Por qué escribía Félix Romeo (sin interrogación)

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Por Carlos Calvo

      Cuando te enfrentas a un libro como ‘Por qué escribo’, al leerlo de un tirón, ocurre como cuando ves la retrospectiva de algún pintor en concreto: se te cae.

    Por goteo, tanto las pequeñas exposiciones de determinados artistas como las columnas periodísticas de Félix Romeo Pescador (Zaragoza, 1968-Madrid, 2011) no resultan del todo desdeñables, se aprecia algún destello, alguna revelación, aunque la probable erudición, ay, parece estar reñida con la imaginación, que brilla por su más desesperada ausencia. Por eso, tal vez, el escritor vivía primero –o sea, viajaba, leía, merodeaba- y luego escribía. Así nacieron muchos de sus artículos que componen este libro, una suerte de ajuste de cuentas y de desahogo para desarrollar el deseo, el anhelo, la realidad posible. Sin embargo, en bloque, ‘Por qué escribo’ produce un irritante aburrimiento, lo peor que le puede pasar a un escritor. Y a un lector.

     Quizá sean los prejuicios que te llevan a no leer a un autor después de haberlo leído y no soportarlo. Hay libros que lo que evocan no tiene, a veces, nada que ver con la literatura, sino con los bostezos memorables que nos han proporcionado. No se asusten por el exabrupto, que hasta leyendo ‘Ana Karenina’ se cabecea más que un títere. Y a Proust ni les cuento. Me ocasionaron alguna cabezada que otra. Pero todo tiene sus ventajas. Al que esto escribe le es imposible echar la siesta no sin antes leer un fragmento de ‘Dibujos animados’ (Mira, 1994) o, en su defecto, un relato de los que componen ‘Por qué escribo’ (Xordica, 2013). Lo que recuerdo de estos escritos es su efecto dormidero. También es cierto que para lograr que un autor te duerma con un libro se necesita cierto salero. Muchos lo pretenden, pero no lo consiguen.

     La prosa de Félix Romeo no permite al lector exigente la lectura de dos líneas seguidas, incapaz, por tanto, de dar tiempo a producir somnolencia. Y quien pase de esas líneas se queda con poca cosa. Lo que acontece, mientras leemos, pronto pasa a ser pasto voraz del olvido. Por mucho que se diga, la intensidad de la lectura se convierte pronto en débil aleteo: apenas deja marca en las cinglas de la memoria afectiva o intelectual. Al fin y al cabo, lo que queda después de leer viene determinado por las necesidades y obsesiones que uno vive mientras está leyendo y, por supuesto, del sueño que uno tenga. Como quiera que, en cada época de nuestra vida, experimentamos distintas necesidades y padecemos diferentes obsesiones, es lógico considerar que lo que queda tras una lectura esté determinado y teñido por aquellas, duermas o no duermas bien.

     Desde su muerte han aparecido una novela, la póstuma ‘Noche de los enamorados’ (Mondadori, 2012), y varios relatos, recogidos en ‘Todos los besos del mundo’ (Xordica, 2012). Ahora le toca el turno a ‘Por qué escribo’, un conjunto de artículos de prensa, seleccionados por Eva Puyó e Isamel Grasa, que son documentos, confesiones, diarios, y poca ficción o de poca calidad artística. Es un libro equivocado, innecesario, que pone al descubierto las querencias y carencias de un autor decididamente sobrevalorado, un faro en el que se veían –y se ven, por la matraca que siguen dando- reflejados, incomprensiblemente, sus seguidores, jefes, acólitos, amigos o saludados. La literatura puesta en duda, bien alimentada, como esos animales gordinflones y rosados que lideraban la rebelión en la granja de Orwell.

     Félix Romeo habla en esta recopilación de todo y de nada, de libros y de ciudades, de arte y de música, de tebeos y de medios de comunicación (fue presentador y director en televisión del programa cultural ‘La mandrágora’), de tabernas y de política, en una muy discutible mixtura de relato breve, crónica, autobiografía y periodismo. Ya solo nos queda una antología de sus críticas literarias, que la harán, en las que no faltaba su espíritu polemista y no dudaba en poner en entredicho libros de autores ‘intocables’, aunque no le gustase nada las malas críticas hacia su escritura, como el rifirrafe mantenido con el escritor Manuel Lampre, que acabó en gresca, a hostia limpia. Así como suena.

