Ismael Grasa o la liberación de un ‘boy scout’

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Por Carlos Calvo 

    Hay muchas cosas que podemos aprender de las pérdidas, cosas que están más allá de aquello que establece la compañía, la amistad, el amor. La ilusión indeterminada a la que se refiere Ismael Grasa (Huesca, 1968) es un punto de inflexión en su carrera de escritor.

   Porque cambia de perspectiva. Porque se libera. Quizá por ello sea tan importante para él hablar del legado, que implica, en cierto modo, mantener viva la memoria de quienes nos precedieron para explicar su influencia sobre nosotros, de la misma forma que nosotros, para bien o para mal, influiremos en otros. La muerte no siempre es capaz de detener la vida. Y la memoria juega sus cartas para que nada parezca tan horrible como es. La vida es un viaje a la semilla, un viaje sin fin y sin sosiego.

    Porque, en el fondo, ‘Una ilusión’ (Xordica, 2016) no es sino la historia de los encuentros que surgen de las pérdidas, unos encuentros que obligan al protagonista, el propio Ismael Grasa, a reorientar su propia existencia. El caudal de sentimientos que atesora en primera persona es abordado por el escritor sin grandes aspavientos, con naturalidad, rehuyendo, en todo momento, el cliché melodramático. A Grasa no le gusta exacerbar las emociones ni apostar por el sentimentalismo. Ni, mucho menos, por el folletín. O por la literatura del dolor mal entendida. Es algo que le incomoda. Y apela, esto es, a la propia memoria a la hora de construir su relato, la crónica de la búsqueda de una voz y de un lugar desde el que celebrar el mundo.

    Un relato autobiográfico que narra sus años vitales en que conduce su búsqueda interior. Una búsqueda, en efecto, de heridas interiores, de miedos, de reflejos de autocontrol que acaso le impiden soltarse generosamente en el baile, en el gozo, en la candidez, en la confianza, en el abandono. Con una prosa clara, que no se detiene en lo meramente descriptivo y narrativo, Ismael Grasa despliega, mediante un lenguaje en permanente movimiento, capaz de captar los vaivenes de la existencia misma, un libro de hondura desconcertante. Una meditación sobre la vida de un hombre que es, como en el poema de Borges, todos los hombres, y en cuyo trazado autobiográfico puede verse reflejado el camino de incertidumbre por el que transita, todavía, la humanidad.

    ‘Una ilusión’ repasa las cicatrices de un joven que desea emanciparse de aquello que se escapa de su control, como un apóstata cualquiera, a la vez que dispara contra sí mismo y con un afán revelador en algunas cuestiones de fe, culpa y deseo. Un libro para aceptar el paso a la madurez. Para perdonar –que no olvidar- el pasado, mirar al futuro y poder emanciparse. Y nuestro protagonista recuerda los actos de su niñez, de su adolescencia, de su juventud, su vínculo con una espiritualidad (o una mística) ajena y sus dificultades para seguir creciendo. El libro, en esencia, es la búsqueda de un camino que el autor, al fin, lo halla. O, al menos, lo intenta. Es, por así decirlo, la liberación de un ‘boy scout’ cualquiera.

    Todo el mundo tiene una historia que contar. Todo el mundo esconde algo. Las cosas se heredan incluso cuando ya no están. Grasa habla del destino de la culpa y, al mismo tiempo, del vacío que dejan las personas que amamos cuando no las volvemos a ver. Del dolor del abandono y de las ganas de reconstruir el pasado. Precisamente son las ganas de reconstruir el pasado las que mueven a Grasa a echar una mirada atrás sobre su vida y sobre el hecho de escribir. Es el cronista de sus propios hechos, con nostalgias o sin ellas, y uno pasa por sus enseñanzas sin marcas y sin huellas.

