Iris Lázaro, frialdad distante y seductora

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Por Carlos Calvo
Fotografías de César Sánchez

  Decía Borges que “somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”. O sea, somos lo que hemos vivido, lo que recordamos. Acaso por eso el mejor dispositivo para recuperar la memoria sea volver a los lugares de la infancia y revivir lo vivido.

   Es lo que hace Iris Lázaro cada dos por tres en sus viajes a los campos de Soria, a ese su Trébago natal, donde el paisaje se torna un tapiz según va andando, siempre el mismo y siempre distinto. Son los verdes, mezclados con los tostados y dorados de la mies, que contrastan con los remiendos rojizos y pardos de la barbechera. Los orillos y ribazos son un estallido de flores azules, rojas, amarillas, violetas. Son las mismas flores de la infancia de Iris Lázaro, y los mismos trigos, los mismos pájaros, los mismos escaramujos con rosas elementales de cuatro pétalos, los mismos tomillares florecidos en la subida de la ermita. Es como un milagro esta explosión de vida en una tierra árida y fría de largos inviernos y anchas soledades.

  Esa frialdad distante y seductora se percibe en la retrospectiva que la pintora soriana afincada en Zaragoza expone en la Lonja hasta el último tránsito de diciembre. Una pintora que le toca estrenar el mundo en 1952, a la falda del Moncayo. Una pintura minuciosa –minutísima, por decirlo con el gran Umbral-, que respira respeto reverencial. Pronto demuestra soltura con los lápices. Apenas con veinte años se traslada a Zaragoza e ingresa en la escuela de artes aplicadas, donde conoce al pintor Eduardo Laborda, quien le anima a dedicarse exclusivamente a la pintura. Poco a poco, como hila la vieja el copo, se hace hueco entre los artistas de la inmortal. Hasta entonces parecía que el futuro le guardase el sitio. Es una creadora formal, de óleos, de dibujos, de grabados, con una estética mecida por la ornamentación desnuda, las flores, las piedras, los paisajes ligeramente esquivos, las escenas mitológicas y el culto a la belleza. Es el tiempo de los secretos, y del silencio, y de la tormenta, y de la felicidad. El tiempo en sus manos. Y en sus pinceles. El bello entorno de la comarca soriana, con ese imponente Moncayo como testigo mudo de todo y de todos. Y que se funde en otra tierra: la zaragozana y, por extensión, la aragonesa.

  En la evolución del arte, el concepto de belleza se ha presentado de forma recurrente como uno de los ingredientes principales para su admiración. La famosa reacción conocida como síndrome de Stendhal aparece vinculada a la sobrecarga sensorial provocada por este concepto, que no es el único ni universal, sino que responde, como cualquier subjetividad, a construcciones culturales. A partir de la precisión técnica con la que un paisaje es representado, la copia de la realidad pasa por ser uno de los códigos más fácilmente asumibles por el gran público. La exposición de Iris Lázaro se enmarca en el terreno del realismo mágico, el naturalismo épico y el simbolismo desde su propio parapeto, lista para saltar las miradas de los visitantes. Sus armas son la destreza y la imaginación, en la mecánica y en la estética, para evitar, así, la tentación engañosa del estilo y la decoración.

  Pero no caigamos en una excesiva simplificación. Pese a que en su carta de presentación cuenta con contenidos reconocibles y una codificación de fácil acceso, la relación con ella requiere de una actitud más que pasiva. A pesar de ganarse una primera aceptación por la impresionante semejanza con la realidad, la obra de Iris Lázaro esconde recovecos sobrecogedores y estimulantes que conviene explorar para valorarla tal como merece. Entre la poética, la quietud y la perfección melancólica del ineludible paso del tiempo, la inapelable calidad de sus composiciones se apoya en paisajes y puntos de vista que desafían nuestra mirada. Porque el pasado es un reloj que señala las horas del presente, inmóvil el péndulo fugaz del desamparo. Epifanías que marcarán los días y las noches.

  El tiempo, ya se sabe, le llega a todo el mundo. Ese tiempo en el que, vayas donde vayas, te tropiezas con el pasado. Intentas esquivarlo. Cruzas de acera. Cambias de costumbres. Cierras los ojos. No quieres verlo. Pero, como en aquel cuento de ‘Las mil y una noches’, es inútil esconderte en el último rincón. El pasado siempre acaba apareciendo donde menos te lo esperas. El tiempo infranqueable, que todo lo arrasa. Incluso el dolor. Puede que seamos ceniza del tiempo, su daño colateral. Puede que solo seamos cronología amontonada. Pero también cada día es un inicio y una nueva oportunidad. Hay que dar tiempo al tiempo.