    Félix Romeo, afirma Eva Puyó, “se rebelaba contra los que critican que Zaragoza es ‘provinciana’ o ‘pueblerina’. Estas personas”, dice la Puyó que decía Romeo (en una entrevista realizada por Antón Castro para ‘Heraldo’), “creen disponer de una capa especial que les inmuniza y que hace que ellos no formen parte de aquello que denuncian. Félix defendía que, en lugar de quejarnos y convertir a Zaragoza en la responsable de nuestros fracasos, era mejor contribuir, en la medida de nuestras posibilidades, a que la ciudad fuera mejor. Félix ayudó a que tomaran forma editoriales y a que nuestra ciudad fuera conocida por la existencia de buenas librerías, suplementos literarios y escritores”. Una melonada, a mi modo de ver. El problema, querida, no es ese. El problema estriba en que escritores mediocres sean elevados al altar. Y eso hace establecer los calificativos de ‘provinciano’ o ‘pueblerino’. Que, por cierto, no es nada malo ser de provincias o de cualquier pueblo de provincias. Que se lo digan al ínclito Luis Alegre, que ni llega a ser pueblerino, pues creo recordar que nació en una pedanía…

      Félix Romeo difícilmente podía concebir su vida sin escribir y consideraba que el ejercicio de la literatura era una manera de actuar contra el peso del sufrimiento y de optar por la vida en el sentido más profundo. Era difícil para él, en efecto, pensar en su vida sin escribir, lo hacía todo el día, por la mañana, por la tarde, por la noche, de madrugada, a todas horas, porque, al final, las palabras eran su forma de tocar la realidad. “Entre el índice y el pulgar / descansa la gruesa pluma. / Cavaré con ella”, dice el poemario. Félix Romeo, sin embargo, no consigue que las palabras con las que cava hagan aflorar las vetas de una realidad compleja pero diáfana, trágica pero portentosa

     Félix Romeo decía que era bueno tener miedo y él tenía miedo, pero a veces tenía demasiado miedo. Sobre todo de sí mismo. El miedo a no ser reconocido. Acaso el miedo a ser demasiado reconocido. El miedo a la locura de la literatura. El miedo a la ciudad que te sigue (y te persigue). El miedo de vagar por las mismas calles. El miedo de hacerse viejo en los mismos barrios. El miedo a quedarse ciego. El miedo del guardameta ante el penalti.

     Félix Romeo chillaba, quería el cielo, la distancia que le permitía decir algo en su favor, escribir era su cura, su sanatorio psiquiátrico, su consultorio sentimental, escribiendo intentaba adivinar quién era y qué sería de él. Félix Romeo necesitaba salir de Zaragoza, salir de España, ir al extranjero. Hacer un vaciado de su cabeza, llena de nombres, de fechas, de datos. Y le hubiese gustado ser más analítico, profundo quizá, o, quién sabe, más profundo carmesí. Porque, quizá, quién sabe, se aficionaba a escribir de cosas chungas, dando la brasa brasuza.

     Lo que más le gustaba a Félix Romeo en el mundo era su chica (de escritura o de pintura). Y luego, claro, los libros. Y, sobre todo, los libros de sus amigos: Chuzé Izuel, Sergio Algora, Chusé Raúl Usón, Antonio Pérez Lasheras, Miguel Mena, Mariano Gistaín, Ángel Guinda, José Antonio Labordeta, Ramón Acín, Antón Castro, José Luis Melero, Miriam Reyes, Ignacio Martínez de Pisón, Almudena Vidorreta… ¡’Biba’ la banda! También le gustaba la cerveza y comer. Placeres sencillos que ocultaban el misterio de lo que escribían sus amigos. Placeres ocultos del grito, del bramo a pleno pulmón, de la torrencialidad y el agotamiento. Hay, sin interrogación, voces que se contagian y voces que te absorben y voces que te tragan y te tragas.

     Félix Romeo era el escritor que imitaba al oso Yogui –y, mucho peor, a Bubu- y no sabía si cuando la apisonadora animada dejaba de alisarnos contra el asfalto podríamos levantarnos como si tal cosa, inflándonos como el pato Lucas, poco a poco, como la vieja hila el copo. Félix Romeo escribía de la pérdida, de la ausencia y no escribía de nada. Y le gustaba el celuloide de la violencia y de la muerte y del amor y de la coca y de los coches y del desierto para correr. Y los trenes. Nada que ver con los autobuses, en los que nunca pasa nada. Sí, nunca pasa nada. Imaginar que los páramos de Soria fueran Texas.

