Aloma Rodríguez fabrica sus recuerdos perfectos en ‘Los idiotas prefieren la montaña’

161AlomaP
Por Carlos Calvo 

    Hay una frase de Fernando Pessoa en ‘El libro del desasosiego’ que me gusta mucho, que me intriga: “Debemos reconocer la realidad como una forma de ilusión y la ilusión como una forma de realidad. Ambas cosas son igualmente necesarias e inútiles”.

    La muerte de una persona próxima nos puede sumir en la desolación y en un estado de desorientación total. También en la reconciliación con nuestras limitaciones. No hay una relación causal entre lo que percibimos y cómo lo asimilamos, entre lo que nos pasa y la reacción de nuestro cerebro. Aloma Rodríguez (Zaragoza, 1987) quiso escribirle a su amigo prematuramente muerto un volumen sobre su vida y su obra. No lo hizo. Acaso por pereza. Acaso por poner en orden su cabeza. Ocho años después del deceso publica ‘Los idiotas prefieren la montaña’ (Xordica, 2016), apenas más de cien páginas que son más un desahogo que un libro propiamente dicho.

Fotografías: Vicente Almazán

    Esta carta al amigo muerto se inscribe de lleno en lo que yo llamo literatura del dolor, como hiciera Félix Romeo Pescador a la muerte de su amigo, Franz Kafka a la muerte de su padre o Francisco Umbral (y, más adelante, Sergio del Molino) a la muerte de su hijo. ‘Los idiotas prefieren la montaña’ es, en efecto, un estudio sobre el dolor, porque no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Una experiencia universal en la que aprendemos las idas y las venidas de la vida. En este caso, el fallecimiento a los treinta y nueve años de Sergio Algora, uno de los pioneros de la música independiente española (Índice de Cuba, El Niño Gusano, Muy Poca Gente, La Costa Brava) y un artista polifacético que siempre estaba rodeado de su gente.

    En este tipo de literatura conviene evitar el sensacionalismo que convierte el dolor en un mérito. Un libro debe aportar esfuerzo más que dolor, prepara al lector para la vida diaria. No se puede salir de casa sin saber que la vida es dura: naces blando como un bebé y mueres duro como una piedra. Félix Romeo, sin ir más lejos, no supo diferenciar entre hacer terapia de grupo y escribir un libro. Sergio del Molino también lo trabaja, lo piensa, lo digiere. Pero que si quieres arroz, Catalina. La obra maestra de esta literatura del dolor la fabricó el gran Umbral en ‘Mortal y rosa’. Y Aloma Rodríguez, sin llegar a la hondura del maestro –y a la hondura del muerto-, fabrica sus recuerdos perfectos.

    Esta literatura del olvido que seremos, de los libros enterrados y las desgracias impeorables, también tiene su importancia en las figuras de las madres, las parejas o las abuelas. Nombres de la categoría de Albert Cohen, Simone de Beauvoir, Peter Handke, Paul Auster, Richard Ford, Ramón Sender Barayón, Juan Cruz Ruiz, Roland Barthse, David Rieff, Marcos Giralt, Francisco Goldman, Joyce Carl Oates, Julian Herbert, Rosa Montero, Piedad Bonnet, Mauro Libertella, Rafael Gumucio o Milena Busquets, por no extenderme más, han mostrado, con mejor o peor cara, unas muertes muy dulces como invenciones de la soledad. O como ceremonia del adiós. O como pensamientos mágicos en noches azuladas. O como mares de duelo y tiempos de vida. O, simplemente, como canciones de tumba.

    Somos hijos de las ideas, del afecto de nuestros antepasados, de épocas más o menos luminosas, más o menos lúgubres. Somos la esencia de los días, la cuerda de una existencia interminable que se asocia con cordones, hilos y se enhebra a golpes. ¿Cómo narrar el pasado sin caer en idealizaciones del tiempo ido? Al fin y al cabo, Aloma Rodríguez habla de un tiempo que desaparece y busca una explicación a las cosas de la vida, como si su prosa, en su veracidad, pudiera alumbrar el hilo de una historia en sus ojos, allá donde termina toda evocación y empieza a despertar la vida. Es la descomposición de la memoria personal. Es una mitografía musical y literaria. Es, también y sobre todo, un ajuste de cuentas consigo misma. Y con su entorno. Para lo bueno y para lo malo. Sin moralismos. Sin falsas apariencias. Entre la elegía sentida y la ironía indulgente.

