‘Talas Atlas’ o el vuelo invisible de Antonio Uriel


Por Carlos Calvo 

  En su íntimo laberinto, acaso para descubrir el fin del mundo, o la luz del fin del mundo, el fotógrafo observa una forma de realidad que le abre una geografía única, deslumbrante.

   Una realidad que añade a lo cotidiano el vuelo invisible de la belleza. El cielo oscurecerá, sí, pero siempre habrá luz. Son esos instantes en los que la realidad se desdobla y contiene el pasado y el presente de una manera casi loca, acaso por una aleación inverosímil.

      Antonio Uriel (Zaragoza, 1957), fotógrafo creativo e intelectual que percibe su vasta cultura en el ejercicio estético, acaba de exponer su obra de su última pulsión en la galería zaragozana A del Arte, unos artefactos que buscan el polvo y las grietas, las llamas y las cenizas, el susurro de la naturaleza y las palabras, el aire que se lleva el humo y el silencio, la luz que atraviesa las telarañas.  Separar su cultura es ciertamente imposible para un teórico (y radical, si se quiere) que ha estudiado de manera excelsa a todos los autores habidos y por haber. O de algo igualmente etéreo, mágico e intuitivo cuando se trata de describir sus experiencias más inefables

       Uriel, en sus ansias por perdurar, recurre a una suerte de simbolismo para romper los moldes que impone la lógica racional. Sus alegorías sobre la meditación y la investigación inspiran un vertical sentido de la trascendencia. Una devoción convertida en arte para pisar el laberinto, el olimpo y el paraíso, y asomarse, en efecto, a sus símbolos, obsesiones y tradiciones, paralelismos que unen y justifican. Esos serían el propósito y la propuesta, que el fotógrafo postula sutilmente en el afán de discernir la verdad, siquiera de modo ilusorio, a la hora de buscar la sabiduría. Y relativiza el misterio que nos rodea. Y que, a veces, justificamos. “Somos”, por decirlo con Cervantes, “genética y fabulación, voluntad y un nudo de historias fingidas y verdaderas”.

    Los rasgos por los que transita se distribuyen en una suerte de sinfonía del propio Uriel, la indicación que le da la meditación de una solemnidad. Podemos estar más o menos de acuerdo con aquello de que el corazón tiene razones que la razón no entiende. Así acostumbramos a relacionarnos con el arte y en el amor, dos ámbitos, si no absolutamente inconmensurables, difíciles para establecer cánones que a todos gusten. Algunos se consagran a Baco y otros celebran las tesmoforias. Para todos los gustos.

    Sus instantáneas, en blanco y negro y de visión elíptica, son reflexiones sobre los procesos de creación, hirviendo a fuego vivo con profusión de influencias de la propia fotografía (Bernard Plossu, Robert Frank), del cine (Robert Bresson, Michelangelo Antonioni, Jean-Luc Godard, Werner Herzog, Alain Resnais), de la literatura (Jack Kerouac, T.S. Eliot, Marcel Proust), del arte, de la política y de cualquier otra disciplina o vanguardia. Un autor sin concesiones, que parece no trabajar para el público, pero el público está ahí y es el que mira. Es consciente de que su obra es enigmática, misteriosa, pero tiene temor, ay, de perder su sinceridad y su espontaneidad. Porque es su forma de expresión y acaso no tiene otra.

    Uriel, doctor en Bellas Artes con una tesis sobre la semiótica y estética de la fotografía, siempre desorienta y sorprende a aquellos cuyo conocimiento de las reglas y tradiciones les impide juzgar y encarar una evolución. Una forma de evolución, en fin, cuya discreción expresiva revela un singular carácter. Pero nunca se desalienta ni desmorona, simplemente continúa en la mima dirección, en la seguridad, sin duda, de que esa es la forma en que puede llegar a trascender. O perdurar. Al fin y al cabo, el zaragozano es un teórico con un perfil de ascético artesano que sabe hallar un lenguaje propio y opta por la fotografía como arte puro.

     Y con su obra alcanza aquello que perseguían los existencialistas en la literatura, haciendo una especie de vaciado de contenido narrativo para ir directamente a la esencia de la imagen en pos de una escritura visual. Como sus cineastas preferidos, Uriel se gana el verdadero poder de síntesis que tiene el montaje, construido como una sucesión de detalles que lo revelan todo dentro de una rigurosidad documental. El montaje, recuerda Uriel, “reproduce el proceso azaroso y arbitrario de la memoria”. Su obra, por ello, remite, muchas veces, al espacio fuera de campo, tanto en lo iconográfico (espejos, pantallas, muros, cortinajes, ventanales, escaleras, pasillos interrumpidos) como en las estructuras internas que crean las miradas de los sujetos fotografiados. Lo que se no se ve es también lo pasado.