    Félix Romeo conoció en la cárcel a asesinos, a peristas, a traficantes, a chulos, a maridos maltratadores, a políticos corruptos, a estafadores, a ladrones, a mafiosos de tercer nivel, a inmigrantes ilegales, a insumisos como él, a violadores, a etarras. Félix Romeo pensaba en un argumento de Borges para refutar la existencia del infierno. La cárcel le castigó: nunca supimos si lo encarcelaron por insumiso o por robar libros.

     Félix Romeo deseaba seguir queriendo y deseaba que le siguieran queriendo: su chica, sus amigos, su familia, los conocidos y los desconocidos. También deseaba cosas más triviales, porque el deseo no se detiene nunca, un runrún continuo dentro de la cabeza, a veces dulce y a veces amargo. Y seguir leyendo, ver películas, disfrutar del vino y de la comida. Y, por supuesto, le hubiera gustado escribir un buen libro. Y a nosotros, también. Al que esto escribe y a mis desocupados lectores.

     Félix Romeo pensaba escribir una suerte de ‘Ulises’ contemporáneo. Y le gustaba abrazarse a la bolsa de agua caliente, incluso cuando al cabo del rato, de poquísimo rato, dejaba de estar caliente. Y le impresionaba la fuerza de los repartidores de butano, con las bombonas cargadas a los hombros. Y le subyugaba la cartera de cuero llena de billetes y de monedas, y del movimiento de las manos en la cartera hurgando para dar con el cambio correcto. Y también le gustaba oler las rosas del huerto y comerse las granadas y las lechugas. Félix Romeo escribía de muchas cosas y, a veces, se le olvidaban las más importantes.

     Félix Romeo siempre preguntaba, porque lo único que se ordenaba en su cabeza eran preguntas. Como Descartes, Félix Romeo se pregunta si es más importante ser feliz que conocer la verdad. El filósofo francés llega a la conclusión de que solo se puede llegar a la felicidad a través del conocimiento, creía que el hombre se podía redimir en la lucha contra la adversidad, y ello comporta –siempre- el precio de un cierto sufrimiento. La realidad que nos rodea puede ser insufrible, aunque cabe el consuelo de refugiarse en ese autoengaño de la banalidad tecnológica que reduce el mundo a nos cuantos caracteres, perfecta metáfora de nuestro tiempo.

     ¿Por qué Pasolini utilizaba tanto los paréntesis cuando escribía? ¿Es una estupidez recordar cada día que tiene que haber tolerancia cero con la ablación? ¿Cómo, sin amor y sin la intuición que procede del amor, puede un ser humano colocarse en la situación de otro ser humano? ¿Cómo se puede crear un personaje sin amor y sin la lucha que va con el amor? ¿Qué es una cosa? ¿La causa, en el sentido de lo que importa? ¿El equivalente a la ‘res’ latina, aquello de lo que se discute porque nos concierne? ¿Cómo será el aburrimiento de dios? ¿Y en que medida afectará a la marcha del mundo? ¿De qué manera nos afectan los estados de ánimo de dios? ¿Mi euforia es un reflejo de la suya? ¿Y mi tristeza y mi desconcierto y mis dudas? ¿Por qué me gustan tanto las chuches? ¿Dónde se estudia para ser diseñador de chuches?

     ¡Ah, las chuches! Sí, dañan los dientes, engordan, son adictivas. Pero las chuches eran un cordón que le permitía, de un mordisco, conectar con un tiempo perdido. Ya se lo escribió, en la infancia, el poeta: “Sentado al borde del río / el pobre Félix medita. / ‘¿Dónde diablos ha escondido / los caramelos mi tía?’ / Ha revuelto ya los cuartos, / la despensa y la cocina, / y hasta ha mirado en el árbol / sin ver ni una peladilla. / De los caramelos, dime, / ¿sabes de ellos algo tú? / Y el ternerete le dice / lo que sabe, o sea, ¡muuuuu! / Dispuesto a encontrar la bolsa / aquí o allá o donde sea, / se apresta a efectuar penosas / jornadas de un mulo a cuestas. / Pero tía se arrepiente / y hay caramelos al fin / y, aunque se le caen los dientes, / Félix se da el gran festín. / ‘Se te caerán los dentetes’, / dice un cuento que conoces, / ‘si comes carameletes’. / Pero es que, si no los comes, / ¿de qué te sirven los dientes?’.

