Gibson o la biografía (parcial) de Luis Buñuel

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Por Carlos Calvo y Antonio Tausiet

  Luis Buñuel. La forja de un cineasta universal. 1900-1938 (Ian Gibson, Aguilar, 2013)

    Crecer es también desilusionarse y quizás así deba ser, porque un iluso puede resultar peligroso. Crecer es comprender, y del conocimiento surge la cara no amable. Últimamente, además de estas blasfemias contra la razón, ciertos biógrafos se ocupan de otras cosas como saber si Dalí era un avaro y Rubén Darío un borrachín.

 

    Que si Unamuno un faltón y Dostoievsky un ludópata. Que si Jardiel un misógino donjuán y Oscar Wilde un yonqui de la estética. Y por la forma de biografiarlos, a veces la gente cree que estos tipos eran genios por sus miserias, cuando siempre lo fueron a pesar de ellas. Habría que prohibir las biografías de los artistas en general, porque son altamente perniciosas para los jóvenes, que por su culpa llegan a creer -los necios- que sus vicios son expresiones extravagantes de talento.

     En este 2013, con la peregrina excusa del aniversario de la muerte de Luis Buñuel -se han cumplido treinta años desde que la palmó-, han proliferado distintas publicaciones en torno al calandino, de todos los sabores y colores, en forma de libros, ensayos o sonrojantes reseñas periodísticas de algún lumbrera. Parece que se ha puesto de moda desmontar la obra de uno de los creadores fundamentales del siglo XX en beneficio de una más que dudosa negación de sus valores. Desmontando a Buñuel, podríamos decir. Pero desde la óptica de la frivolidad, tozuda y limitada, como también lo es el catálogo de virtudes geniales. Que si el autor de El ángel exterminador abandonó a Jeanne Rucar cuando quedó embarazada, que si mantuvo relaciones sexuales con tal o cual actriz, que si era un cobarde por exiliarse cuando empezaron los ruidos de sables en los prolegómenos de la contienda civil… Pero nadie cuenta que se tiraba doce horas delante de un papel para sacar adelante el siguiente guion y otras doce leyendo, con las paradas obligatorias para humedecer el paladar con un tinto recio.

     Picasso pudo ser un hijo de puta en su vida personal, y parece que lo fue, pero lo que nos queda es su obra pictórica, guste o no guste, y ahí radica su importancia. ¿Pondríamos en duda a Shakespeare, sea o no el verdadero autor de un universo literario grandioso, si se demostrara que fue un asesino? ¿Por qué se ningunea a Rafael Gil, autor de una más que digna adaptación cinematográfica de la gran obra de Cervantes, cuando este año se celebra, también, su aniversario? ¿Por su pasado falangista? ¿Por qué a Mihura no se le reconoce? ¿De qué estamos hablando, de los legados artísticos o de los recovecos morales? ¿Quién hace la moral, manida y frágil?

     El libro del hispanista irlandés Ian Gibson (Dublín, 1939) Luis Buñuel. La forja de un cineasta universal. 1900-1938, publicado por la editorial Aguilar, es, decididamente, una biografía de recorrido moral, que se centra solo en los primeros treinta y ocho años de su trayectoria, hasta el segundo viaje a Hollywood. Gibson, en 1987, terminó la de Lorca, personaje al que se acercó con apasionamiento de admirador, tanto respecto a su figura como a su obra; y en 1997 entregó la de Dalí, cuya juventud considera genial (tanto que, en 2004, escribió un libro dedicado solo a esos primeros años del pintor). Tras el paréntesis que supuso el volumen sobre Machado (2006), Gibson se dispuso a atacar la vida del realizador cinematográfico, con la pretensión de cerrar una trilogía sobre los amigos artistas, que Agustín Sánchez Vidal había versificado en el título de su premiado libro Buñuel, Lorca, Dalí: el enigma sin fin (1988).

     El tono general de este ensayo difiere, con mucho, del empleado en los dos anteriores. La pasión con que el autor retrató a Lorca y a Dalí desaparece, para dar paso a una especie de denso listado de las peripecias vitales de Buñuel, como si la tarea a la que dedica las páginas fuese tan solo la de ordenar los datos que ya estaban disponibles en publicaciones anteriores. Esta labor cronológica, encomiable por otro lado, parece más la obra de un documentalista, al que le hubiesen entregado una bibliografía para extractar, que un trabajo de investigación, puesta al día y contribución de datos novedosos.