  Esto lo entiende muy bien Iris Lázaro y lo organiza todo alrededor de la pintura, sin pensar nunca en la posibilidad de otros caminos. Esa pasión sin descanso por ella es la que da impulso, finalmente, a los cuadros, donde la pintura y la vida funcionan como dos puntos del mapa, y cuya silueta tiene el perfil personal de la artista. La memoria es el centro del laberinto. La clave de bóveda sobre la que se alzan todas las vidas. Todas las pérdidas. Todos los encuentros. Todos los olvidos.

  La retrospectiva (1977-2016) se compone de cincuenta y siete pinturas al óleo y cinco dibujos, y en ella se puede apreciar el mundo que le fascina: la publicidad, la vegetación, el ambiente campesino, el hábitat urbano. Dividida en seis apartados (‘El hueco del silencio’, ‘Sobre la piel del muro’, ‘Jardines fronterizos’, ‘In memoriam’, ‘Del árbol caído’, ‘Amares’), la espiritual y telúrica artista recorre el misterio del paso del tiempo, el deterioro, la ruina, la decrepitud, el mundo desaparecido o a punto de desaparecer, desde los vestidos y telas al modo surreal hasta la realidad rural más poética, que lucha por sobrevivir: los árboles moribundos, los días de nieve, el invierno desolado, los bancos de cualquier parque… Al fin y al cabo, Iris Lázaro, con su apuesta –muchas veces- por los colores fríos, mantiene vivo el olvido y enciende (y trasciende) el silencio de la naturaleza. Es la pervivencia de los olvidos. Como el retrato de sus padres, un homenaje filial con el que se cierra la exposición. Son sus padres, sí, pero bien podría representar a cualquier individuo del mundo rural por los que la autora tiene predilección.

  Nuestra vida es una desesperada lucha contra la soledad y la pérdida. Todo lo que hemos amado está condenado –alguna vez- a desaparecer. Nadie puede librarse del pasado sin controlar sus fantasmas, La mejor terapia es abandonarse a ellos y dejar que pueblen la mente. Como apuntan los clásicos, la curación está en apurar nuestros venenos. La terapia de Iris Lázaro, ciertamente, es la pintura. Y a lo largo de estos cuarenta últimos años jamás ha olvidado que cualquier permanencia es transitoria, porque desvela la naturaleza efímera de los objetos, de nuestra mirada. Acude a nosotros el verso suelto de Manuel Martínez Forega: “El olvido es un dulce hachazo de la muerte”.

  Enmarcada dentro del realismo figurativo de la tradición española, Iris Lázaro “no solo es una de las principales representantes de nuestra pintura figurativa”, en palabras del estudioso Rafael Ordóñez, “sino también la indiscutible maestra del realismo en Aragón y, por ende, una de las más importantes artífices de dicha tendencia en el ámbito del arte español contemporáneo”.  Una pintura que recrea un tiempo no ya perdido, sino oculto en la niebla del pasado. Un escenario de sombras, de aleteos caprichosos de la memoria, de un destino que juega como el viento rompe los nervios en una noche de otoño. El halo misterioso aleja su obra de la realidad a la vez que la representa mediante un momento concreto.

  La obra de Iris Lázaro parece surgir del espacio mítico de la infancia donde se hallan las fabulaciones y los resultados de una poderosa imaginación. Un espacio que, en sus óleos, emerge con fuerza a partir de las distintas fracturas de lo real y que, finalmente, revela a una creadora con un profundo respeto por la naturaleza y su poder transformador. Y la poética se desliza con intención, afilada a conceptos ortodoxos. Son los ecos de lugares y escenas como fragmentos de la memoria. Son las composiciones que por realistas convierten en trascendental la pintura como evento plástico universal e intemporal.

  Desde su niñez, Iris Lázaro siente adoración por esas laderas del Moncayo que hacen guardia permanentemente por los fértiles cultivos de Trébago y donde el silencio acude presto a la llamada del atardecer. Se escapaba hacia los campos y se perdía en ellos arrebatada por la emoción y la ilusión de ser libre durante unos instantes. Solo pintando puede pensar las cosas hasta el final. Un artista explica el mundo. Crear es dar sentido al mundo. Y el concepto de marco (o encuadre) lo determina todo. Se tiene un simple encuadre para contar o narrar el pasado, el presente y el futuro. Cada vez que inicia un óleo no hace otra cosa que abrir una ventana al universo.