     Félix Romeo era, efectivamente, un apasionado de las deliciosas chuches, aunque no fuesen el mejor alimento para una dieta sana. Y sobre todo las de vanguardia. A saber: miniobleas de membrillo, pipas con sabor a regaliz, caramelos picantes de jenjibre, plátanos fritos hipercrujientes, ositos bailarines inspirados en la actuación de esos plantígrados en los circos y ferias… Le gustaba comprarlas, Y probar un sabor nuevo. Y una textura nueva. Sobre todo las efervescentes. Las chuches, por el amor de dios, le permitían, ya está dicho, conectar con cualquier tiempo perdido, sin tener que ir a buscar al asmático de Proust, como todo gran novelista. Los chicles, eso sí, no le convencían, porque la gente tiende a tirarlos al suelo y eso es una guarrada. Pensamiento profundo.

    Félix Romeo olía el serrín mojado y ennegrecido de los días de lluvia, las vacas de la vaquería que está antes de llegar a las vías del tren, los tintes y las lacas y las colonias de las peluquerías, el fuego y el humo del incendio de la tapicería, el Ebro acre, y la pólvora de las escopetas de perdigones recién disparadas, y la cebolla dulce que se dora en aceite en la sartén. Félix Romeo era feliz sentándose en las terrazas y ver pasar a la gente y preguntarse por sus vidas y por sus deseos. Le gustaba mirar los zapatos de los caminantes.

     Félix Romeo, a los trece años, quería ser Rimbaud, ese poeta reivindicado por el surrealismo que ejerció una profunda influencia en la poesía moderna. Y luego Kerouac. Y Fitzgerald. Y Hemingway, Y Fante. Y Bukowski. Y Kafka. Y Gombrowizc. Y Hrabal. Y Calvino. Pero descubrió, ¡oh!, que el amor era la clave. Y le cambió como persona. Y le cambió como escritor. Y le cambió como lector. Un santo inocente. A lo peor porque nunca folló en una librería. Tampoco se perdió gran cosa, si lo que quería, un suponer, era hacer carrera política. Y tiempo tuvo de escribir a Delibes para que le explicase lo que era una liebre aculada.

     Félix Romeo siempre se indignaba mucho. Y refunfuñaba. Pero no era fetichista, aunque guardaba una lata oxidada que recogió en los Monegros, en la zona donde Orwell esperaba una guerra que nunca le alcanzó. Y no lloró nunca leyendo un libro, a diferencia de Emilio Gastón, propenso al salto de lágrimas. Solo lloraba en el cine. Los libros, eso sí, le emocionaban. No entendía la lectura sin la emoción, sin el estremecimiento, sin el temblor (de dolor o de placer). Hubiera dejado de leer si lo que leía solo le atañera por razones intelectuales. Pero murió bruñendo el estilo.

     Félix Romeo prefería la crítica y el insulto publicado al chisme de café y a la intriga secreta. Le gustaba arrojar el tintero, el tinterazo, vamos, como se lo arrojó Lutero al demonio, pero no había manera. Félix Romeo, en fin, escribía para ser diferente. Escribía para imponer su versión de los hechos. Escribía por envidia. Escribía por fascinación. Escribía para saber cómo escribía. Escribía para seducir. Escribía para ser apreciado. Escribía para seguir vivo. Escribía para no matarse. Escribía para saber lo que pensaba. Escribía para mentir y mentirse. Escribía porque era un vanidoso. Escribía porque le gustaba escribir. Pero, a veces, habría que saber diferenciar al escritor del que simplemente escribe. Félix Romeo, en realidad, escribía para comer, porque no sabía hacer otra cosa.

     Y en ese plan. Podría seguir así unas cuantas páginas más, pero me aburro, y caería en el mismo defecto (si es que, desocupados lectores, me siguen leyendo todavía): el aburrimiento. Todos sus escritos no son sino indicios de algo que jamás alcanzó y que era, probablemente, lo único que deseaba –o sabía- decir. Yo no sé si estos escritos de Félix Romeo trascienden las flores raras y los trópicos y los pichones de año nuevo y los mordiscos y los grandes almacenes y los libros como respiradores artificiales y los años de papel y los crímenes imaginarios o los crímenes reales. Lo que sé, al leerlos, es que prefiero ir a comprar el pan con Umbral.

