Por Cristina Grande
Publicado en Tinta libre, nª 8, 2013
Sopla el cierzo una de esas mañanas en que sientes que se aproxima el invierno. Sopla con poderío, como es habitual en la depresión del Ebro. El cielo está muy azul. Fue muy galante Eugenio D’Ors cuando definió a Zaragoza como “la novia del viento”.
Camino detrás de un par de mujericas que van del brazo por la calle Asalto. Podrían ser hermanas, o madre e hija. Van de oscuro, un poco encorvadas. Parecen salidas de un disparate de Goya. Pienso en Goya porque vivió unos años en una casa de la plaza San Miguel que aún está en pie y desde su balcón el pintor habría visto a esta mujeres que no hablan. Cruzan la plaza por en medio del tráfico, sin mirar, como las capitanas cruzan las carreteras arrastradas por el viento. No entran en la iglesia, ni alzan la mirada para contemplar la torre mudéjar.
Las sigo hasta la plaza de los Sitios. Me parece que una de ellas ha mirado de bislay, o de reojo, el monumento de Agustín Querol que rememora el fatídico episodio que da nombre a la plaza. ¿No habría sido mejor rendirse al francés? nos preguntamos los admiradores de la Ilustración y enamorados de nuestra ciudad.
Como las mujericas no se detienen en la plaza de los Sitios, renuncio a sentarme en uno de los bancos que habitualmente ocupan desarrapados y menesterosos y evito entregarme a mis ensoñaciones afrancesadas. Hay que seguir. Cruzar el paseo de la Independencia, que se construyó aprovechando la destrucción de los conventos de San Francisco y Santa Engracia durante los Sitios. Las capitanas del cierzo siguen su camino. A estas alturas ya he deducido que son fantasmas de la Guerra de la Independencia que han salido a orearse. Seguramente cayeron junto a la Puerta del Carmen y hacia allí se dirigen por algún motivo que los vivos no deberíamos saber. Dicen que el enemigo no podía avanzar debido a los montones de cadáveres de zaragozanos que murieron defendiendo su ciudad. Se calculan en más de setenta mil los muertos. Zaragoza fue durante los Sitios el escenario de un enfrentamiento sin precedentes, cayeron cientos de palacios y edificios emblemáticos, todo era una ruina, una ciudad destruida, llena de cadáveres y de trastornados. El nueve de julio de 1813 los ejércitos franceses abandonan precipitadamente Zaragoza volando el puende de Piedra a sus espaldas. Es el fin de cuatro largos años de violencia, pero también de profundos cambios en el orden institucional, social, urbanístico e ideológico.
El mariscal Suchet, procedente de una familia de empresarios sederos de Lyon, se había alistado voluntario en el ejército durante la Revolución. Después había hecho numerosas campañas en Italia y Centroeuropa, y combatido en célebres batallas como Austerlitz o Jena. El planteamiento de su acción fue dual: militar y político. Como militar puso todo su saber hacer en mantener en buenas condiciones al ejército de Aragón y sentó las bases para la expansión venciendo en sitios tan importantes como los de Lérida, Mequinenza, Tortosa, Tarragona, Sagunto o Valencia. En el ámbito civil puso en pie una nueva administración política, base de la estructura recaudatoria del país, que le permitió abastecer al ejército en su avance. Él solo dependía de París.
Mientras escuchaban las explicaciones de Pedro Rújula sobre Suchet, la cara del mariscal, o general, o conde o lo que fuese, me resultaba cada vez más familiar y simpática. Al parecer, su esposa, que se instaló con él durante toda la ocupación, logró integrarse en la vida zaragozana, con sus costumbres e indumentarias. Pero esto último yo no me lo creo demasiado, pues también se sabe que, entretanto, adquirieron un bello palacio en París, en el que se instalaron al regresar a Francia.
Lo cierto es que Zaragoza no volvió a ser la que era. Y tardó más de treinta años en recuperar la población que tenía antes de la guerra. Montgomery Clift tampoco volvió a ser el mismo a partir del fatídico accidente de coche que le desfiguró su cara. Es mi teoría, que alguna vez se la escuché a José Antonio Labordeta, que la Guerra de la Independencia marcó no solo el aspecto de la ciudad, sino la mentalidad de los zaragozanos. La destrucción no se detuvo con la retirada de los franceses. Se mantuvo, y se mantiene, un gusto morboso por los derribos, los solares abandonados, la paulatina destrucción de lo que milagrosamente se había mantenido en pie. Hace poco estalló dentro del Pilar un artefacto explosivo con dos kilos de dinamita. En los medios de comunicación españoles la noticia no tuvo tanta repercusión como la bomba que hace un año estalló dentro de la catedral de la Almudena, pero en Zaragoza hubo un gran revuelo. Durante las fiestas del Pilar se vendieron camisetas y chapas que decían “El Pilar no se toca”. Sin embargo, algunos aragoneses anticlericales, que los hay, parecían un tanto decepcionados porque el gran tamaño de la nave central había propiciado que los daños se limitasen a un par de bancos destrozados.
Mucho antes, en 1892, el ayuntamiento, sin que se sepa muy bien el motivo, mandó demoler la Torre Nueva, una bella torre mudéjar del siglo XVI, inclinada desde siempre, y que durante los Sitios se usó para vigilar los movimientos de las tropas francesas. El archivo del Reino de Aragón que se conservaba no lejos de allí no corrió mejor suerte. Los virreinatos habían sido sustituidos por las audiencias con la llegada de los Borbones y los archivos reales dejaron de ingresar fondos para convertirse en históricos. En el siglo XVIII, el archivo real de Barcelona pasó a llamarse ‘Archivo de la Corona de Aragón’, y su archivero, Francisco Javier de Garma, se propuso concentrar en Barcelona los archivos reales de Valencia y Zaragoza. Pero, por desgracia para los aragoneses, no lo consiguió. El Archivo del reino de Aragón que está en las casas de la Diputación de Zaragoza, junto a La Seo, se destruyó. El edificio, las obras de arte y la ingente documentación referente al reino fueron destruidos por el fuego en 1809, durante uno de los Sitios. Se salvaron algunos documentos, pero los que procedían del Archivo real (del Virrey y del Consejo de Aragón) se perdieron.
Dicen las malas lenguas que durante buena parte del XIX los pescaderos del mercado envolvían la mercancía con los restos del archivo. Pero tanta destrucción trajo también un gusto rabioso por lo nuevo, y una especie de desprecio por lo anterior que seguramente era una forma de disimular una profunda e irremediable pena por lo perdido. El paseo de la Independencia fue ya propuesto por el arquitecto municipal Joaquín Asensio durante la administración bonapartista. Y había un proyecto para alargar dicho paseo hasta el Ebro, abriéndose camino por las estrechas calles que hoy llamamos el Tubo, donde se concentran los bares de tapas que atraen al turismo.
No dejo de pensar en cómo sería mi querida Zaragoza si no hubiera pasado lo que pasó, si se hubiera rendido sin resistencia y desde el primer momento hubiera pasado a llamarse Saragosse. Quién sabe, quizás no la querría tanto.