    Nos hacemos viejos y vivimos acosados por recuerdos y nostalgias. Advertía Cortázar que cuando uno regresa a la memoria es porque le falla la imaginación. Pero no es del todo cierto. Volver atrás es un ejercicio diabólico, pero es el único viaje verdadero, con todas sus mitologías interiores que levanta un viaje. Hay objetos dotados del poder absoluto de empujarte años atrás con solo mirarlos, como si contuvieran un morse que pide ser activado. Es el único aldeanismo arterial que uno se permite: revisar alguna vez la propia biografía, descompuesta ya en facetas, traicionada tantas veces, alumbrada felizmente por las voces de los otros, incólume y extraña como una casa cerrada con las llaves por dentro.

    Silvio Rodríguez, en un sencillo verso de su canción ‘Mujer sin sombrero’, afirmaba que “hay que salvar esos recuerdos para salvarte a ti”. Hay versos y canciones que se retienen para dar sentido a un momento, a un recuerdo o a una pequeña idea de las que pasan por la cabeza sin apenas hacer ruido o revolver el pensamiento, fijo y coherente, que organiza las sensaciones de nuestra memoria. Es el valor de los instantes que se han ido perdiendo por no salvar su recuerdo. Es, igualmente, el valor de los instantes en los vacíos voluntarios que se han quedado en nosotros porque olvidamos salvar la memoria de algún dolor que no pudimos evitar o de esas felicidades que siempre nos parecen culpables.

    Grasa se salva solo a medias. Tal vez por las conversaciones inacabadas que se despidieron sin ser salvadas, sin decir las palabras que deseaba. Hay mujeres y hombres que salvan sus recuerdos para poder vivir y a los que nadie quiere salvar o recordar. ¿Quién era realmente ese chico abducido por el Opus Dei? Lo sabremos a su debido tiempo, aunque su personalidad ya estaba allí, escondida. Y en su carpintería minuciosa, de ajustes y ensamblajes precisos, nunca arbitrarios, el autor va desmenuzando, también con la decepción y la frustración latentes, su despertar a la vida. Desde su entrada adolescente en una secta religiosa hasta su paso por la universidad o los pisos compartidos donde ha vivido. Todo ello a través de las ciudades que le marcan y le forman como individuo: su Huesca natal, el Madrid del descubrimiento, Xi’an como aprendizaje exótico y decisivo o la propia Zaragoza, lugar en el que establece su campamento junto a su compañera.

    En Huesca, de la que huye ante una vida previsible, estrecha y convencional, las películas (‘El imperio contraataca’, ‘El planeta de los simios’, ‘Los duelistas’, ‘Le llamaban Trinidad’) son uno de sus recuerdos más vivos, con el olor dulzón que emana del ambigú de la sala, el griterío de la chiquillería a la entrada o la inocencia del clamor que da lugar algunas escenas épicas. Se pregunta Grasa si su inclinación temprana hacia el desprecio de los hábitos burgueses y los placeres pequeños de la vida tienen que ver con la educación y cierta tradición española. Y lo dice el mismo que ve un defecto de su carácter al intentar regresar antes a sensaciones pasadas que buscar nuevas. Por eso, tal vez, cree que no siempre se repara en que escribir tiene una relación directa con el hecho de haber visto escribir. En el fondo, Grasa envidia a los escritores que nacen de pie, porque lo mejor de su literatura, eso que los hace reconocibles, ya está en sus primeros textos.

    En Xi’an, la ciudad china polvorienta, donde todo pasa a tener el color de la tierra, sus clases de español le sirven para conocer otra cultura, la oriental, con los problemas, claro, de comunicación. Allí se enreda en el romance con una moscovita treintañera que siempre sale a la calle con un pañuelo en la cabeza, al estilo ruso. O con esa comunidad de rusos residentes en la ciudad china (“Mi año en China fue más bien mi año en Rusia”), un tiempo en que aprende, maldita sea, más palabras del ruso que del mandarín. Y a los rusos expresa sus conocimientos de Tarkowski y los rusos, menos cinematográficos a pesar de Eisenstein, hacen referencias a Calderón y a Cervantes y a Gracián y a Goya y a Lorca y a Buñuel, ateo gracias a dios. En Xi’an, cuando empieza a hacer frío, Grasa pasa cada vez más tiempo en las casas de los rusos, con sus alfombras, sus alcoholes, sus montañas de libros, su fondo de televisión rusa.

