Orsini, mon amour, ou le spectacle de la société

155OrsiniPPor Carlos Calvo
Fotos: Paloma Rodrigo

   “¡Atención! Esto es un aviso de bomba. No es un simulacro. Antes de que el aburrimiento nos estalle en la cara, lanzamos nuestra explosión de formatos y proclamamos nuestra inconveniente alegría entre tanta grisura.

Nos reivindicamos irreverentes, aunque no reivindicamos nada. Nada y todo. No son estos tiempos en que la realidad parece estar dispuesta a contar nada. Nada es duradero. Todo está sometido al discurso de la mercancía. Todo es mercancía y espectáculo, pero suele ser mediocre. No sabemos si nuestro espectáculo vale tanto, pero esperamos que os estalle en la cara. Las viejas consignas ya no sirven. Ya no hay sociedad del espectáculo. La société est le spectacle. Nuestra explosión creadora os ama. Tenemos una bomba y tiene nombre: Orsini”.

Con estas palabras, escritas con la sutileza del siempre agudo J.M. Marshall, se inauguró en el zaragozano espacio ‘In-cógnito’ de la calle Arcadas una exposición dedicada al revolucionario italiano del siglo diecinueve Felice Orsini, ese anarquista que buscaba la independencia de su nación y, por ello, planeó un atentado contra el emperador francés Napoleón XIII, utilizando bombas diseñadas por él mismo. Pero su magnicidio fracasó. Fue posteriormente arrestado y encarcelado, pero consiguió fugarse y refugiarse en Inglaterra, donde publicó una narración relatando su detención y un libro de memorias. Su fuga, por sus aspectos románticos, impresionó a toda Europa.

Para tal fin, las cerámicas de Miguel Ángel Gil con las de Lorena Sanz, las pinturas de Javier Joven con las de Alfosno Val Ortego y las fotografías de Paloma Marina conforman el corpus de esta exposición colectiva titulada ‘Orsini, mon amour’, cuyos artífices se sumergen entre la filosofía, la trascendencia y la ética con la bomba como protagonista. El tema de la locura de la guerra, de los atentados y de las crueldades es tratado desde una perspectiva teórica, incluso teológica, a modo de conflicto entre los grupos humanos. Es, parecen decir los artistas, una afrenta a la naturaleza y a la divinidad. Y se adentran en la conciencia colectiva e intentan reconciliar la fragilidad de la vida con lo implacable de los comportamientos, acaso para amplificar los sentimientos como señas de un diálogo interior continuo. Con ello, seguramente, se mantiene la sensación de anonimato entre ellos. Los artistas, al fin y al cabo, son conscientes del mundo que les rodea, de su belleza. Es como si observaran a esa extraña especie que destruye lo que hay de bueno (y de malo) en el mundo y se preguntaran qué ha acarreado con su libre albedrío. ¿Cuándo la crueldad es excesiva? ¿Está la vida permanentemente militarizada y todos debemos seguir obligatoriamente las órdenes de una corneta cuartelera? ¿Es un riesgo que hay que correr cuando una persona hace uso del libre albedrío?

El motivo conceptual de Miguel Ángel Gil lo expresa en varias piezas que van desde el Gaudí de la Sagrada Familia o la virgen ensangrentada tras el impacto hasta Mateo Morral, el que atentara contra Alfonso XIII. Es, claro, el jaque mate al rey. Javier Joven, tan pop como surrealista, homenajea el claroscuro de Caravaggio, en una explosiva mezcla de Felice Orsini con la contundente modelo de origen colombiano Valeria Orsini. Por su parte, Paloma Marina remansa la colectiva con tres instantáneas que juegan con las luces y sombras de la ambigüedad sexual, los efectos y afectos de unos trabajos plasmados hasta sus últimas consecuencias. El conjunto de estas obras arrastra elegancia y llagas, usos y costumbres del infierno. También del paraíso. Sus autores huyen de algo y de sí mismos, buscan algo de otros y de sí mismos. Cada uno encarna una rebelión. La oscuridad y el terror de fuera se hospedan dentro de ellos y acaba en un grito de pasión y libertad.  Tanto Miguel Ángel Gil como Javier Joven y Paloma Marina saben –o intuyen- que todo el arte moderno deriva de esa rebelión que encuentra belleza donde dicen que no hay. Es la fascinación por el abismo, el hechizo del desastre refulgiendo de atracción. Es la tensión de la que nace toda la fuerza del arte moderno. Dioses y demonios en una encrucijada de los tiempos, concebidos como lenguaje de la estética, la política y el pensamiento.