    Lo que en un principio parece un sencillo ejercicio de reconstrucción, de homenaje, de despedida, se va comprimiendo en una mirada a una sociedad que se va desmoronando, pero que mantiene su pulso vital y se van dibujando circunstancias laborales, esperanzas que se fueron difuminando. Narrado en tiempo real, cuerpo a cuerpo, a través de la memoria activa, el libro se muestra como una eficaz reseña de aquellos años en donde quedaban intactas todas las ilusiones y que hoy, apenas un decenio transcurrido, quedan brasas de aquellos volcanes emocionales y económicos. El planteamiento narrativo adquiere valor conforme avanza el relato. Lo que parece costumbrismo y naturalismo se va transformando en simbólico. Lo que es una linealidad a un caso pequeño se convierte en ejemplar, en metafórico, en confesión amarga de una vida vivida en el borde de lo inevitable. Lo que es un diario al uso se transforma en puntuales reflexiones que van de un sitio a otro, al modo de los flashbacks cinematográficos, que invocan el espíritu del protagonista. Y el protagonismo de Aloma Rodríguez, conforme avanza la historia, queda difuminado en beneficio de lo que el amigo que no responde fue capaz de crear a su alrededor y ese círculo que parecía eterno hasta que, ay, dejó de serlo.

    Desde una lucidez sobrecogedora, a la vez áspera y delicada, aunque algo deslavazada –como ya ocurría en sus anteriores y fallidos ‘París tres’ (2007), ‘Jóvenes y guapos’ (2010) y ‘Solo si te mueves’ (2013)-, Aloma Rodríguez nos habla desde la afectividad de la adolescente que fue junto a su jefe y compañero de fatigas, tampoco mucho más maduro. En esencia, madurar es tomar una mala decisión tras otra hasta que en uno de esos tropiezos por fin caes de pie. Había en Algora algo de hombre enamorado de su propia juventud. Y la poesía tuvo parte de culpa. Había, en todo caso, una fascinación incesante por fijar en letra de molde lo que veía, lo que iba bebiendo, lo que el presente deparaba. Y buscaba sitio en la literatura, pero solo llegó a ser una suerte de aprendiz de Javier Tomeo que hacía chistes con nombres de escritores (“Queneau estaba harto de negarse”). Su poesía se quedó en una vacía y formalizada majadería con la que los pedantes no dejan de canturrear en sus anotaciones y comentarios. Todo estaba por hacer y todo por estallar. Y le estalló el corazón. Su sueño se quedó en vapor de agua. Santificarse en el delirio y ser hermoso al mismo tiempo es una condición solo reservada a unos pocos.

    Heidegger acuñó la frase de que el hombre es un ser para la muerte, una metáfora que podemos aceptar a falta de otras hipótesis más verosímiles. Tal vez por ello, Aloma Rodríguez y Sergio Algora hablaban de la vida y de la muerte, del amor y del arte, de la inmortalidad de sus querencias. Conversaban. Un tiempo de las metafísicas perdidas por los rincones de los bares (el propio Bacharach, el Praga, el 9 Bis de Bez, el Sopa de Letras, La Caja de los Hilos, el Condumio, La Casa Magnética) como ideas casuales de tanto casual. Las intuiciones de las que hablaba Pessoa. Y Aloma parecía ejercer su papel de catalizadora de la actividad intelectual a través de su posición de “hija de”.

    Sergio Algora no fue un gran escritor, solo un contador de ideas algo disparatadas. O grotescas. Como músico solo sabía tocar la pandereta. Pero Aloma trabajaba en su bar. Y había leído sus libros. Y había escuchado sus canciones y sus surrealistas relatos orales, aunque a él no le gustase la etiqueta: “No soy surrealista; hablo así porque así lo veo”. Y en ‘Los idiotas prefieren la montaña’, título sacado de un verso de su canción ‘Mi última mujer’ (“Los idiotas prefieren la montaña / y en mi interior yo tengo una playa / donde fabrico mis recuerdos perfectos”), en el libro, digo, reúne la autora lo que sabe de él, la crónica de una amistad y su retrato fragmentario e íntimo. Es la navegación por uno de los ríos que atraviesan la vida de Aloma, que han sido y son su vida. Un libro que se cuestiona a sí mismo y su propia naturaleza. Algora, en realidad, fue el descubrimiento de un músico de la bohemia zaragozana, de la literatura compartida, de la compañía más allá del bien y del mal, de la capacidad de aventura.

    Los personajes del libro poseen un trasfondo esencial, ya sea el deseo o la violencia, la enfermedad o la muerte. A la autora le interesa hacer una investigación humana con lo que escribe. La narrativa es su laboratorio. A Aloma Rodríguez no le interesan los sicologismos, ni las simbologías, pero la manera en que un hombre, desde atrás, acerca su mano a la cintura de una mujer puede decir mucho de él. Y de ella. Es la certera dosificación del lirismo sentimental. Es el poder emancipador de la escritura. Es el valor del juicio personal por encima del entorno dominante. Es la lúdica juventud del pasado, a un dorado tiempo ido, imaginario característico de aquel grupo de amigos abocado a una perpetua feria vital. Es la total identificación entre vida y literatura, la hábil mezcla de realidad y ficción. Es la evidencia de un áspero juego de verdades y mentiras en medio de variadas anécdotas, bulos, equívocos y desencuentros.