    Madrid es la capital en la que íntimamente desea antes esconderse que mostrarse. Antes que Xi’an. Ismael Grasa –de él hablamos- nos habla de sus sucesivos pisos (en Lavapiés, en Vallecas, en Embajadores, en Moncloa) y de sus relaciones con escritores como Juan Gracia Armendáriz, Ilia Galán, Ignacio García-Valiño, Lucía Etxebarria o José Ángel García ‘Chimi’, de quien manifiesta que le inicia en el periodismo. Y, por fin, Zaragoza, la ciudad inmortal donde escribe esta indeterminada ilusión, en esa casa de protección oficial, cerca del río Ebro. Y siempre bajo la persistente vigilancia del Félix Romeo que pinta uno de los tres mejores pensadores (vivos) de Villamayor. Pintor, pinta y calla.

    En todas estas situaciones, en todos estos lugares, aprende a vivir. La vida no es más que una sucesión de tropiezos con la misma piedra. Lo mejor, parece decir Grasa, es no perder la inocencia en este mundo caótico y descabellado en que vivimos, aunque tenga la contrapartida de sufrir cualquier batacazo de decepción. Pero, al menos, es una ilusión por la que vivir, por la que pelear y levantarse cada día. Lo que nos puede motivar e ilusionar es lo verdaderamente positivo; el ver, en fin, qué se puede aportar. Grasa trata de ser optimista cuando mira la realidad, pero hay un montón de cosas de la condición humana que no le gustan y trata de contarlas en su pasión silenciosa y obsesiva por escribir y pensar en la escritura. El hecho, sí, de escribir. Como un clima. Como un tipo de conversación. Porque la labor del escritor es una tarea más complicada de lo que parece. O eso cree Grasa.

    En el mundo de las palabras se intenta siempre devolverles su sentido. Grasa ha llegado a un punto de su vida en que la razón para la vida no es precisamente la felicidad. Sabe que hay una motivación, un deseo por su parte de ser feliz. Una ilusión. Sabe que es una contradicción porque sabe que lo más profundo es buscar un sentido, un algo perdido, una búsqueda de una verdad escondida. Para ello, bucea en la diferencia existente entre el proselitismo y la verdadera amistad. Y remite esa sicología a su prosa, su honda y fluida escritura, un lugar donde los valores más importantes de la vida se presentan en un tono mayor, pero sin estridencias, como a media voz.

    Aunque distintos, el libro de Ismael Grasa se complementa, en cierto modo, con el de Aloma Rodríguez ‘Los idiotas prefieren la montaña’, publicado por la misma editorial y, prácticamente, en las mismas fechas. Si Grasa deja a Félix Romeo en la estación de trenes zaragozana y ya nunca vuelve a verlo con vida, a la escritora se le muere en su propia casa madrileña. Al fin y al cabo, la muerte siempre se sitúa mucho más allá del lenguaje. En ‘Una ilusión’ los fantasmas de quienes ya no están –o de lo que ya no está- sobrevuelan todas las páginas del texto. La muerte le interesa al autor por el modo, sobre todo, en que afecta a los vivos.

    Cuando Javier Tomeo o Félix Romeo desaparecen, en todos sus significados, siente un gran vacío. Y ese vacío lo llena haciéndose mejor escritor, comprendiendo mucho mejor su propio trabajo al detectar aspectos de su sensibilidad que acaso desconocía. Si de Javier Tomeo –una especie de segundo padre para Grasa- aprende el poder alegórico y esencial de la narración, Félix Romeo le da la mente y el corazón. Ambos (que en gloria estén) permanecen viviendo en la mente y el corazón del autor de ‘Una ilusión’, como los relojes de pulsera de los soldados muertos.