Siempre delicada, Lorena Sanz nos ofrece un grupo de granadas de mano colocadas a pie de suelo y una muñeca en lo alto como faro que las ilumina, y consigue un conjunto en el que el concepto de la guerra tiene lugar no tanto en el campo de batalla como en la mente de los que participan en ella. El contraste entre la naturaleza más o menos exuberante en los momentos de respiro y el peligro real o latente de los enfrentamientos surge en paralelo entre la experiencia vivida, los recuerdos y los sueños recurrentes. La autora elabora, esto es, un canto a la naturaleza en un escenario sangriento y una exploración de la pureza humana que sobrevive en medio del conflicto bélico. Y todo parece flotar, literalmente, al son de la mirada de la niña que sirve de juguete, sobre unos monólogos encendidos que perforan el enfermizo lirismo de unas granadas que se limitan a acariciar la superficie del desastre. Es la fragilidad, la poética que lucha con la violencia.

Y ante el ataque de tanta violencia contenida, un suponer, aparece el gris. La defensa del gris. Si lo miramos con detenimiento, el gris es un color tan espectacular como cualquier otro. Sin embargo, casi nadie lo escogería como su color favorito. El gris tiene mala fama. Soporta una identificación exagerada con lo anodino y lo insignificante, con aquello que no tiene personalidad. “Es un hombre gris”, nos dicen. Y al instante pensamos en alguna clase de pelagatos. Sin embargo, el mar indomable del invierno es gris. “Gris como en una leyenda”, escribió en un cuento Thomas Mann. ¿Y de qué color es la plata? ¿Y el hierro? No parecen materiales sin personalidad. Si nos manejásemos con un poco de rigor, debería caber la posibilidad de que hubiese hombres grises como la espada de Alejandro Magno. La piedra también es gris. El pobre Quasimodo de Victor Hugo llegaba a reconocer en aquellos muros de la catedral de Notre Dame, que eran su prisión, la vida variada de un bosque. Aunque ni siquiera es necesario remitirse a los grandes logros de la arquitectura. Hay algo de trampa en eso y el gris no lo necesita. Basta con la naturaleza. Los desiertos de piedra son extrañamente hermosos. Y una simple cantera es un espectáculo, a su manera, hipnótico, una violenta desnudez de la realidad que nos muestra algo así como la tramoya secreta del mundo. Como una bomba, estalle o no.

Es, para qué engañarnos, como si un hacha gigante hubiese atravesado la montaña. Queda en ese tríptico una cartografía fría de violencia y un sinfín de reflejos, un laberinto de vetas, un catálogo de arañazos. También una suerte de muestrario de grises, desde el más oscuro, que colinda con el negro, hasta el más claro, que parece un blanco ennoblecido, menos cursi, más imponente. Sucede porque hay en el gris una garantía de seriedad, una huella de dureza, con el ocre mirando de reojo. Si lo miramos con detenimiento, el resto de colores pueden parecer un poco superficiales a su lado. Son, atención, las ‘grisallas’ de Alfonso Val Ortego. Una amenaza bella y gris, inconfundible. Una garantía, una promesa. Una tolerable seña de identidad. Un bombazo.

Artículos relacionados :