    Sergio Algora y Aloma Rodríguez tenían una cicatriz que les partía por la mitad: la de él era de la operación de corazón, la de ella, un accidente de pequeña que le produjo una rotura hepática. Por supuesto, la cicatriz en sí misma ya constituye un argumento. Una cicatriz es el recuerdo visible de un dolor previo. La memoria de una circunstancia que no se puede olvidar. La señal que queda. La historia de las cicatrices es secular y su estudio sería una aportación estética. Pero los poetas se refieren a las “cicatrices del alma”, del amor y la pérdida. Una interpretación más sublime. Más metafísica. Más inaprensible.

    El Bacharach, el bar rompe relaciones que tenía una camarera con dos grandes tetas (“como los mandos de la Tierra”), le proporcionaba a Aloma unos ingresos estables, aunque mínimos, que le permitían ir dejando poco a poco el mundo mal pagado de la animación infantil, en el que siempre la trataban como si le estuvieran haciendo un favor. Y en ese lugar de referencia de la bohemia musical, literaria y artística de Zaragoza descubrió al joven de la americana de terciopelo verde que le gustaba jugar al pleonasmo (subir arriba) y oxímoron (sutileza aragonesa), y al que no le hubiera importado elegir, como identidad secreta, “ser lanzador de platos de tiro al plato en un casino”. Tampoco le gustaba la literatura autobiográfica. Prefería la invención, la imaginación. “Era un defensor de la libertad en la escritura: allí todo era posible”.

    Aloma espera que en cualquier momento aparezca Algora trayendo botellas de champán para todos, para que cuente cómo era estar muerto. Y recordar juntos al vecino loco que creía que la madera le hablaba. Y volver a escuchar lo de “la independencia se paga”. Y enfangarse, aunque fuera por última vez, en los cócteles y las puntualidades (“En el cielo la puntualidad es estar muerto”), en los paseos y los viajes, en las tiendas y los restaurantes, en los periódicos y las librerías. Y hablar de las películas de Tarkowsky, de Losey, de Capra, de Spielberg, de Nichols, de Wyler, de Fellini, de Buñuel, de Tarantino, de Godard. Y de discos. Y pasear por Zaragoza y Alicante, por Elche y París, por Teruel y Huesca, por Aranda de Moncayo y Palma de Mallorca, por Madrid y Roma, por Valencia y Barcelona, por Gandía y Gijón.

    En un tono confidencial, de intrigante discreción, fluye este libro de secretos y mentiras que acaba conmoviendo por la humana debilidad de sus protagonistas y, por extensión, los familiares, los amigos, los amantes, los conocidos, los vecinos. La autora envuelve su relación con Algora en los sentimientos ingobernables (el amor, el deseo, los celos, el odio), todo el caudal que guardamos bajo llave y solo reconocemos ante nosotros. Aloma abre la caja de las tormentas con la llave que es la escritura, y se lanza a un ejercicio necesario, inevitable. Y fabrica un libro de soledad y compañía, donde el dolor más hondo convive con una visión optimista y poética de la existencia.

    A pesar de que el protagonista está muerto, tampoco es un drama. Es el dolor de unos personajes que reivindican la voluntad de amar y la alegría de vivir, incluso en las circunstancias más difíciles. La escritura de esta carta como diario tuvo una función terapéutica para la propia escritora. A fin de cuentas, Aloma Rodríguez ha aprendido algo más del género humano: la muerte del amigo instaura un filtro con el entorno, y quizá le ha servido para disfrutar de la vida de manera más intensa, viajar más ligera, despojarse de prejuicios. Estar, en fin, mucho en el presente, porque nuestras vidas, para qué negarlo, se inundan de nostalgia por el pasado y angustia por el futuro, cuando el presente, no lo olvidemos, es mucho más valioso.

    Sabe bien Aloma que la gente feliz no tiene historias. Son las piezas como mapa de la vida. Es un reflejo de sentimientos comunes a toda una generación, aunque cueste admitirlo. Es la poderosa vocación de recordar y hacer de su biografía una necesidad de inventarse, de integrarse, de mezclarse. Es el daño y la ausencia de los amigos que mueren antes de tiempo. De la zancadilla de ser mujer en un mundo macho. Es el amor y el desamor. Es la frustración y el sufrimiento. La soledad y el abandono. La fragilidad. El muestrario variopinto de las infidelidades, la preparación de los cócteles, las visitas a los hospitales, el mundo del fútbol y sus forofos, las rupturas de pareja, el rechazo a los cofrades, los pijos idiotas, los insultos, los cumpleaños, los trucos y las complicidades. Y todo rezuma un aroma a la manera de los versos de la puertorriqueña Julia de Burgos, cambiando, claro está, el modo personal: “Incorporarte el último, el integral minuto, / y ofrecerte a los campos con limpieza de estrella / doblar luego la hoja de tu carne sencilla, / y bajar sin sonrisa ni testigo a la inercia. / Que nadie te profane la muerte con sollozos, / ni te arropen por siempre con inocente tierra, / que en el libre momento te dejen libremente / disponer de la única libertad del planeta”.

