El escaparate

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Por Liberata


    A medida que se aproximaba al tramo final de la calle, el pulso del hombre se aceleraba y sus glándulas salivares parecían atrofiarse. “¡Qué manera tan poco delicada de manifestarse las emociones!”, se dijo. Unos metros antes de llegar, ya distinguió la tienda, con su antiguo frontal de madera, oscura en su memoria y en la actualidad pintada en un intenso a la vez que delicado azul, que de inmediato le recordaría el mar, con la perspectiva de su infinito horizonte. Sensación asociada a la que le produjera la contemplación de aquel colorista escaparate adornado por el espumillón navideño, ante el que décadas atrás tantas veces se detuviera durante sus estancias en la capital,  casi siempre en compañía de su abuela.

-Vamos a entrar, Albertito, y te compraré algo. Ya lo has hecho alguna vez y sabes que la dueña es amiga mía.

    Sin embargo, en la ocasión evocada, pese a la admiración que le produjeran  los juguetes expuestos, desde sus seis años recién cumplidos el niño respondería a las tentadoras instancias denegando obstinadamente con el gesto. Posiblemente, porque se sintiera incapaz de expresar con palabras el temor a que el magnetismo ejercido por aquéllos sobre su ánimo desapareciera al ser contemplados de cerca o rozados por sus dedos. Por entonces aún ignoraba que rendir tan precoz y espontáneo tributo a la fantasía no era demasiado frecuente.  Asimismo, que, andando el tiempo todo su ser acabaría siendo atrapado sin remisión por tan sutiles redes.  Y, por supuesto, que el involuntario cultivo de percepción tan intensa acabaría otorgando a ésta  la clave de acceso a su íntima libertad.

   Algo había cambiado, naturalmente. En el escaparate se prodigaban los juegos de actualidad. No obstante, escrutándolo con atención, hallaría un par de piezas, si no tan antiguas como las que recordara, sí lo suficientemente “retro” como para despertar algunas nostalgias. “Supongo que no están a la venta”, se diría. Tal como le sucediera en el recordado instante, su voluntad se debatiría fugazmente entre el ardiente deseo de hacer girar la manilla y penetrar en el recinto en busca de la antigua magia que le asistiera, o de conformarse con la emotiva realidad que le brindaba aquella fría mañana.  Como entonces, algo flaquearía en su interior.  Algo que le haría dar media vuelta y caminar con paso firme hacia el lugar en que dejara aparcado al coche, dispuesto a reemprender la marcha hacia el destino elegido. Se trataba de un antiguo monasterio regentado por los monjes de una orden contemplativa -de reglas un tanto suavizadas al parecer- del que le habían llegado magníficas referencias. Un refugio que se le antojaba sumamente apetecible para pasar los alocados días presididos por un desaforado consumo y, en algunos lugares, con cierta propensión al incontrolado bullicio. Ya al volante, calculó que llegaría en un par de horas. Su ánimo se despediría con cierta tristeza  de la capital en que apenas se detuviera, en la que sólo le quedaba algún pariente lejano, y, por otra parte, ninguna huella material de sus ocasionales visitas a la misma, una vez desaparecida la finca en que su padre creciera.

    Repentinamente, su estómago acusó aquella especie de pellizco provocado por una intensa sensación de añoranza, precursora de un fugaz recorrido vivencial.  Por su vida habían pasado la rebeldía juvenil, la posterior y más productiva, el amor, el desamor, el éxito, el relativo fracaso, el dolor de las pérdidas filiales,  la superación de todo ello, los periodos de creación en estado puro…, hasta llegar a la estabilización. “Éste es un magnífico y dilatado momento, digno de procurar  ser mantenido”, se diría con acendrada convicción.

   Habría  cierta  afluencia  de tráfico  hacia  las  pistas  nevadas. Sin embargo, en breve la ruta a seguir se desviaría de la autovía para tomar otra comarcal que le conduciría a un altiplano, en el cual, al parecer, la nieve aún no había cuajado. Ya de lejos, adivinó, antes de divisarla del todo, la silueta del macizo edificio neoclásico situado en plena naturaleza -dotado de un sobrio frontispicio que invitaba a ser contemplado de cerca- que flanquearan hileras de un vetusto arbolado de hoja perenne. Mientras se aproximaba, advertiría que el muro  de media  altura  rematado  por  la  cuidada  verja  que debía  rodear la  monástica  finca abarcaba un perímetro considerable.

    “¡Caramba con los monjes!”, pensaría el nuevo huésped, que llegaría, tal como había previsto, casi a la hora del almuerzo. Tras ser discreta y amablemente recibido por el hermano encargado de hacerlo, tomaría posesión de una cómoda alcoba con visos de celda, que le recordaría pasadas vivencias al límite: estancias en lugares lejanos, cuando a menudo la  presión de las circunstancias trasportara su ánimo desde el vértigo a la catarsis, y viceversa. Le agradó hallarse instalado en la primera planta. Abrió una hoja del ventanal y aspiró casi voluptuosamente aquellas esencias que tanto le identificaban con la tierra, quizá a través de un implícito credo panteísta del que no era preciso declararse profeso para identificarse con sus manifestaciones. 

   Poco más tarde, tras haber saboreado los deliciosos alimentos -a fuer de sencillos, naturales y agradablemente presentados- husmeando en la surtida biblioteca que los religiosos ponían a disposición de sus huéspedes, se le acercó el que sin duda habría de ser el más anciano y enjuto de aquéllos y, mirándole fijamente a través de sus antiguos lentes,  inquirió:

-Creo que es usted nuevo en la hospedería; ¿es así?

-Pues, sí, lo soy. Recién llegado.

-Es que a veces la vista me juega malas pasadas. Parece gozar  de buena salud, tanto  física como mental. ¿Le molesta si le pregunto qué es lo que le ha traído hasta aquí en esta época del año? 

                -El caso es que… las celebraciones de estas fechas me perturban demasiado. Y creo que éste puede ser el refugio ideal para eludir el contacto con los elementos perturbadores.

-Nos vamos entendiendo. ¿Es usted creyente?

-Con todos los respetos, no. ¿Debo llamarle hermano, tal vez, padre?

-Seré padre emérito, digamos, hasta que Dios disponga, condición de la que a menudo me aprovecho.  La orden ya  me perdona casi todas las flaquezas manifestadas a lo largo de la monacal convivencia. Por cierto, ¿no sabrá usted jugar al ajedrez? Ésa es una de ellas.

-Algo. Tal vez ahora mismo me falte capacidad de concentración, pero, si usted me reta, trataré de comportarme como un digno rival.

-¡Bravo! Hacía tiempo que no lograba que alguien me regalara una pequeña porción del mismo para derrocharlo en este menester. Dirijámonos hacia allí, donde se halla la sala de juegos.

“¡Qué inopinado regalo del destino! Porque este padre emérito de mirada todavía escrutadora debe ser un pozo de sabiduría…”

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