      Vean, si no: “He puesto a enfriar la noticia porque no acababa de creérmela. Que dice que, por la tele, nos van a echar el padrenuestro todas las noches. Un padrenuestro rezado, los primeros días, por los cuatro cardenales españoles. Y luego, por los famosos en general, la ‘jet-society’, la ‘high-life’, la ‘dolce vita’ y, como estrella invitada, algún sobornado de la Lockheed, con antifaz. Antes de que la noticia se confirme o se desmienta, allá va. Imagino que un cardenal, Tarancón, nos rezará un padrenuestro progre, aperturista, un pedazo de homilía, un homiliazo, vamos, como aquel que se despachó cuando la coronación. Imagino, asimismo, que don Marcelo González nos hará un padrenuestro toledano-vallisoletano, con más unción que función. Y en este plan. Porque no hay dos padrenuestros iguales. No es igual el padrenuestro de García Salve que el de López Rodó”. Ni, por supuesto, el de Félix Romeo, que demuestra que su padrenuestro baturro vale para todo y para todos. Tanta concentración en la escritura hace ver la aureola.

    Permítanme, en cualquier caso, la vieja –pero fea- autocita (quevedesca), con ocasión, ahora hace dos años, de su prematura muerte, a causa de un ataque de corazón en casa de la escritora Aloma Rodríguez. Había ido Félix Romeo a Madrid para asistir a la celebración del décimo aniversario de la edición española de ‘Letras libres’. Sin entrecomillados. Sin cursivas. Sin interrogaciones. Tal cual. Para darle cuerpo de texto, ese cuerpo literario, maldita sea, que pocas veces conseguía nuestro protagonista, por mucho que nombrase a Epicuro, ese sabio que deseaba, ya saben, una vida apacible, el desdén de las vulgares vanaglorias y un uso moderado de los placeres.

    Decía Epicuro, en efecto, que con respecto a la muerte mejor no preocuparse, ya que cuando uno está ya no está, y que cuando ella está uno ya no. No parecía situarse lejos del dicho evangélico de “dejad a los muertos que entierren a los muertos”. O más tarde Spinoza, centrando su preocupación en la vida, diciendo que nada es más ajeno al pensamiento de un hombre libre que pensar en la muerte. En las antípodas de esta despreocupación se encontraba Montaigne, que afirmaba que filosofar es aprender a morir.

    Ya no sabremos qué pensaría Félix Romeo respecto a Epicuro, Spinoza o Montaigne. Sí que tengo claro que fue un hombre que entendió que entre la vida, la muerte y el amor hay muchos lazos que confluyen en la laboriosidad de facilitar la aceptación de lo dicho en cierto sentido por Heidegger, que somos seres para la muerte. Su último artículo para ‘Heraldo’, revelador, acababa con el recuerdo de García Lorca, que tanto gustaba a Labordeta: “El otoño vendrá con caracolas…”, y seguía: “Uva de niebla y montes agrupados / pero nadie querrá mirar tus ojos / porque te has muerto para siempre”.

     Félix Romeo fue un escritor temido por sus adversarios e incluso por sus compañeros de capilla. Tenía una agenda enorme, con amigos hasta entre sus principales rivales. Inteligente, culto, inquieto, incansable, irascible, siempre fue amable y seductor con sus amigos, pero implacable e incluso pendenciero con sus enemigos. Adicto a la literatura, al cine, al cómic, al rock, a las granadas, a las piscinas, a los diccionarios, a los viajes, a los chistes, a los pistachos y al regaliz, Romeo se empleaba quince horas al día. Dormía poco y tenía una mala salud de hierro. Y le encantaba el deporte, verlo, con fijación en el waterpolo y el fútbol, sobre todo su Real Zaragoza.

