Miguel Ángel Longás: El árbol del corazón (r)

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Por Jesús Soria Caro

    El árbol del corazón de Miguel Ángel Longás ofrece como metáfora recurrente de la voz del poeta (de su mirada introspectiva sobre su vida) la imagen del árbol. Lo arbóreo es una isotopía que recorre simbólicamente gran parte del poemario.

    Esta le sirve al autor para jugar con todos los conceptos que asociamos a dicho vegetal, destacan principalmente: la soledad, el bosque del que debe formar parte, la leña que alimenta el fuego (símbolo que conecta con la imaginería de Petrarca en la que el fuego es la metáfora del amor: siendo ambos generadores de vida y de destrucción), las raíces en la que se asienta (trasunto simbólico del arraigo del yo a un grupo social o familiar) y el vendaval que azota sus ramas (representando estas las experiencias sometidas al sinsabor de los momentos complicados de la existencia destacando los referidos al amor).

    Esa voz hace suyas en diálogo intertextual la de otros poetas anteriores a los que cita al inicio de cada poema y de cuyos versos posteriormente parte para continuar una labor creadora, taladora de palabras que no dicen nada, buscando la luz de una expresión diferente que logre comunicar más allá del bosque de las ideas, palabras, conceptos y discursos compartidos, gastados en una significación homogeneizadora siendo cada voz humana una diferencia de sentir y de vivir lo que se define y unifica desde lo común del lenguaje y del pensamiento. Todo esto sucede, como en muchos otros casos, en el poema “Nómada azotado por malos vientos reinantes”, en él se cita el verso de Baudelaire: “He alcanzado el otoño total del pensamiento”. Posteriormente el poeta comienza su texto así: “He alcanzado el otoño total del pensamiento/con la melancolía de haber visto caer/del árbol familiar algunas de sus hojas/sometidas al frío vendaval de la vida” (Longás, 2014: 18). Recupera de Baudelaire, manteniendo la ya mencionada idea del yo metaforizado como un árbol, el símbolo del otoño total como la idea de un invierno interior que hace que el paisaje subjetivo esté dominado por un eterno avanzar hacia el invierno, hacia la falta absoluta de esperanza. El yo es un árbol y su entorno es un otoño total, un avanzar eterno hacia la nada de la falta de luz vital. Unos versos más abajo se desvela el porqué de ese enfermar de lo lumínico dentro de un otoño del que no se puede salir, ya que en ese clima moral el yo poemático podría ser retratado como una cárcel mental para su propia voluntad, está atrapado en esa llegada “eterna” del frío de las negaciones, dentro del abandono de sí mismo en el que se encuentra para siempre encerrada la voz poética.

He alcanzado el otoño total del pensamiento

tras haber comprendido que el amor nunca surge

avivando la llama de amores fracasados

una vez reducidos a ceniza sin más.

He alcanzado el otoño total del pensamiento

tras haber encontrado mi lugar en un mundo

donde soy residente que opone resistencia

de nómada azotado por los vientos reinantes (Longás, 2014: 18).

 

   El poeta se sabe rama arrancada e incinerada del árbol de sí mismo, de su integridad, lo que surge al quemar su yo en el fuego del amor, siendo en este caso una hoguera de autodestrucción, la que nace de la pasión frustrada, así la imagen petrarquista del fuego del amor está presente en el verso: “el amor nunca surge/avivando la llama de amores fracasados” (Longás, 2014: 18).

 

   En el siguiente poema “Abrazo al débil tronco de la vida” de nuevo se recurre a una cita intertextual, en este caso de Manuel Pinillos, como precedente del poema: “Débil tronco querido”, de esta parte para componer un nuevo texto:

Un débil tronco querido es la vida

que como encina se ha elevado al cielo

para alcanzarlo con sus ramas antes

de ser podado por un tiempo atroz.

Un débil tronco querido es la vida

de árbol que leña no ha acabado siendo

pero sí savia para alzar un bosque

de arborescente forma en fértil yermo. (Longás, 2014: 19).