     Uriel, en sus aspiraciones artísticas, trata de dar respuestas a unas preguntas que acaso no sean sino el intento de explicar la razón del vivir, pues una vida sin destellos es una vida sin sustancia y sin norte, condenada a la esterilidad y a la desesperación. En sus imágenes, el fotógrafo parece buscar una libertad como realización personal, en la que el estudio de las artes y las letras pasa a ser una suerte de velo halagador para cubrir la exaltación del yo. Por eso mismo, interviene en la realidad y transita por un territorio en el que sabe que no hay regreso. Y eso le da una rica y extraña variedad que podríamos definir como ‘unitaria’, pues crea una obra sobre un sobrio principio de, esto es, unidad, que hace que sus fotografías sean una única instantánea de la que es difícil deslindar las partes.

     Uriel divide la exposición en dos secciones. De un lado, la que llama Atlas, es decir, el archivo que bucea en la recogida de datos para su conservación. De otro, la que denomina Talas, o sea, la tala del montaje estratégico como sintonía en el pensamiento revolucionario (o marxista). Ambos apartados se van rozando poco a poco, como hila la vieja el copo. Se acarician y, ¡zas!, confluyen finalmente en una fusión de miradas huidizas, acaso fronterizas, entre puentes, charcos, nubes recurrentes o referencias varias que asoman o desaparecen fugazmente en una relación entre la experiencia y el vértigo de la memoria. Lo advierte el propio autor: “En cada una de las capas que atraviesa el montador late la linealidad sin retorno del archivo. Es la mezcla de las fotografías que brotan de la yuxtaposición y el contraste, y la de las fotografías rescatadas en ese cúmulo aparentemente inmanejable de ruinas al que se enfrenta alguien con una dedicación larga al medio”. Y ahí lo deja.

      Una de las preguntas del arte es si, hoy, es posible concebirlo con una vocación de posteridad. Es una pregunta que el arte no se había hecho hasta ahora. Hay que asumir que el arte es serio y debe indagar las partes oscuras de nuestra historia reciente. La dura experiencia del siglo veinte entierra la banalidad del arte, contrariamente a lo que muchos defienden. Uriel, como Cocteau, cree que lo barroco es lo vacío y el vacío –más allá del silencio- cumple y transmite una serenísima pulsión lírica, una función visual y sensible.

     El arte, al fin y al cabo, relaja a Uriel. Le inspira. Le ilumina. Le abre a nuevas sensaciones. Es la lucha del cuerpo a cuerpo. Sin tregua. Le abre puertas a significados fascinantes. Significados sobre la muerte, el oscuro motor de un arte incómodo. Y, en consecuencia, profundamente vivo. Para el zaragozano, leer y descubrir textos y autores es tan importante como crear. En esa parafernalia está su esencia vital, él mismo, que es un mensaje completo, un canto a la existencia. El canto que puede prescindir de esa melodía observa las cosas desde la distancia que permite hacer de lo inmediato algo extraordinario. Y viceversa.

     El poeta de los vientos escribió que la voz del compositor ha de dejar a un lado sus emociones y ha de ver el mundo como una lucha de arañas y moscas, sin inclinarse a un lado u otro de la realidad para no volverse un predicador. En las luchas de la opinión contra la razón, esta puede quedar siempre sentenciada a muerte. Acaso por eso, las artes y las letras se convierten en un elemento de comunión para Uriel. Sobre todo, cuando comprueba que sus suposiciones iniciales han desvirtuado y ya nada es lo que parece.

     El punto de inflexión ocurre cuando es el espectador el que ve las suposiciones destruidas del autor. Esa mirada y ese lenguaje se producen en esta exposición de la galería A del Arte. Y la obra del zaragozano no es más que un diálogo interior, consigo mismo. Así pasa de una disciplina a otra, con el mismo ímpetu que las dudas y los miedos de cualquier ser humano. Porque en cualquiera de sus escenarios, más acá o más allá de cualquier ego, imagina Uriel un vacío, una oscuridad inmóvil, eterna. Acaso el cielo oscurecerá, sí, pero siempre habrá luz. Es la paz o la ausencia de terror. Mira y, en medio de esos espacios, observa una mota de luz que sale de su más lejana esquina.

      La mirada de Antonio Uriel fija un tiempo quieto que no deja de moverse y da luz para no llegar a ninguna parte. Vivir es pasar de un espacio a otro sin golpearse. Y no desear ya nada. Solo esperar. Hasta que ya no haya nada que esperar.

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