    Hay en estas páginas –que se completan con textos del propio Algora, de su compañero de banda Fran Nixon o del escritor y también músico Octavio Gómez Milián- un torrente de historias, confidencias, que la escritora nos cuenta a media voz, y una peculiar forma de ir pasando, sin mudar el tono, de lo privado a lo público. Aquí desfilan el dolor y el misterio, la risa y la luz, y convoca a la reflexión sobre el compañero que se va antes de tiempo. Como un guía. Como un hermano. Como un ángel con medio cuerpo herido y en la sombra, siempre buscando las cosas esenciales entre los caminos de la música y la poesía. En cierto modo, Aloma se sentía insegura sin su hermano Daniel cuando este fue a vivir a la capital, y Algora ocupó su lugar y cubrió algunas de sus funciones sin saberlo: hablaban de libros y películas y discos, y le mandaba sus cuentos y leía los suyos y escuchaba sus recomendaciones.

    Sergio Algora y Aloma Rodríguez bebían y se emborrachaban, juntos o por separado, pero también bebían de muchas botellas de la música y la literatura. De Nick Cave y Domenico Modugno a Alessandro Baricco y Martin Amis. De Adriano Celentano y Paul Weller a Philip Roth y Paul Celan. De Franco Battiato y Cat Power a Boris Vian y Arthur Rimbaud. De Hervé Vilard y Alela Diane a Serge Gainsbourg y Jean Didion. De Josh Rouse y Richard Hawley a Zadie Smith y Ricardo Menénde Salmón. La obsesión y la repetición en la escritura de Algora, muchas veces, estaba influenciada por algunos de estos músicos o literatos cuyas estructuras sintácticas reaparecen en sus canciones, en sus poemas, en sus cuentos. La autora, al mismo tiempo, envuelve sus pensamientos con gente de la cultura zaragozana como Bigott, Miguel Mena, Eva Puyó, Manuel Vilas, Agustín Sánchez Vidal, Ismael Grasa, Mariano Gistaín, Ignacio Martínez de Pisón o Antón Castro, su padre.

    El libro también es el relato estremecedor de la muerte de Félix Romeo, ocurrida poco tiempo después de la de Algora, en la casa madrileña de la propia Aloma. Otro estallido. “Mi padre”, escribe Aloma, “nos dijo que, al morir en mi casa, era como si Félix hubiera elegido quedarse para siempre con nosotros, y que eso le confortaba. Es de las pocas veces que he sentido que era yo la que ayudaba a mi padre y no al revés”. Sobria y emocionante, Aloma indaga en la búsqueda de una explicación a ese dolor múltiple, el miedo y la enorme rabia que puede explotar hacia dentro o hacia fuera, como en el autor de ‘Amarillo’ haciendo otro ‘algora’. La autora encuentra el cauce idóneo para introducirse en esa búsqueda y lo hace a través de una escritura fragmentada, como piezas de un rompecabezas que hablan de deseos y sensaciones, de recuerdos de la infancia y afanes cotidianos, de los pequeños detalles y los pensamientos que saltan de una cosa a otra. Un rompecabezas que alcanzará su forma y su sentido cuando el inmenso apagón la deje a oscuras y compruebe el variado elenco de la simple humanidad.

    Con sus luces, sus sombras y destellos, Aloma Rodríguez es capaz de mantenerse encendida en medio de tanta oscuridad, acaso para reflexionar de cómo la muerte puede desunir a un grupo. Si Algora no hubiera muerto, Aloma sería, seguramente, otra escritora, se habría dejado llevar hacia los gustos de su amigo. O habrían discutido. “No sé”, escribe desabrida y emotiva a la vez, sincera y desgarrada, “en qué momento pensé, después de tu muerte, que no seré capaz de superar la muerte de mis padres. La de nadie al que quiera. Y aunque tu muerte no me benefició, me cambió. Parte de lo que soy es gracias a tu muerte”.

    Lo efímero de la existencia nos empuja al frenesí de las pasiones y al disfrute de lo terrenal, pero también a elevarnos a una dimensión espiritual que desdeña las ilusiones del mundo. Como escribía Pessoa, lo necesario y lo inútil, el todo y la nada, tienden a ser el mismo camino. Aloma y Sergio, o Sergio y Aloma, se reunían en los bares y en las calles para contarse historias de esa gran batalla perdida que es la vida.

Artículos relacionados :