 

    La vida es retratada como un árbol, pero quien la poda es el tiempo atroz, así este, que es como la consumación del destino, es quien actúa de podador, de mutilador. El tiempo que es un concepto abstracto aparece personificado ya que se le atribuyen cualidades humanas que no son inherentes a una idea que carece de vida.

   Destaca el poema “Voces que recorren mi alma” en el que el yo poético, que aparece en todo el poemario mirando lo real desde una voz arbórea, lo podemos entender como una conciencia-bosque, ya que su subjetividad es la de muchas voces de sí mismo que confluyen en la unidad destructora de su ser:

Todas las voces que recorren mi alma

son alarido en la conciencia de alguien

que en la penumbra se convierte en ser

de lejanías situado al margen. (Longás, 2014: 23).

     Todas estas otras voces convergen en un ser de lejanías, que es un extranjero de la realidad, un disidente de su yo, un habitante del margen del amor, del deseo, un renegado desde la lejanía de los deseos en un tiempo de negación.

    Más allá de la cita que alude a unos versos de Jean Arthur Rimbaud, el poema “Ángel que en manos de un barbero se halla” posee reminiscencias angélicas de William Blake, está cercano al poemario The marriage of heaven and hell. Ese barbero es en realidad la mujer hermosa destructora, un ángel negro, maligno, que une el bien y el mal, que hace del bien parte del mal, que no quiere diferenciar entre ambos. Es la seducción donjuanesca y casi satánica de la belleza del mal, pero siendo en este caso –de forma contrapuesta a la tradición teatral– la seductora la mujer y la víctima el hombre. Ese barbero es un símbolo de la mujer amada que ha cortado con su navaja de oscuridades conductuales las alas, el alma y la fuerza vital del enamorado, árbol ya talado que ha perdido el sentido vital:

Ángel en manos de un barbero soy

al que le acaban por cortar sus alas

para que así sobrevolar no pueda

la jungla en llamas de una vida extrema.  (Longás, 2014: 31).

    Los últimos poemas intensificarán este proceso de destrucción amorosa, así la voz del sujeto lírico anunciará: “El amor es un campo de fuerzas positivo/que equilibrista exige ser en la cuerda floja/para evitar caer en un vacío del alma/que los amantes deben llenar sin desbordarse” (Longás, 2014: 32). Esta misma visión aparece en el poema: “La fantasía de un amor feliz” en el que se anuncia: “Amor feliz no puede haber sido si claro/dominio ejerce proyectado en sombra/un ser extraño que en pareja oculta/ su vampirismo emocional sin límite. (Longás, 2014: 33). Pero más allá de esta mirada autodestructiva debido al amor, hay una coda o cierre final que supone el deseo de una música que debe regir toda sinfonía de la interioridad del yo, es la de la mirada hacia la belleza de la naturaleza como salvación de todo holocausto de las pasiones:

Audaz instrumentista quiero ser en el marco

de la futura orquesta de un mundo atravesado

por la belleza simple de todo lo creado

con la naturaleza como telón de fondo.

Audaz instrumentista quiero ser en el marco

de una vida que acaba por desenmarcar lienzos

que retratan con música la historia para todos

pintada con colores de paleta sinfónica.

Audaz instrumentista quiero ser en el marco

de la futura orquesta de un mundo edificado

sobre los musicales cimientos de una vida

arbolada que debe asombrar con su sombra. (Longás, 2014: 44)

 

    Después de tratar mucho a este poeta, que hace de su poesía una rama doliente que procede de la savia trágica de su vida, me quedo con este anuncio final, casi orquestal, que proclama que el yo debe encontrar una sinfonía otra de su voz subjetiva que sepa ser parte de la belleza del no-ser, que no sea ya el observador, sino que se disuelva en esa belleza natural a la que contempla, esa que está libre de las pasiones, del ego, de las dominaciones e invasiones de una subjetividad sobre otra, de un yo parásito que puede destruirnos cuando solo buscábamos en ese ser el calor, el de un fuego en el que ardieran las ramas de dos cuerpos y sus almas deseosas de incendio.

LONGÁS, Miguel Ángel (2014): El árbol del corazón, Lastura, Ocaña

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