‘Rocío erótico’ o la improbable seducción colectiva

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Por Carlos Calvo

     Mezclar ilusión y realidad, confianza e incertidumbre, propiciar los primeros mecanismos de la fijación y la obsesión, son algunos de los artificios del erotismo, esa ilusión del poder de la seducción.

    Unos artificios de tanto arraigo en la historia humana que, desde el ‘Ars amandi’ de Ovidio a ‘Las relaciones peligrosas’ de Laclos, han tenido su respuesta en la literatura. España, sin ir más lejos, es el país de ‘La celestina’, del mito de don Juan, de aquellos fandangos del siglo dieciocho cuya sensualidad pasmó a un tal Casanova.

    Por extensión, tampoco podemos dejar de citar al gran escritor francés Stendhal cuando dijo aquello tan bonito de que “nos enamoramos cuando sobre otra persona nuestra imaginación proyecta inexistentes perfecciones”. En el recorrido de la historia del erotismo y la seducción pasamos de lo galante a lo elegante, de las pompas del rococó a un siglo diecinueve que entroniza al dandi. Hoy, en estos inicios del veintiuno, el uso de la erótica es netamente más explosivo que el de antes.

 

  ‘Rocío erótico’ (2013), título con el que da comienzo la colección ‘La delicia del pecado’, es un libro de microrrelatos y dibujos eróticos proyectado y editado por el activista cultural Paco Rallo (Zaragoza, 1955), que se encarga, asimismo, de la redacción de uno de ellos, enfocado en las puertas doradas del paraíso. Son sesenta y cuatro creadores de tres continentes. Hay un austriaco que vive en Hiroshima, autores de Francia, de Brasil, de México, de Italia, de diferentes edades y tendencias, de aquí y de allá. El libro, con prólogos de Javier Barreiro en lo literario y Nacho Bernués en lo plástico, se cierra con la biografía de cada autor, escrita por los propios interesados, y la del zaragozano Daniel Rabanaque, autor del mejor microrrelato, es una pequeña joya y vale como un aparte de la estética erótica y el poder de la seducción.

    Vean: “Tímido y reservado, no adivino qué te puedo contar de mí que refleje… esto, que refleje lo que soy, que me ponga, de alguna manera, entre tus manos, a tiro de puño y caricia. Callado y discreto, no adivino desde aquí con qué palabras prendarte, decirte que estoy ahí, contigo, casi leyendo por encima de tu hombro. Deslumbrado por la magia de las palabras, empecé a escribir desde que aprendí a leer. Fascinado y seducido por la maravilla que supone que seamos capaces de entendernos. Deslumbrado por las sonrisas que, impresas en papel, te saltan a la boca, por las lágrimas que esperan al volver la página… Encandilado por el carrusel de versos, de libros, salgo de mi asombro para separar un destello, para elegirte un mote, una sarta de letras que ofrecer como collar, como bálsamo a tu piel. Aterido en un mundo por veces gritón y malhablado, me sublevan los discursos sometidos, los papagayos del ‘statu quo’ que, con su parloteo mal aprendido, nos roban el turno de expresarnos, nos imponen dictados que son lindas jaulas de fuegos fatuos. Desabrigada y a la intemperie, busco cómo y con quién repoblar el páramo esquilmado de la comunicación de masas, busco terreno fértil para otros titulares, para poner tu foto en la portada de tu vida. Desnuda y extensa como página en blanco, me tiendo a la espera de que llegues a hablarme, de que halles las palabras que nos unen, de que aceptes mis ofrendas, los poemas a tus pies”.

     Leyendo a Rabanaque te das cuenta de las palabras de Anais Nin: “El erotismo es una de las bases del conocimiento de uno mismo, tan indispensable como la poesía”. Y este libro versa, en efecto, sobre el erotismo y todo el caudal fantasioso que conlleva: la iniciación, los besos, el sabor del mordisco, la obsesión mamaria, las sabias caricias, los tocamientos inconfesables, las prendas íntimas, las cadenas y los látigos, el cuero negro, los escalofríos perversos, las torturas delectables, el culto a la virilidad, las orgías, el exhibicionismo, la morbosidad, las devoradoras de hombres, los devoradores de mujeres, las perversas ‘lolitas’, el saber desnudarse…