    Las muertes de Félix Romeo y Javier Tomeo –dos escritores, por otra parte, a los que no les tengo especial estima- sirven a Ismael Grasa para hilar el recorrido por unas memorias que empiezan en la capital altoaragonesa y acaban como en los versos de un soneto del cubano Reinaldo Arenas, poco antes de suicidarse: “Todo lo que pudo ser, aunque haya sido / jamás ha sido como fue soñado. / El dios de la miseria se ha encargado / de darle a la realidad otro sentido”. En cierto modo, el sentido de la realidad de Ismael Grasa cambia no tanto por la muerte de Javier Tomeo, predecible por la edad, como por la inesperada, impredecible, de Félix Romeo, todo un mazazo. Y aunque el autor de ‘Amarillo’ no era precisamente santo de mi devoción (ahí está lo que Goethe dijo de Byron: “Cuando canta es un hombre, cuando reflexiona es un niño”), Grasa le recuerda y le echa de menos. En su derecho está.

    Si todas las muertes próximas -y ‘naturales’- nos dejan desconcertados, asustados, huérfanos, la muerte temprana, prematura, es una herida tan seca que no da oxígeno para la comprensión ni, probablemente, la aceptación. Tiene la muerte una capacidad que no tiene la vida: te ordena las prioridades como nadie y separa lo banal de lo importante sin tener que esforzarse en convencerte. Le basta con despertarse pronto y colocarte delante del espejo para que todas tus cuentas se vayan por el desagüe del lavabo. Cuando la muerte se levanta temprano, aprovechas el día para vaciar tus cajones. Y todo lo que ayer te resultaba imprescindible se vuelve, de pronto, tan inútil, tan vano, que te preguntas quién demonios ha ordenado tu escala de valores. El espejo te señala con el dedo y agachas la cabeza para no verte reflejado en el cristal.

    La prosa de Ismael Grasa, siempre de la mano del editor Chusé Raúl Usón, parece coger carrera –ya lo demostró en su anterior ‘El jardín’ (2014)-, se suelta, ha ido ganando poso con el tiempo, acaso ya sin el aliento en el cogote del amigo muerto al que parece rendir pleitesía. O temor. ‘Una ilusión’ es una obra mayor, de gran calado, que poco tiene que ver con las fallidas novelas ‘Días en China’ (1996), ‘La tercera guerra mundial’ (2002) y ‘Brindis’ (2008). O con el libro de viajes ‘Sicilia’ (2000). O con el ensayo ‘La flecha en el aire’ (2011). O con esos volúmenes de relatos (y poemas) ‘Nueva California’ (2003) y ‘Trescientos días al sol’ (2007).

    Ahora, en estas memorias sustanciosas, desconcertantes, a la manera de episodios autobiográficos, habla de la ciudad que le ve nacer, del espacio sideral que le permite evadirse de la luz de la realidad, de la escala corriente de las cosas sin apenas interés y de ese microscopio al que más tiempo dedica. O de los colegios (San Viator viejo, San Viator nuevo, Salesianos) y sus recreos con los juegos y los cromos, y ese olor a polvo húmedo del serrín. Y luego las casas y los balnearios y los hospitales. Y los días familiares de Blecua, el pueblo de su madre.

    Huir. Detenerse. Amar. Siempre la escritura. La suya y la de los demás: Verne, Cela, Miller, Becket, Umbral… ¡Ah, Umbral, que le marca como lector y como escritor! Una escritura en lo que importa es antes la página que el libro, aunque ya no lee al autor de ‘Mortal y rosa’, porque hoy se inclina más hacia el clasicismo que hacia el dandismo en prosa. Y la amistad, con esa reflexión acerca de la lealtad en contraposición con la libertad. Y, por supuesto, la fatalidad, como fin y principio –o principio y fin- de cualquier ser humano.