     Las aportaciones de Gibson al conocimiento de la vida de Luis Buñuel se reducen a la insistencia sobre su complejo de Edipo, su homofobia -¿no era André Breton el homofóbico?- y su carácter difícil. Unas cuantas cartas inéditas de la madre del cineasta, aportadas por su primogénito, Juan Luis, constituyen el único corpus de cierta entidad no publicado anteriormente. Y, para el estudio del personaje, no añade otros datos de interés que el que pueda suscitar en quienes busquen el morbo de la privacidad desvelada. Parte de la cual está reflejada, cómo no, en las películas del aragonés. Tampoco es ninguna novedad que la relación con su esposa estaba revestida de tintes decimonónicos O que la educación religiosa marcó su visión de la sexualidad. O que Lorca se atormentaba con las burlas de Buñuel cuando se refería a los “maricones y cernudos de Sevilla”. El cernudo, claro está, era el otro Luis, el otro “perro andaluz”, el poeta que nunca pudo superar su homosexualidad, aplastado por el deslumbramiento lorquiano, que, por no estar, ni siquiera está en la foto canónica del 27.

      Para la intrahistoria de la edición queda la anécdota (relatada por el propio autor en la introducción) de que el Gobierno de Aragón le prometió una subvención por escrito y luego no se la concedió. Sería el principal motivo por el cual Gibson no ha encarado todavía la segunda parte de su libro, que arrancaría en septiembre de 1938, cuando Buñuel viaja a América para quedarse allí definitivamente. Esos cuarenta y cinco últimos años de la vida -y obra- de don Luis quedan, de momento, sin ordenar cronológicamente por el biógrafo irlandés. Paradójicamente, el epílogo de esta primera parte es un apreciable texto resumido sobre esos años no redactados. También lo es -pese a alguna errata- la extensa bibliografía que aporta.

     Gibson, ciertamente, no se arredra ante las cuestiones más espinosas, pero echamos en falta circunstancias que se pasan por alto. No consigue penetrar en el meollo de lo que realmente hacía Buñuel entonces en París; solo cree que “todo huele a complicidad comunista internacional”. También el propio Agustín Sánchez Vidal (diario El País, 2-11-2013) muestra sus reparos ante el estudio del irlandés, al decir, entre otras cosas, que “habría merecido la pena abordar con mayor minuciosidad la relación profesional del aragonés con Jean y Marie Epstein. Buñuel no fue un autodidacta, se formó en la academia del cine que los Epstein habían abierto en París. Luego fue asistente de Jean y le tomó prestado al operador Albert Duverger en Un perro andaluz y La edad de oro, cuyo desglose de planos y montaje le ayudó a establecer Marie”.

     También considera el salmantino afincado en Zaragoza que habría sido deseable que el biógrafo “aplicara su conocimiento de la época a la reconstrucción más pormenorizada de otra de las etapas oscuras de Buñuel: su citada estancia en la embajada española en París durante la guerra civil, en tareas de propaganda y espionaje”. Finalmente, y ante la segunda edición, “un libro de esta envergadura”, apunta Sánchez Vidal, “debería depurar los errores que atañen a nombres, fechas y datos. Potenciaría sus méritos, que tampoco son escasos”.

     Tampoco nos parece que el biógrafo se aclare en exceso con lo religioso. La educación en los jesuitas fue otro de los chorros principales de su personalidad: “De ahí viene su sentido del orden y de rigor que mantendrá toda su vida. Una tenacidad inquebrantable. También una voluntad estrepitosa de no fallar a sus principios. Es como su caligrafía. Buñuel tiene la misma letra a los quince que a los ochenta años”, explica Gibson. “Aunque pronto rechazó la religión y, sobre todo, a los curas por un incidente nimio: la patada en el culo que le dio uno de los clérigos. Eso también es Buñuel. Y ahí comienza su tremenda rebeldía, aunque jamás se apartó del ideario aprendido con los curas, donde sobresalió como alumno ejemplar”. Gibson, aquí, se retrata: no se puede ser tan reduccionista, tan esquemático, tan superficial…

     En sus dos obras de juventud está el ideario buñuelesco. A saber: el amor, el sexo, la muerte, el fetichismo, el onirismo y, por supuesto, la teología. En Buñuel, extraordinariamente culto y leído desde la adolescencia, lo espiritual tiene vital importancia. En realidad, el aragonés es un joven profundamente fascinado por la parafernalia católica. Por tanto, ¡ojo!, no es anticatólico, sino antirreligioso. Ante todo, el cineasta es un hombre muy moral, y, por eso mismo, prefiere las bromas, las contradicciones, las dudas, entregar un retrato humano de los hombres religiosos, que son infantiles, mezquinos, inseguros. Compara la parafernalia católica con la del mundo teatral, con sus mismas inseguridades, egos y miedos.