     Cada microrrelato es matizado por un artista plástico y estos muestran sus creaciones, además del diseño en la cubierta y el logotipo, en los cuerpos desnudos o semidesnudos, en la representación del misterioso nudo de la pareja, en las iconografías de orientación fetichista o, por decirlo de algún modo, en los escenarios diversos del dolor y del placer. Y cada cual a su estilo, a su interés, a su universo intransferible: Ricardo Rousselot, Miguel Bielsa, Miguel Mainar, Edrix Cruzado, Joaquín Gimeno, Dino Valls, Judith Vergara, Paco García Barcos, Iñaki Ruiz de Eguino, Louisa Holecz, Manel Font, Pedro Sanz, Paco Lafarga, Javier Joven, Christian Sorg, José Luis Gamboa, Kumiko Fujimura, Valerie Campos, Alejandro Monge, Paco Simón, Jara Marzulli, Pedro Perún, Gema Rupérez, Pedro Tramullas, Fernando Martín Godoy, Mauricio Cervantes, Margó Venegas, Steve Gibson, Alfonso Val Ortego, Sanatiago Arranz, Eduardo Gimeno Wallace, Germán Díez, Ricardo Calero, Pilar Viviente y Antonio Chipriana.

     La obra de un autor es el objeto de su libido, el objeto de su amor, aquello que le identifica con su mismo yo. Esto puede servir para el artista plástico. Y también para el ejercicio de la escritura, que supone un bálsamo para las personas que tienen dificultades, inquietudes o rarezas. No es nada nuevo, ni exclusivo de los escritores (o de los que escriben, para ser más exactos). Pasó con los pintores surrealistas franceses y con los músicos de la ‘movida’ madrileña. La buena literatura contribuye a la felicidad de quien la lee. Por eso, autores como Baudelaire o Kafka sobrevivieron a sus impulsos suicidas gracias a sus magníficas obras.

    Yo no sé si el grupo de escritores (o de los que escriben, reitero) que ha reunido Paco Rallo para los microrrelatos que componen un libro como ‘Rocío erótico’ tienen –o han tenido- rasgos suicidas en algún momento de sus vidas. Lo que está claro, al leerles, es que muchos de ellos no hacen buen maridaje ni con la literatura ni con esa cosa abstracta que llamamos erotismo. Es, en efecto, una literatura suicida. Y las perlas, que las hay, se pueden econtrar, ay, con los dedos de una oreja, por decirlo con Perich.

     Los microrrelatos, cuando son buenos (la hierba del refugio de Virginia Maza, o el saboreo de David Liquen, o el mentado Rabanaque y su acento final), se pueden convertir en fragmentos, indicios, revelaciones de lo absoluto, de algo fascinante que sobrepasa nuestro entendimiento y el de sus creadores, pero que nos eleva a la categoría de lo más plenamente humano. Nos ayudan a desarrollar formas sutiles de nuestra sensibilidad que acaban por modificar nuestros marcos de referencia, nuestro mundo interior y la comprensión de los anhelos propios y ajenos. Si, además, como en este libro, tocan el universo erótico, sensual, pueden convertirse en conciencia plena, la vivencia lúcida, la personalidad a la vez sensible y crítica, el carácter atento y fijo, el paladeo de los sabores y los olores, la capacidad admirativa ante la singularidad calidoscópica de la realidad, del deseo, del placer y el dolor, la inmersión en registros perceptivos de la vida aparentemente ausentes, la curiosidad sin límites, el valor de afrontar la complejidad sin simplificaciones ni monsergas.

     Estos microrrelatos del erotismo, sin embargo, no parecen poseer el vértigo del riesgo, ni sueñan con superar los límites establecidos del cliché, del lugar común, los límites establecidos de una narrativa o poética previsible, casi escolar en muchos casos, y no van más allá de un formalismo gris, domesticado, unidimensional: las promesas en Leopold Federmair; el sexo que muere en Eva Rueda; el éxtasis líquido en Luis Felipe Alegre; el obelisco erguido en Charo de la Varga; las despedidas en Rodolfo Notivol; la melodía de la juventud en Francisco Julio Donoso; los melancólicos últimos besos en Margarita Barbáchano; los senos de la criatura en Raúl Herrero; o la sodomización eclesiástica en Manuel Marteles.

