¿Poesía visual en Aragón?

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Por Carlos Calvo
Fotografías de Rafael Esteban

El relieve semántico de la poesía hace del esfuerzo crítico e imaginativo, del tiempo del lector, un ingrediente.

En una ceremonia ‘in’ de la confusión entre lo popular y lo elitista, en un falso difuminado de los límites, nos fascinan la banalización de la poesía sometida a la superficialidad de ciertos lenguajes artísticos y la metamorfosis del mero juego intelectual.

    Muchos no se molestan en leer y cubren su cuota de prestigio cultural con eventos expandidos de arte contemporáneo.

     Como investigación personal y colectiva, la exposición del Centro de Historias en torno a la poesía visual en Aragón, presente hasta el nueve de noviembre, viene refrendada por el populismo de cierta intelectualidad que opina y denuncia, en el compromiso político y en el compromiso con el material narrado. No es fácil crear ansiedad e inquietud en el visitante con voces poéticas como pensamientos poco probables.

     El arte poético acaso busca en el museo simplemente refugio y no una plataforma adecuada. Cuando hoy proliferan las imágenes, vistas y no vistas, la muestra de poesía que se ve pone el dedo en muchas llagas.

      Afrontar el trabajo de Isidro Ferrer, José Orna o Charo de la Varga implica atender a la elaboración de un discurso y a su proceso de creación, optando por la significación emocional, al tiempo inmutable, personal y aséptico. El tiempo de observación se desdobla reversible en el collage tridimensional de Gerardo García y Serafina Balasch.

     Es el tiempo del vocabulario, del pensamiento, de la memoria. La intención de Pedro Perún (quien firma como la conocida marca de champán, pero al revés), Edu Barbero y Miguel Ángel Gil, coordinadores del proyecto, es provocar un diálogo entre el texto poético, las obras y el espectador.

    Los propios Perún, Barbero y Gil trabajan sus respectivos intereses literarios, fotográficos y ceramistas, con buena o mala leche, como unas metáforas del infinito.

     El recorrido pretende ser una exposición estructurada de forma diacrónica y sincrónica para mover fronteras geográficas y también temporales, correspondiendo con los afectos o desencuentros que han tenido (o tienen) algunos artistas invitados con ciertas corrientes o autores. Una poesía visual de la tierra, del barro, del instante, para ponerse a vivir sin tiempo. Ahí están, sin ir más lejos, los nombres, emergentes o reconocidos, de Nacho Bolea, Óscar Sanmartín, Miguel Ángel Ortiz, Mariángeles Cuartero, Carla Nicolás, Roberto Coromina, Gema Rupérez, José Luis Yus, David Abriego, Helena Santolaya, Ricardo Calero, Susana Blasco o Pierre de La (el del champán, decía).

     Son, en total, veinte artistas residentes o naturales de Aragón que, más allá de la pintura, la escultura, el vídeo o el mismísimo Joan Brossa (ese que acumulaba polvo en los libros de poesía de sus estanterías), ofrecen al visitante una visión personal a través de un lenguaje poético y con la utilización de recursos literarios.

    Un conjunto de doscientas piezas en el que se aglutinan la ironía y el juego de letras, la poesía discursiva y el ganchillo, el surrealismo y el diseño gráfico, los objetos encontrados y manipulados o la crítica a las guerras, con la desolación que conllevan y la dificultad de ser en ellas uno mismo para lo bueno y para lo malo. Tampoco resulta sencillo ser imparcial. La neutralidad suele practicarse más táctica que sinceramente.

    ¿Poesía visual en Aragón? La incógnita, aun discutible, es atractiva por su predisposición de la retórica manida a las metáforas infinitas. Las hay contundentes, elegantes, divertidas, pretenciosas, apañadas, jorobadas. Es la rebelión de los creadores, se podría decir, al modo del mito de Prometeo: “Tal vez podría librarle de su problema”, sugiere el doctor a Igor. “¿Qué problema?”, responde el tullido. “Ya sabe, la joroba”, insiste Frankenstein. “¿Qué joroba?”, se pregunta Igor.

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