     En efecto, Buñuel es un tipo profundamente espiritual. El término sagrado no tiene nada que ver con lo religioso ni con lo que los curas han hecho de su significado. El cineasta, si estuviera en el cielo, sería el único ateo del paraíso. Gibson se queda en la superficie del agua, como ese animal malherido cuya suerte está echada en las fauces del cocodrilo. La obra de Luis Buñuel es suficientemente elocuente para poder prescindir de explicaciones, de consignas de lecturas y, por extensión, de textos biográficos. Todo está en la infancia, en lo por hacer, en el agua de los miedos. Todo empieza y termina ahí. En la niñez aragonesa, hijo de una familia acaudalada de padre mayor y madre muy joven: Buñuel, en esta biografía, queda como un hombre que nunca contó toda la verdad de su vida interior, como el gran macho irreductible, que no se sentía tan seguro como aparentaba, que era un boxeador cobarde, que ocultaba sus cosas, que le costó bastante tiempo saber quién era, que la influencia de Ramón Gómez de la Serna fue tan importante –o más- como su paso por la residencia madrileña y cuando tuvo que elegir entre surrealismo y comunismo renunció al primero, porque entendía que la vía comunista era el único motor capaz de cambiar el mundo.

      No obstante, y en esto no ahonda el biógrafo, Buñuel nunca abandonó los valores y los procedimientos surrealistas, al cultivar la escritura automática, al dar rienda suelta al mundo de los sueños, al contar con el azar, al liberar el pensamiento consciente, al ejercer el desvelador humor negro, al boicotear la lógica y la racionalidad para afrontar, expresar y conocer la surrealidad. Buñuel, se acercara más o menos al comunismo, siempre tuvo claro -en su obra, lo verdaderamente importante- su espíritu revolucionario, crear la dificultad con las contradicciones, no permitir el acomodo, mantener despiertos los espíritus, aguijonear las conciencias, despabilar las mentes, angustiar los corazones, desmontar el ‘orden establecido’, dinamitar seguridades, resquebrajar el sistema. Empero, Gibson se detiene en la militancia comunista de Buñuel, prácticamente secreta, según dice, ya que la ortodoxia comunista no veía con buenos ojos el surrealismo, movimiento que el artista aragonés abandonó –solo formalmente- en 1932.

      Cuenta Gibson que el realizador era lo que en inglés se llama a dark horse (caballo oscuro), “o sea, una persona que se resiste tenazmente a desvelar a los ojos de los demás la verdad íntima de sí mismo, que habitualmente disfraza, y en absoluto ajeno a tergiversar los hechos cuando incumbe en aras de protegerse”. Con este discutible planteamiento, su biografía reconstruye sus primeros años, a través del repaso de las conversaciones que el calandino mantuvo con Max Aub, sus entrevistas con familiares y el rastreo de archivos, correspondencia y resto de libros publicados sobre su figura. Y dentro de su compromiso revolucionario, el biógrafo enmarca la realización del documental sobre la comarca cacereña de Las Hurdes, en el que desvela un lugar sumido en un subdesarrollo terrible y casi inimaginable en un país como la España de la época, al mostrar lo más extremo y ponerlo contra el viento. GIbson pone en entredicho que Buñuel quisiese mostrar los aspectos que más podían ayudar a denunciar una situación como esa.

     Sea como fuere, la biografía de un artista no tiene otro sentido que dar luz a su obra. Cuando Jung vio por primera vez Un perro andaluz no vaciló en su diagnóstico: “Demencia precoz”. Sus autores, Luis Buñuel y Salvador Dalí, la habían estrenado en 1929 en un cine de París donde, para pasmo de sus colegas surrealistas (Breton, Éluard, Tzara, Magritte, Arp, Man Ray, Delvaux, Masson, Tanguy…), permaneció ocho meses en cartel. ¿Acaso el surrealismo no había nacido como una sacudida necesaria al mundo burgués? Al igual que le sucedía al doctor Freud, a los surrealistas les obsesionaba el sexo y la muerte, pero, al menos en esta película, transformaron dicha obsesión en una formidable broma: una mujer de aspecto andrógino que golpea una mano mutilada es atropellada por un coche para solaz del hombre que la observa desde lo alto de una ventana, quien, en pleno éxtasis, comienza a acariciar frenéticamente los pechos de su compañera…

