Por Carlos Calvo
Decía Enrique Asín que el ofrecimiento potencial de una vida en el ejercicio del acto artístico “tiene el requisito ritual de sacrificio conformador de la más sublime ceremonia en una muy compleja y sutil liturgia…..
…. Una liturgia viva, tan viva que tiene como final la muerte, en la que el transcurrir, el trascender, es rápido como la vida y lento y cadencioso como el ritmo de la muerte. Una liturgia solemne con un ceremonial anacrónico y evocador, con un ritual severo y un riguroso decálogo, el decálogo de la tauromaquia”.
Enrique Asín siempre resistió bien la tentación de las prisas de la juventud y estaba preparado emocionalmente para relajarse frente a la proximidad del final, hecho que definitivamente se desencadenó el pasado veintitrés de enero a sus sesenta y cuatro años de edad. Jamás vivió por el reloj ni quedó sin aliento al atarse los zapatos. Nada valía la pena tomarse las cosas con prisa porque, como todos, tenía los días contados. Últimamente le venían anchas las calles y se le hacía demasiado breve la luz verde de los semáforos. Nunca le quedó el recurso de llamarle sabiduría a la resignación y se reafirmó en la idea de que la felicidad consistía en que lo mejor de nuestras vidas estaba siempre, sin prisas y a veces con demasiadas pausas, al lado de sus amigos, de sus paseos y de su afición por la fiesta (de los toros y de las otras). Esas pausas que, a veces, irritaban a los jefes de las redacciones de publicaciones como “Heraldo de Aragón”, “Diario de Teruel” o “Pasarela, artes plásticas”, en las que colaboró con su erudicción sobre la tauromaquia, esto es, esa lucha, esa lidia, ese combate y ese “lance” con el toro. El arte del toreo, en fin, en su liturgia y en su tauromaquia, era su pasión, su vida, su obsesión.
En la Quiteria, precisamente, Tasio Peña le filmó unas impagables escenas con su gran amigo y valedor Fernando Polo –el del coso de la Misericordia-, en las que Enrique Asín evidenció la lucidez y el humor que le acompañaron siempre, y nos hacía soñar -y eso que uno no es muy de toros- con imágenes perdidas con la sangre y la arena de los ruedos como escenarios. O cuando le pedimos un capote, una espada, dos banderillas y un traje de luces (de no recuerdo qué toreros) para la realización del cortometraje “Faena de aliño” (Emilio José Repliego, 1993), del que se hizo un pase privado en su Museo Taurino ubicado en la calle Blas de Ubide, en una casona del Arrabal zaragozano. Este local se convirtió en un punto de encuentro y tertulias de aficionados y amigos, y esa colección (o lo que quedó de ella) se expuso en 2009 en el Palacio de Sástago, donde los visitantes pudieron contemplar su legado que abarca casi tres siglos de la historia de la tauromaquia: pinturas, esculturas, maquetas, litografías, espadas, grabados, estampas, carteles, música, cine, fotografías, documentos, periódicos, revistas y vestuario taurino.
Industrial de profesión, caricaturista y dibujante –solía incorporar a sus críticas de toros el dibujo pertinente-, conferenciante y escritor, perteneciente a la Unión de Bibliófilos Taurinos, Enrique Asín publicó libros como “Florentino Ballesteros, el torero de los tristes destinos”, “Los toros josefinos”, “Centenario taurino”, “Toreros y caballeros” o “El cartel taurino zaragozano del siglo XIX”. Siempre rodeado de capas y capotes, de trajes de luces y estoques, la memoria de los aficionados taurinos van a retener de por vida a Enrique Asín, el penúltimo romántico, tanto por su calidad de entendido y su talante de hombre campechano cuanto por haber hecho más llevadera la vida cotidiana de miles de amantes de la llamada “fiesta nacional”. O del derroche y el oropel desmedido, de la entrega inútil y la gallardía, del color, el calor y la vida.