  Es un viaje por los recuerdos, por las vivencias, por los gustos y preferencias, las nostalgias, sin plazo de partida y de llegada, en los afluentes de la infancia, una ruta diáfana por la belleza, abierta a un guion de sentimientos, una propuesta que se transforma en luces y contraluces, en color y composición, en paisajes e intimidades. Todo ello en busca de la estética más certera, como avisos emocionales que Iris Lázaro quiere compartir. Crear un clima propicio en el que nada falte ni sobre, contribuir, esto es, a la creación de un lenguaje articulado que pasa por el recogimiento, por silencios y exclamaciones, por un canto a la naturaleza, por una afirmación de las evocaciones.

  Trébago, siempre Trébago en Iris Lázaro, siempre los alrededores, los bancos, las fuentes, los caminos, el fogonazo que inspira un recuerdo, el recuerdo que anima el presente, el presente que se transfigura en pasado. Un laberinto de bosques de robles, de quejigos, pinares, encinares, restos arqueológicos, construcciones pastoriles, paisaje y tradiciones. Un laberinto sin fin. La epifanía, decía. El capítulo que, en el laberinto de la memoria, descifra toda una vida.

  Iris Lázaro recrea el fastuoso laberinto de la memoria. Perder la memoria es perder el jardín de una vida con sentido. Pero hay quien mantiene que lo mejor es olvidar. Para olvidar algo es necesario saber qué se quiere olvidar. No es fácil. Acaso el olvido sea una virtud. Acaso no lo sea. Acaso, en fin, la pintora no le tenga una especial devoción al futuro. Y va haciendo senda con su paso lento, su ánimo inconcreto y la extrañeza un tanto alerta por las cosas que oye y ve. Es una mujer que abraza de alegría con el mismo brazo que a días se entristece. Cosas suyas.

  El futuro es un humo de ala dulce y homicida. Una esperanza con neones. El futuro es un espejo de tiempo quieto. Es más ágil el pasado. Más delator y más certero. La artista nunca aplaza una racha de entusiasmo, pero hay mañanas para saltarlas de perfil. Su pintura, como el cine, como el poema, es también una herramienta para descifrar nuestra historia, nuestro pasado. Y también nuestro presente, nuestro futuro. Porque la pintura de Iris Lázaro es el silencio de la quietud de las piedras y las rocas, de los matorrales que crecen en el interior de las casas abandonadas y el del césped que tapa los caminos. El del polvo que se posa en los aleros, el de la humedad que pudre las vigas que sostenían tejados, el de los cristales rotos.

  Y las hojas secas, las raíces, las charcas, el río, el mar. “La recurrente evocación del mar”, vuelvo a Rafael Ordóñez, “tiene mucho que ver no tanto con la posible nostalgia de los mares milenarios que cubrieron las tierras sorianas en edades geológicas anteriores a la nuestra (el monte de Trébago es también territorio de fósiles marinos) como con la presentida añoranza de quienes partieron a la emigración allende el océano y fomentaron, quizá inconscientemente, los deseos de conocer y convivir aquellas intransferibles experiencias en las orillas de una realidad tan lejana como desconocida e inabordable, perdida para siempre y olvidada en potencia antes de haber llegado a poseerla”. Cielo y agua construyen lienzos paradisíacos. Es el mar cargado de enigmas y leyendas. Y parece oírse el ruido del oleaje. Como una resaca. O como la propia creadora, siempre escuchando con más ganas de oír que de hablar.

  El visitante se acerca a los cuadros de Iris Lázaro desde el asombro o el desamparo, desde lo inédito o su sospecha. A su pintura se accede exactamente por una ventana de desconcierto. Nada está al alcance de lo que se conoce. Hay algo por estrenar y solo se descubre cuando aquí se mira. El territorio de Iris Lázaro es el de las pequeñas certezas, el suelo de los afectos –siempre acogedores-, el abrazo del aire y la amistad, la emoción de los espacios, una vida compartida con el tiempo. Una elección o un destino. Esa pequeña –minutísima- parte del mundo que está en todos sus caminos y que se bifurcan en sueños y barrancos azules, aventuras y soles de invierno, ausencias y orillas verdes, malezas y robles de juncar, rosadas y chopos yacentes, encinas y claros de tierra, berzas y malvas reales, invernaderos y rincones de lirios…

  El pasado, escribió Faulkner, no está muerto. Y añadió: “Ni siquiera es pasado”. Iris Lázaro lo sabe y, en consecuencia, lleva lustros empeñada en ‘pintar’ lo que somos en las huellas de lo que fuimos. Como si se tratara de un juego de espejos, la artista ha ido elaborando a lo largo de su carrera profesional una serie de piezas infectadas por el proceso de la fabulación. Los propios títulos son evocadores, como la memoria son solo heridas: ‘Dos caminos’, ‘El huerto del azafrán’, ‘Metamorfosis’, ‘Elegía andaluza’, ‘Satén blanco’, ‘Bajamar’, ‘Vanitas’, ‘Ola’, ‘Lluvia’, ‘La parra de moscatel’, ‘Cantero de puerros’, ‘Naturaleza viva’, ‘Azul escarcha’, ‘El muro tejido’, ‘El guardián del desierto’, ‘El barranco chiquito’, ‘Cabello de ángel’, ‘El jardín encantado’, ‘En el umbral’, ‘Trigo y arena’, ‘Punta seca’, ‘Signos de vida’, ‘El cementerio de Trébago’…