     En realidad, y aunque el hispanista deteste las memorias de Buñuel escritas por Jean-Claude Carrière (deja entrever que esa autobiografía no es válida, que está llena de “falsos recuerdos e incluso mentiras, amén de olvidos y silencios deliberados, con una cronología caótica”), el libro de Gibson sigue la estela narrativa de Mi último suspiro, acopiando nuevos (pocos) datos y organizándolos en una suerte de amontonamiento, siempre por exceso documental, nunca interpretando lo que, a veces, parece obvio. Y lo hace poco a poco, como hila la vieja el copo, para introducirnos en los orígenes de la familia Buñuel que están, al parecer, en Foz-Calanda. Gibson se ratifica en que la profunda educación religiosa que recibió el cineasta, con un sobresaliente por su capacidad para memorizar el catecismo, marcó su obra y su vida creativa tanto como el hecho de ser aragonés.

     De lo que no se da cuenta el dublinés es de que la memoria es como un pozo negro e infinito, cuyo fondo es inaccesible. Podemos vislumbrar el brocal y los bordes de sus paredes, pero no mucho más. Cada día que pasa se desvanecen en nuestro interior cientos de momentos, sensaciones e imágenes. Y las podemos reemplazar por otras. Eso no es mentir ni inventarse recuerdos. Gibson, a veces, parece no querer enterarse de nada.

     Al fin y al cabo, lo que queda es un recuerdo que empieza a difuminarse tras el momento de ser concebido. No deja de ser un profundo misterio por qué recordamos una parte de nuestra existencia, mientras otra queda enterrada en lo que Freud llamaba el inconsciente. Si pudiéramos visualizar las memorias, veríamos la imagen de un iceberg en el que aflora a la superficie solo una pequeña porción de su tamaño. Buñuel reflexionaba muchas veces sobre el mecanismo de la memoria, la naturaleza selectiva de los recuerdos, y nunca encontró una explicación convincente. Buñuel recuerda, no es un historiador. El historiador -discutible- es Gibson, que no acierta a descifrar, ay, la imaginación siempre inocente de un surrealista.

     El término ‘surrealista’ nos sirve hoy para describir aquello que no sabemos explicar, pero que, en todo caso, se sale de lo normal y, por lo general, nos inquieta y nos hace reír. Aquel grupo de artistas radicados en París aportó un legado inmenso a la historia de la cultura. Jacques Vaché, uno de los precursores olvidados del surrealismo, gran amigo e influencia decisiva de André Breton, inventó el término “umour” (humor sin h) para darle su innegable connotación de arma de subversión. Esa característica primordial del surrealismo, que Buñuel definió como su verdadera moral: la negación de la realidad, su destrucción consciente; y todo ello mediante el sutil distanciamiento de la ironía.

     El humor, en efecto, es la esencia adictiva de la obra de Luis Buñuel. Igual que tampoco es posible ahondar en el enigma del cineasta sin contar con París. Allí descubrió otro mundo. De sus amigos fue el primero que viajó allá. Conoció el surrealismo. Conoció a los surrealistas. Pensaba que podríamos salvarnos de nuestro mundo, cada vez más parecido a un día perdido, si nos partiéramos de la risa. El cineasta era, ante todo, un fabulador y nunca desveló su verdad interior –ni falta que hacía-, ni siquiera en sus memorias y mucho menos en las entrevistas. Pero esa verdad, sus obsesiones, están en sus películas, en La edad de oro, en Las Hurdes, en las comerciales producidas por Filmófono…

     Sin embargo, el dublinés, sin aportar apenas primicias y sin profundizar en muchos capítulos, se interesa especialmente por el lado oscuro del personaje, y le llama mentiroso, y habla de sus novias, y le acusa de acomplejado ante el hecho homosexual, y descalifica a su guionista Jean-Claude Carrière, y nos cuenta que abrazó el comunismo en secreto, y que fue espía de la embajada española en Francia durante la guerra civil, y que se camuflaba en su ambiente de disfraces y subterfugios, y que fue cruel en el ámbito familiar, y de su desprecio hacia los huéspedes que llegaban de Andalucía a la residencia de estudiantes, y de  esto, y de aquello, y de lo de más allá. Pero no aporta información de sus múltiples lecturas, de sus influencias literarias, de su fijación cinematográfica, de su sabiduría teológica, de las extensas conversaciones con sus amigos…

     Se echa en falta, además, un elemento clave en la obra de Buñuel, que ha sido puesto en consideración por otros estudiosos anteriores: la introducción de la poesía en el cine (“un paranoico, como un poeta, nace, no se hace”, decía). Buñuel supo llegar de la literatura al audiovisual impregnando al segundo de la primera. En el libro se comenta que Ramón Gómez de la Serna fue uno de los maestros del cineasta, pero a la vez se le infravalora, no se sabe por qué clase de ignorancia.