     Sus escritos, a veces certeros y directos, coincidían en la calle y señalaban caminos que se relacionaban con un lector en conflicto. Publicó tres libros –y un cuarto inconcluso, ‘Noche de los enamorados’-, bastante discutibles para mi gusto, aunque con evidentes aciertos parciales, y destacó, sobremanera, en el articulismo y la crítica literaria, en la que, muchas veces, se mostraba implacable, sin concesiones. La crítica literaria fue quizá su especialidad más constante, y gratuita, pero escribió crónicas de todos los calibres, entrevistas, reportajes, cientos de reseñas para distintas publicaciones. También escribió una pieza breve de teatro, ‘Gargallo y la Garbo’, dentro de una obra colectiva de homenaje al escultor. Su prosa corporal y subjetiva, y su gusto por la repetición como nexo estético de su ideario, desemboca en ‘Dibujos animados’, ‘Discothèque’ y ‘Amarillo’. Es probable que ninguno de estos títulos llegue a formar parte de ese paraíso artificial que llaman historia de la literatura, le pese a quien le pese. Los maestros antiguos consideraban que en el recurso de la repetición se encontraba la sabiduría, sin saber que era la fuente más sublime del aburrimiento.

     El dolor, como motor de su novelística, lo trabaja, lo piensa y, en el mejor de los casos, lo digiere. Ahora bien: tiene que haber una diferencia entre hacer terapia de grupo y escribir un libro. Si acaso, se puede buscar un lenguaje para ese dolor, aunque conviene evitar el sensacionalismo que convierte el dolor en un mérito. Un libro debe aportar esfuerzo más que dolor, preparar al lector para la vida diaria. No se puede salir de casa sin saber que la vida es dura y requiere, en efecto, esfuerzo: naces blando como un bebé y mueres duro como una piedra. Los libros, los de Romeo o los de los que sean, deberían ayudar a ponerte más piel y más capas.

    Alguna vez confesó Romeo que escribía para ahuyentar el tedio. Por eso, quizá, lo leía todo, lo visionaba todo, lo viajaba todo. Y por eso, tal vez, le gustaba tanto la novela de Melville ‘Moby Dick’, reflejándose en el ogro cazador de ballenas, aunque no le gustase nada la adaptación para el cine que hiciera Ray Bradbury para John Huston, con un Gregory Peck, decía, que “más que el capitán Acab parecía Abraham Lincoln”. Un culo inquieto, incapaz, en palabras de Julio José Ordovás, “de contener sus emociones y por supuesto de callar sus opiniones”, que defendía sus argumentos de forma vehemente, con tanta euforia que a menudo arrollaba a sus compañeros de fatigas. Yo no sé si era consciente de sus limitaciones, y acaso para compensar su falta de imaginación se refugiaba, con su memoria oceánica, en la exhibición de un conocimiento enciclopédico sobre casi todo el universo cultural, a la manera de un investigador. Y su pasión por los libros era incontenible, desmesurada e inabarcable. Sólo hacía falta mirar su biblioteca privada, una declaración de intenciones acerca de todo lo que su propietario pensaba leer o releer o revisitar en el resto de su vida, muchísimos más libros de los que podría leer a lo largo de su existencia. Almacenar libros es una pasión autobiográfica, la lenta construcción de una abultada crónica de lo que uno ha sido y de lo que uno quería ser. En cierto sentido, una historia intelectual de su curiosidad.

      Tiene razón Sergio del Molino cuando afirma que ha leído algunas caracterizaciones muy cándidas de su persona, escritas por gente que, o bien no le trató, o bien quiere proyectar una imagen falsaria. Y añade al respecto: “Félix era muy buen tipo, eso nadie lo pone en duda, pero su compañía no era calmada, sosegada ni conciliadora. Si algo le caracterizaba por encima de otros rasgos era su capacidad para llevar la contraria, para discutir con pasión cualquier argumento más allá de lo que aconsejan las convenciones sociales”. Al igual que el periodista, mi paternidad me ha alejado de muchas de las cosas y personas que solía frecuentar. Con Romeo tuve serios encontronazos que no vienen al caso, porque esto no es un ring y aquí no hay pelea, sino, acaso, todo lo contrario. Pero sí que prefería la vehemencia a la contención, la variedad a la unidad, la tragicomedia al drama, la erudición y el recurso de la repetición como bandera del conocimiento.

     Polemista y discutidor, abrumador y acalorado, Romeo sirvió de nexo de unión entre muchas personas. Su discurso verborreico le llevaba a pontificar sobre música electrónica, arte contemporáneo o fútbol, lo que se terciase. Él mismo se forjó una personalidad que huyó de los lugares comunes. A mí me daba la impresión que reunía lo trascendente y cotidiano ante el gozo de escucharse. Buñuel y Sender, por poner dos ejemplos, fueron dos de los autores que más le obsesionaban. Del turolense llegó a decir que “sufría por no saber escribir” y del oscense que sus libros “eran profundamente cinematográficos”, cuando, en realidad, sus universos poco tenían en común y sus relaciones personales fueron agrias, casi nulas, dos aragoneses que Romeo los quiso unir, decididamente, por la fuerza de la territorialidad.