  La artista reconstruye su propia realidad, porque solo le interesa pintar lo que nadie puede fotografiar. La pintura, para algunos, es un medio de vida. Para Iris Lázaro es la vida misma: se mete en el estudio y se aísla de todo. Desde sus inicios más o menos surreales hasta el naturalismo poético de hoy, con esos elementos paisajísticos empleados (y explorados), siempre con un carácter simbólico, próximo al realismo mágico, Iris Lázaro propone el virtuosismo de sus veladuras, tan significativas en sus pinturas. Más allá de un Gaspar David Friedrich –más cercano a los universos literarios de un Bécquer o un Poe- y los artistas esenciales del paisaje universal, Iris Lázaro recurre a la experiencia propia: emociones, ensoñaciones, angustias, dilemas éticos, relatos, vivencias…

  Todo viene, esto es, de las vivencias de quien pinta. En silencio. Un silencio para reflexionar, sentir, ensoñar. Algunos callan porque no tienen nada que decir; otros callan porque tienen mucho que callar. Ciertamente, hay silencios que hablan y habladores que no entienden la importancia del silencio. El silencio, a veces, se puede cortar; otras veces es tan espeso que resulta indestructible. Los silencios no solo son un espacio entre dos palabras, sino que también poseen vida propia. Y, a menudo, no pueden ser más expresivos.

  La pintura de Iris Lázaro es el silencio de la cosecha creciendo entre adversidades. Es el silencio de la azada rompiendo los terrones de fértil tierra negra, que ahora espera, yerma por ausencia. El de los nombres de lugares que ya nunca vuelven a pronunciarse. Son los silencios que, poco a poco, como hila la vieja el copo, van devorando la vida en los pueblos de Soria o en cualquier terruño de cualquier geografía, allá en las afueras. Las aldeas mueren porque los jóvenes se marchan, en busca de una existencia mejor, y sus hijos nacen en la ciudad, bajo otra bandera. Es el lento silencio de la despoblación. Es la pérdida de la esperanza, el abandono de la ilusión, el ejercicio de la callada desesperación en la que, decía Thoreau, viven la mayoría de los seres humanos.

  Es, en fin, el silencio de los suelos agrietados, las baldosas rotas, los muros derruidos –abatidos por un cielo tormentoso o simplemente derrumbados en su soledad desolada-, los maniquíes como figuras hieráticas, los ropajes como muertos, las letras quebradas, las ruinas abandonadas, los yerbajos rebeldes, las berzas heladas, las hojas y los azulejos, los frutos y los ramajes, las plantas abrasadas por el cierzo o, quién sabe, por los ardores del estío… Para devolvernos a lo que una vez fuimos, hace falta romper el espejo, coger un trozo de cristal, asestarnos un tajo. En mitad de la rutina monocroma. Confrontar el dolor. Notar el corte. Sentir la herida.

  Entre los viajes a Trébago y la pintura va encontrando Iris Lázaro el equilibrio al que ha aspirado toda su vida y que para ella es sinónimo de felicidad. Acaso marcha a sus raíces para encontrar ese rato de silencio, de distancia y de descompresión que necesita. Tiene que quedarse sola, muy sola, para atreverse a estar más sola aún, sin miedo a lo que deja hasta que vuelve. Nuestra tacañería es el tiempo y el silencio. Cuántas veces (algunos) hemos soñado con tomar aire en otras cosas para afianzarnos mejor en lo que uno más quiere. A mí me da que Iris Lázaro aprendió de pequeña a perder el tiempo sin rencor, a mirar, a contemplar, a enterarse. O sea, a ganar tiempo perdiéndolo. Es una hermosa lección, por austera.

  A Iris Lázaro la elegancia le llega hasta las manos. O acaso nazca en ellas, hechas de hueso marcado, de un marfil muy leve que escapa por el aire en zureo inesperado, como queriendo apresar el tiempo. Cuando el silencio crece es sencillo pensar que la felicidad está en otro lugar, cuando debe nacer del interior. El silencio del presente, el de la paz de la distancia, que puede servir de bálsamo a quienes viven rodeados de ruido y confusión. Y el lento silencio de un futuro desértico. Como un montón de espejos rotos.

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