría. O de la muerte, que nunca es autobiográfica en literatura. “Si el ser humano dedica parte de sus desvelos a contemplarse el ombligo, o sea, al narcisismo más descarado, a partir de cierta edad el ombligo se extiende y esa frase hecha se traduce en la preocupación por los delicados procesos de la digestión (por la cantidad, olor, color y frecuencia de la mierda, y de la orina), o por ese ruidito del oído, qué será, y por el peso de las piernas pues las varices”…  Para el zaragozano, los meandros de un pensamiento difícil son tan interesantes o más que las conclusiones, y las sinuosidades elucubrativas exigen un discurso sinuoso que es lo mismo que sutil, ramificado. Acaso toda sencillez sea impostada. Les recomiendo, en fin, ‘Examen de ingenios’ y ‘Confesión general’, aunque solo sea por el cuidado estilístico que profesan. La escritura descuidada y la prosa abaratada las dejo para los entusiastas de Baroja.

Álvaro Sánchez Cosculluela. Comunicador.

  -Al parecer, la asignatura de literatura universal se elimina del bachillerato y deja paso al irremediable desamparo intelectual de los jóvenes. Lo leo con la gracia que me hacen los neoprofetas que se rasgan las vestiduras lamentándose del lodazal moral e intelectual en el que quedarán los jóvenes (amantes todos de la literatura), como si la impartición de dicha asignatura en 2º de bachillerato fuera a cambiar en algo su situación. Seamos serios. Los jóvenes no sienten atractivo por la literatura; el pragmatismo y materialismo de la sociedad se lo impiden y el sistema educativo no hace nada por remediarlo. Si de verdad queremos fomentar la apreciación de la literatura, hemos de cambiar nuestra visión del mundo e implicar a toda la comunidad educativa en vez de llorar amargamente y maldecir al presidente del gobierno. Además, la asignatura de literatura universal no se elimina, sino que deja de ser optativa en 2º de bachillerato y pasa a 1º. Me pregunto, pues, qué tipo de retroceso puede ser este.

Iguacel Elhombre. Comunicadora.

  -Tú le echas mucha literatura a todo, me decía mi madre, como si fuera sal. Sin ella la vida no sabe a nada. La literatura nunca me ha dado dinero, pero toda mi pobreza es rica. En tiempos de odas a la productividad, no hay nada más revolucionario que perder el tiempo haciendo nada, solo leyendo. No hay nada más revolucionario que la literatura. Decía Gloria Fuertes en uno de sus poemas: “Nací para poeta o para muerto, / escogí lo difícil / -supervivo de todos los naufragios-, / y sigo con mis versos, / vivita y coleando”

  Me acerco a otro posible comprador, último que entrevisto en esta feria libresca. Lo conozco. No diré su nombre. Es un político trincón, uno más, que ha tenido problemas con la justicia y puede pasar una buena temporada entre barrotes. La corrupción de los políticos, no nos engañemos, es equiparable a la de los deportistas, los periodistas, los arquitectos, los abogados, los médicos o las gentes de las artes y las letras en general. A veces me pregunto qué cualidades éticas hacen falta para ser escritor. La podredumbre pertenece a todos por igual. Pero el conocido, maldita sea, no ha venido a comprar libro alguno, sino a la basílica del Pilar. A confesarse. A cumplir penitencia por sus prácticas corruptas. Sabe que los curas son benévolos con los pecadores arrepentidos y con las ovejas que vuelven al redil solo por el hecho de volver. Se arrodillará torpemente en el confesionario y contará su historia. Probablemente, el sacerdote le dirá que de penitencia tendrá que calcular el dinero y devolverlo. Su mujer, que le acompaña, no lo tiene nada claro. “De devolver el dinero, ni hablar”, sentencia. Y encadena: “Lo importante es que te pongan de penitencia rezar rosarios. Los rezaremos juntos”. Como sea intransigente el cura, por el amor de dios, al final optará por cambiarlo para no tener que cambiar de mujer.

  El calor y el sudor dan paso a una ligera brisa que parece anunciar tormenta. Pero la lluvia no aparece. Ni se le espera. Los libreros, menos mal, no tendrán que proteger su mercancía con plásticos transparentes. Ni los parroquianos, siempre previsores, desplegar sus paraguas. Tampoco las escobillas de los limpiaparabrisas de los coches se moverán al ritmo de una película de Pierre Granier-Deferre. Los libros que queman. O que matan.

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