     Si algo no poseía este escritor y traductor (de Natalia Ginzburg) del barrio de Las Fuentes era esa inclinación por pasar desapercibido en la sociedad en general, y en la sociedad literaria, en particular. Si el escritor –una plusvalía mental de la que se puede prescindir sin que ocurra ninguna catástrofe- tuviese la soledad, el tedio o el dolor como relativos valores, que tampoco me voy a poner espléndido y decir absolutos valores, debería haber vivido encerrado en un pequeño círculo, tan pequeño que sólo podrían haber estado él y, si lo tuviera, su gato, y este con dificultad. La mayoría de los escritores actuales no saben vivir sin que el resto de los que llaman conocedores de la literatura los pongan por las nubes de la torre engreída de Babel, de la capital o, peor aún, provincianas. Cuando Romeo ha hablado de esos ciertos valores me viene a la memoria aquella frase de Samuel Johnson: “Sabiamente se alejó del bullicio de la vida lo justo para ser capaz de encontrar el camino de vuelta con facilidad, no fuera que al acabo la soledad se le antojara tediosa”.

    Nunca he entendido el tipo de literatura en la que se movía Romeo con lo que yo llamo su ‘núcleo duro’. Y este es otro cantar. Ahora existe una intromisión de lo ensayístico en lo narrativo y es muy difícil que los escritores no sucumban ante las modas como hacen los adolescentes con el acné. Sucede todo en mezcla contínua: imágenes, anécdotas fragmentarias, intromisión de múltiples voces, la ficción convertida en autoficción… Todo esto lo hacía muy bien y con más humor Jardiel Poncela. Pero como esta comunidad es tan desconsiderada con los pobres, solo se acuerdan de sus compañeros del ‘núcleo duro’ y a los demás que les zurzan, a contarlos con los dedos de una oreja. Ya lo decía el hombre de la escena que se consideraba aragonés de mentalidad y castellano de corazón: “Si queréis los mayores elogios, moríos”.

     Ciertas apuestas renovadoras –que no lo son- se basan en aspectos formales y en técnicas más o menos ensayadas desde el Antiguo Testamento. Romper barreras, combinando recursos de determinados géneros –narrativo, ensayístico, autobiográfico y otras variaciones textuales-, es mermelada fabricada y consumida antes de que llegara el estilo indirecto de ‘Madame Bovary’ y el monólogo interior de Joyce. Está claro que Félix Romeo sabía escribir. Incluso dominaba la forma. Su fondo, empero, tiene a menudo la decepcionante profundidad de un charco después de un aguacero. Se diría que está muy lejos de sospechar la hondura del misterio humano que se vislumbra, cuando la libertad descubre el horizonte inquietante de una responsabilidad más allá de la muerte. Sin esa libertad, sin ese misterio y sin esa responsabilidad, no habría Hamlet ni don Quijote, por supuesto, pero tampoco tendríamos la cordialidad maravillosa de Dickens o Saroyan. En consecuencia, y por paradójico que parezca, Romeo y su gente se instalan en una cultura comprometida con la intrascendencia.

     La renovación de la novela no vendrá gracias a nuevas técnicas y un estilo impecable, sino por el pensamiento. Las formas no generan un pensamiento nuevo. La gente lectora apuesta por una narrativa más novelesca que literaria. Escrita más por novelistas que por escritores. Lo que no quiere decir ni mejor ni peor. Les basta el estilo, la ambigüedad, la complejidad de la trama y convirtiendo la ficción en autoficción.

     Sea como fuere, habrá que citar, para terminar, a Salman Rushdie, al que tanto decía admirar Romeo: “Para demostrar que el fundamentalista se equivoca, tenemos que saber primero que se equivoca. Tenemos que estar de acuerdo en qué es lo que importa: besarse en público, los bocadillos de jamón, la divergencia de opiniones, la última moda, la literatura, la generosidad, el agua, una distribución más justa de los recursos mundiales, las películas, la música, la libertad de pensamiento, la belleza, el amor. Esas serán nuestras armas”.

     Felices sueños.

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