     Pero también se involucran las demoliciones y despedidas, pechos rotos y vientres de sombras, rostros borrosos y cuerpos inflados de temores y humo (José Manuel Monteagudo); la ecografía anual (Helena Santolaya); el amante de mármol (Luisa Liberio); la sumisión nocturna (Manuel Pérez-Lizano); la transforamción del aire y los fluidos (Sandra Santana); el viaje en coche desde el teatro al restaurante (Cristina Beltrán); el abandono y la ausencia (Chusa Garcés); las posesiones y las avergonzadas miradas (Mónica Lagunas); los descubrimeintos contiguos, sucesivos, silenciosos (Pablo Rico); el fin de curso con una silueta desnuda (Francisco José Ortega); el sabor a tabaco y a cerveza con sonido de gramola al fondo (Pilar Aguarón); las ociosas llamaradas (Marta Fuembuena); los sinuosos trazos y las sinuosas cartografías (Iguázel Elhombre); las instrucciones de uso (Milagros Angelini); las palabras de astillero y panadero (Miguel Ángel Ortiz); las siete –u ocho- letras de un mapa secreto (Piedad Valverde); y las experiencias exclusivas (Valentín Lansaque). Una experiencia, empero, poco exclusiva, más atenta al punto aficionado que al rigor profesional.

     ‘Rocío erótico’, al fin y al cabo, es un libro que podrá gustar o no podrá gustar. De hecho, siempre que me desplazo a Madrid, ciudad en la que paso buena parte del año (la familia, ya saben), suelo quedar con mi amigo Juan José Millás, devorador de microrrelatos, al que llevo novedades zaragozanas más o menos marginales, fuera de los circuitos estrictamente comerciales. Nos fuimos Juanjo y el que esto escribe a tomar unas copas en la terraza de su café predilecto, en pleno centro de la capital, mientras, en silencio, se empapaba de los relatos e ilustraciones de ‘Rocío erótico’. A nuestro lado, en la mesa de la izquierda, padre e hija merendaban. Al padre, seguramente divorciado, le había tocado, con probabilidad, recoger a la cría del colegio y pasar la tarde con ella. Pero su cabeza estaba en otra parte. Cada poco sacaba el móvil y respondía a un mensaje. La niña, un poco gordita, pedía otra ración de tarta como el que pide un poco de cariño. El padre apuraba una botella de agua mineral con gas. En esto, la niña dijo:

-Los niños de mi clase son todos tontos.

-¿Todos, todos?- preguntó el padre.

-Bueno, la mayoría- matizó la pequeña, que ha percibido en la pregunta del padre un matiz de censura.

-¿Qué quiere decir la mayoría? ¿Cuántos chicos hay y cuántos son tontos?

-Hay quince y son tontos once o doce- titubeaba la niña.

     El padre observaba a su hija gordita con agresividad, meditaba unos instantes y luego dijo:

-Eso es como si me dices que de los quince niños que hay en tu clase, doce de ellos son tuertos. No hay quien se lo crea. Estadísticamente hablando es imposible que coincidan doce tuertos en tu clase.

      La niña, que quizá no sabía lo que era la estadística, acababa de aprenderlo duramente. Se puso roja de vergüenza y enmudeció.

-¿Comprendes lo que te quiero decir?- insistió el padre.

-Sí- dijo ella.

-Pues no digas sandeces. A lo mejor la tonta eres tú.

-¿Yo, por qué?

-Por decir cosas que son imposibles.

    Disimuladamente, nos volvimos para observar el rostro del padre. Nos caía bien por un lado y mal por otro. Quizá tendría que haber puesto un poco de humor al asunto, para no herir tanto a la niña.

-¿Y niñas? –preguntó finalmente el padre-, ¿cuántas niñas tontas hay?

-No sé- dijo la cría, echándose a llorar.

    Juan José Millás, después de la escena y la lectura, y antes de pedirnos otra consumición, dos cócteles del amor (en homenaje a nuestro entrañable Manolo, el del Bonanza), recitó (de memoria) a Rabanaque, el único descubrimiento, dijo, de esta zona gris, poco erótica y menos literaria.

Quien tú ya sabes te acaricia con dulces palabras.

Quien tú ya sabes devora tu cuello y se deja devorar.

Quien tú ya sabes desnuda tus hombros, tu pecho, y bebe de allí.

Quien tú ya sabes encuentra tu sexo y lo hace temblar.

Quien tú ya sabes.

Quien tú sabes.

Quién.

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