     Por otro lado, Gibson asegura que el texto Chiffres, publicado por Ramón en el número 9 de La Revue du Cinema (1930), no es el guion encargado por Buñuel al inventor de las greguerías, cuando ha quedado demostrado, por las declaraciones de ambos implicados y por investigaciones recientes, que sí se trata de lo que en un principio iba a llamarse El mundo por diez céntimos.

     Gibson, en fin, escribe una biografía (parcial) de Luis Buñuel: un tipo recio, armazón de madera antigua, el barniz perdido. Tenía el cráneo esbelto y orondo. Ojos nobles, con calidad de pez. Y saltones (“el bellacón de los ojos de yegua”, lo definió despectivamente Sender, otro que tal), pero en su fondo bailaban viejas travesuras adolescentes. Su palabra se desplomaba con voz baturra, gregoriana, musical. Sentía desdén por los oropeles y los fuegos artificiales: “Encuentro falaces todas las ceremonias conmemorativas. ¡Viva el olvido! Solo veo dignidad en la nada”.

     Para el capítulo de los aciertos del estudio, hay que reseñar que Gibson atina en algunos extremos, que aún son hoy motivo de controversia entre los estudiosos. El documental Espagne 1937, que se ha considerado una obra ajena a Buñuel, lleva su mano detrás, como demuestra el texto introductorio que Gibson traduce del francés (por segunda vez: Antonio Tausiet ya lo hizo en 2012) y que tiene la misma estructura que otros escritos similares del cineasta. Gibson atina también al atribuir un papel muy especial en La edad de oro a Salvador Dalí, pese al ninguneo al respecto que sufrió el pintor por parte de Buñuel. Por otro lado, la visión acerca de la república española y la guerra civil constituye un buen resumen de lo que sucedió en ese momento clave de la historia de España (resumen que también aparece intercalado en sus biografías anteriores).

     También hay que decir, en descargo del biógrafo, que las películas que abarca su ensayo son solamente las tres primeras firmadas por el autor (aunque en ellas, como decimos, está condensado ya todo su cine). Es comprensible que muchas cosas que se echan en falta tendrían su lugar en una virtual segunda parte del libro, donde habrían de tratarse nada menos que otros veintinueve filmes dirigidos por Buñuel, sin contar las decenas de proyectos nunca realizados.

     No sabremos, aunque lo barruntemos, lo que le parecería al calandino esta biografía sobre su persona, pero podemos imaginar que abominaría de ella, o quizá sonriese socarrón. No es de recibo hurgar -como única primicia- en circunstancias que poco importan, que nada significan, si de un artista estamos hablando. La fuerza de un artista -y Buñuel lo era- es su legado, en este caso un puñado de películas que demuestran su gran cultura y conocimiento -que no son lo mismo- de las cosas. Lo demás es innecesario. Por no decir gratuito.

     Decididamente, sigue faltando la gran biografía de este cineasta inimitable. La biografía definitiva que no es probable que llegue nunca a las librerías. De momento, hemos de quedarnos con esta ordenación parcial de datos preexistentes, tan teñida de rechazo, o simplemente falta de pasión por el personaje. Dos libros recientes acerca de Buñuel cumplen (también parcialmente) algunas de las funciones que se echan en falta en este: El ermitaño errante. Buñuel en Estados Unidos (Fernando Gabriel Martín, Filmoteca de Murcia, 2010), en el que se escudriña, esta vez sí, con verdadero afán de documentalista voraz, en los detalles de la vida del realizador; y Los años rojos de Luis Buñuel (Román Gubern y Paul Hammond, Cátedra, 2009), que pese a su redacción plomiza aporta también avances en el estudio de Buñuel.

     Pero, por encima de todos, el proyecto Luis Buñuel. Novela (Max Aub, Cuadernos del Vigía, 2013) es el más interesante y lo leeremos con avidez (la primera edición, muy recortada, apareció en Aguilar, en 1985, con el título Conversaciones con Buñuel). Una obra en la que Max Aub trabajó los últimos años de su vida y en la que, con la excusa de trazar una biografía del cineasta, efectuó una travesía por su época y un análisis de las vanguardias. Pero esto es tema -apasionante- para otro artículo, porque, aparte de ser amigos, sus vidas habían tenido connotaciones parecidas. Y un mismo destino de exiliados en México. No en vano, era el único libro sobre su vida y obra que interesaba realmente al genio de Calanda.

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