Guillermo Cabal o la Zaragoza de la periferia industrial


Por Carlos Calvo

  Siempre al fondo. En una mesa, con su vermú, su pluma y su libreta. Escribiendo. Leyendo algún libro. Solitario, ensimismado, silencioso. Sin apenas rozarse con la gente.

    Así es él, todas las tardes de los días, las semanas, los meses, los años. Su nombre es Guillermo Cabal, en su guarida de una mítica bodega del Coso bajo. Desde su puesto de mando en la ‘Antigua Casa Paricio’, en efecto, el veterano pintor zaragozano pergeña mentalmente alguno de sus cuadros. La perspectiva le viene bien, y por eso se sienta ahí, imperturbable: en primer plano, “su” mesa con sus pertenencias; a mitad de camino, el bodeguero y los parroquianos departiendo experiencias vividas y bebidas (yo mismo), y al final… la puerta de entrada del establecimiento. Y por ahí da luz y color a las mesas y las sillas, la barra y las botellas, los vasos y los toneles, las garrafas y los letreros, los carteles y los muros, el suelo y las estanterías, los fluorescentes y los ventiladores de techo…

  “Trabajamos en la oscuridad, hacemos lo posible y damos lo que podemos dar. Nuestras dudas son nuestra pasión y nuestra pasión es nuestro empeño. Lo demás es la locura del arte”. Esta cita de Henry James bien podría valer para definir la obra que el artista plástico Guillermo Cabal expone hasta el siete de enero en el centro de Historias de Zaragoza. Pero también decía Sócrates que “solo seremos justos en la medida en que hagamos lo que corresponda”. En mi opinión, la abundancia opaca el valor de las pequeñas cosas. Guillermo Cabal las disfruta, pero cuenta que hace un esfuerzo diario por no extraviar las cotas de sus propias perspectivas: quién es, de dónde viene… Acaso por ello se detiene un instante y bendice su suerte, como en el rito de una oración. Tiene pintas de místico, de franciscano, pero es, en el fondo, un cachondo, un guasón, por su sentido del enredo. Como los personajes del tebeo de Francisco Ibáñez. No ha olvidado, en efecto, la lección de humildad que siempre recibe de sus más cercanos. Este hecho acompaña a Cabal en cada conversación, en cada instante, en el día a día, en su estilo de vida.

  En la obra de Cabal se advierte un importante cúmulo de referencias que, sin embargo, caen antes en el terreno de lo ambiental que en el de lo propiamente estilístico. La cincuentena de cuadros que ahora presenta basta para convencernos de que este artista es un buen conocedor de las posibilidades dialécticas de la pintura. Fábricas abandonadas, puentes,  azucareras, caserones en ruinas, palacios, catedrales, fundiciones, jardines, paisajes, tabernas míticas, museos… Un recorrido pictórico, en óleo sobre lienzo, por los distintos complejos fabriles decimonónicos, modernistas o racionalistas de la ciudad inmortal. Lugares de añoranzas y recuerdos, de crónica y testimonio próximos, que nos acercan a la biografía de una pintura que es narración y armonía, existencia y esencia, una suerte de realismo con toques de fantasía, un “realismo mágico” juguetón, que inventa fábulas

  Cabal pinta con sentimiento, con devoción y generosidad, como un cronista de espacios abiertos, una geografía que se entiende, se atiende, se hace memoria y sentimiento. Las vivencias y emociones más entrañables son parte de su memoria. Hay ocasiones en las que la belleza es el resultado de un deterioro, una conquista de la desidia, la primorosa consecuencia del abandono. La pintura de Cabal nos incita a un estado de melancólica meditación. Pinta porque le gusta, y además no se toma demasiado en serio a sí mismo. Está bien que los artistas no se tomen demasiado en serio a sí mismos. Ser autor, ser artista, tiene un lado hermoso y grandilocuente porque tratas de trascender. Todos los pintores quieren hacer un gran cuadro, quien diga lo contrario se engaña. Y al mismo tiempo querer trascender es imbécil. El verdadero pintor no necesitaría ni exponer. Lo otro puede ser un ejercicio de ego y narcisismo.