    No hay mayor ejercicio retórico que explicar la fatalidad, pero su impacto emocional te recuerda, como dijo John Lennon, que la vida es aquello que te va sucediendo mientras te empeñas en hacer otros planes. La lección de la muerte que llega sin avisar es como una cuchilla de afeitar. Dura solo unos días. A medida que va pasando el tiempo, el filo se va desgastando hasta que deja de cortar. Entretanto, vuelves a llenar tus cajones de falsas prioridades, configurando una escala de valores en la que lo intrascendente va trepando, poco a poco, hasta la cima de lo nimio. Lo que ocurre es que la vida es más fuerte que la muerte, aunque tenga que esforzarse en convencerte de lo hermoso que resulta seguir haciendo planes.

    Grasa lo sabe y no hace ascos a los planes. Los busca. Sin planes estamos perdidos. A veces, el tesoro es el propio mapa. También sabe que de la muerte nada puede ser dicho, que la muerte está más allá de la palabra. Y, sin embargo, ella es lo único que de veras nos concierne. Vivir es vivir en ese acoso. Un inmenso moralista griego acotó la paradoja: “Mientras estamos vivos la muerte no existe y cuando está presente ella nosotros no existimos”. Pero Epicuro sabía muy bien que estaba hablando de la muerte propia. Del encuentro imposible. De la razón inexpresable. Y la que nos golpea es la muerte del otro, la de aquellos a los que hemos querido, la que es, sin comparación, más amarga y menos razonable que la nuestra. “La razón abra”, decía Góngora, “lo que el mármol cierra”.

    Con Félix Romeo comprende Grasa el paso que da en su renuncia a la propaganda ideológica y la posibilidad de que cada individuo pueda buscar la verdad y la felicidad por sí mismo, anteponiendo la conversación con los demás al adoctrinamiento. La muerte de Romeo, sea como fuere, se antoja como un peso del que, al final –y al fin-, se desprende Grasa, del mismo modo que su pasado opusdeita vuela por una apuesta menos encorsetada de fondo y forma. Una suerte de liberación. Una ilusión. La generación de nuestros padres luchaba con sus limitaciones y las superó. Nosotros luchamos con nuestros deseos y, muchas veces, no lo conseguimos. Esto de tener muchos padres, a veces, es una losa muy gorda, como tener una vaca en brazos. Fuera losas. Fuera vacas, aunque sean sagradas. Fuera pesos innecesarios, aunque sean pesados. En esto también se asemeja este libro de Ismael Grasa al de Aloma Rodríguez, y además de marcar perfil autobiográfico sigue haciendo bandera del humor finísimo para desentrañar los tejemanejes de una ciudad cualquiera.

    Me gusta la prosa memorialística de Ismael Grasa. Me gustó mucho su particular y anterior ‘jardín’. Y me ha gustado esta autobiografía de una sinceridad silenciosa. Sabemos que los fantasmas son imposibles de aniquilar porque habitan en nosotros y hasta que no los saquemos de nuestras casas no desaparecerán. Para acabar con ellos, qué duda cabe, hay que recuperar la conciencia y la inconsciencia. El autor sabe que ninguna secta es buena, ni política, ni social, ni cultural, ni del tipo que sea. Hay que ir por libre, ser independiente en la forma que se sepa y se pueda. Que no nos infecten. Grasa se despoja de cualquier prejuicio y comienza, a partir de ahora, su verdadera carrera de escritor.

    Muerte, pues, a las cargas innecesarias. Larga vida a la buena literatura. Porque una ilusión, como en el mejor de los desenlaces, “es seguir el camino, con sus subidas y bajadas”. Y, no lo olvidemos, “antes de que anochezca”.

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