  Acaso lo que da trascendencia al arte es la maravillosa banalidad de lo cotidiano. Acaso Cabal no sea un pintor maravilloso, ni trascendente, pero sí es un buen pintor. Un artista detallista e irónico, lleno de humor y de comprensión cotidiana, con cuarenta y tres exposiciones individuales y más de cien colectivas a sus espaldas. Una hondura cotidiana, esto es, más allá de los pensamientos filosóficos o místicos, metafísicos o herméticos, acercando al espectador a un poso de cotidianidad muy asequible, con un lenguaje sencillo y profundo al mismo tiempo. Cuadros con la marca innegable de la nostalgia y la melancolía.

  Un artista que siempre reflexiona y escribe sus pensamientos, como cuando, desde el palco de cualquier teatro de la ópera, tuvo la lúcida percepción de que madame Butterfly jamás abandonaría la ciudad: “Algunos, en estos años de intermitentes sombras aciagas, tal vez hemos perdido el verdadero tono crepuscular de los distintos escenarios de la ciudad, tan dilatados, asombrosos, espectrales, periféricos y sórdidos. Luego, claro, los cientos de paseos por largas avenidas en las que se desintegraba el día en otro cientos de sensaciones físicas y mentales; retazos de luces disgregadas que ya no encajaban con la llegada de la noche. Después, ya no sabías dónde archivar aquellas secuencias tan hondas, quizá sobredimensionadas, todavía, por los estertores de los distintos crepúsculos repetidos hasta el vértigo, o hasta la gloria, o hasta el miedo, sí, porque el miedo teje su labor siniestra calladamente, en la noche, mientras el amor, probablemente, quizás, nos abandona para siempre subido en una barcaza que acabará por encallar en el desolado puerto de cualquier avenida”.

  Y termina diciendo: “Aquellas periferias industriales obsoletas que, en poco más de dos décadas casi han desaparecido. El inexplicable abandono de luces en la tarde, sombras presentidas, silencios que duelen e inquietan, inesperado crepitar de maderas antiguas, batir de alas y palomas en las afueras de las grandes naves abandonadas. La ciudad descarnada, desnuda. Erotismo que grita y calla para arder en un llanto de pasiones pretéritas y ¿venideras? Y el amor, casi siempre, retornaba –o retorna- a la ciudad por los postigos más desprotegidos de extramuros, o en la quietud indiferente de los cementerios donde, alguna viuda, aún confusa y dubitativa, todavía no era consciente del desgarrado esplendor de su belleza”.

  Para Cabal, el mejor premio de un cuadro es poder hacer el siguiente. Existe una pulsión de pintar sea cual sea el resultado. Como pintor solo puedes ser humilde y contar un relato con pinceles de la manera más honesta posible. Con eso bastaría. Y más en un pintor de oficio que cuenta historias. También las cuenta en la muestra con una serie de esculturas neoconceptuales: robots, ovnis, bailarinas… Escribía Borges, quién si no, que cuatro son los relatos posibles: el de la ciudad abandonada a su destino, el del regreso, el de la busca y el del dios sacrificado. ¿Quién refleja a quién: la realidad a la ficción o al revés? ¿Quién cuenta a quién? ¿Son los artistas los que levantan acta del desvarío de su imaginación simplemente o, bien al contrario, son estos delirios los que en el más radical de los sentidos nos cuentan a nosotros?

  Desde su trinchera tabernaria, decía, Cabal apuesta por ir disolviendo la rutina de los lugares comunes en favor de una lógica contrastada que no se impone, sino que se arma con todo aquello que está debajo de la evidencia. A estas alturas, pretender una valoración de las calidades estrictamente pictóricas de un cuadro sé que es una tarea que para muchos está fuera de lugar, en parte debido a la enorme importancia que hoy se concede al concepto que subyace a la obra y en parte porque ya no se avala corrección alguna en el ejercicio de la pintura. Todo, incluso lo más torpe e imperfecto, llega a ser admisible en aras de la argumentación que lo justifique.

  La pintura se interpreta en nuestros días más como una fuente de producción de imágenes que como un lenguaje en sí mismo y cualquier apreciación de la misma parece estar obligada a tener en cuenta esta conjetura por encima de cualquier otra consideración. Cabal, ni que pintado, pone cordura a todo este embrollo.

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