Por Carlos Calvo
Venías a verme todas las mañanas del mundo. A la tienda de nuestros amores. Y comprabas el diario decano de esta ciudad tan heroica e inmortal como puta (esto es de Julio José Ordovás, al que te hice leer).
También, todas las mañanas del mundo, me traías un café solo, bien cortito y sin azúcar, y una magdalena. Y hablábamos y hablábamos. Entre risas y sonrisas. Con enjundia. De esto y de lo otro. De lo de aquí, de lo de allá y de lo de acullá. De las cosas de la vida, en fin. Venimos, acuérdate, de una inexistencia y nos dirigimos a otra.
Contigo hablo, amigo Germán, de apellido Redondo y con un alias, Oppelli, que casi nadie ha sabido escribir. Parece mentira que hasta un familiar tuyo –bibliófilo- lo siga haciendo con una sola ‘p’. Te voy a echar mucho de menos. Te has ido y no pude despedir como me hubiera gustado. Me cogiste en otra geografía, maldita sea. Tú sí que viniste a decirme adiós, junto a Mirian, tu compañera artística y sentimental. Y solo supe balbucearte: “No me jodas, Germán”.
Cuidadosamente, en nuestras conversaciones, fuiste haciendo memoria que documentaba tu vida, tu entorno, también tus fascinaciones. Las escenas que retratabas eran una memoria auxiliar que, quizá, en algún momento, emergieron de algún fondo de nostalgia con esa extrañeza tierna y fascinante que se activa al mirar atrás. Lo que veo ahora, en esencia, es el mundo donde se contorneó tu trabajo circense. Tu espacio de formación fijado por ti, subrayando aquello que te interesaba. Te tienes que morir para que todo tenga sitio, razón, forma, volumen, porqué.
Hablábamos, Germán, del momento en que las cabezas pensantes decidieron contar con nuevos puentes y echar abajo los viejos. Y de buscar una normalidad que no alcanzamos, que ya no estamos para más derrumbes. Acuérdate que te pedí colaboración de tus experiencias como payaso para esta revista pollera y te lanzaste, como un dinosaurio, a escribirnos reseñas en las que hablabas de todo y de todos. Y ejecutabas los textos en tu máquina de escribir Olivetti, pues el ordenador te cogió, ay, con el pie cambiado. Y yo, con mucho placer, volvía a teclear digitalmente, pero ya sin ese sonido tan musical, y que tanto te gustaba, de los viejos artefactos, como le ocurría, te dije para tu sorpresa, al mismísimo Francisco Umbral.
Hablábamos de tu compañero Enrique Benedí, con el que formaste el dúo aragonés ‘Los Oppelli’. Hablábamos de los acróbatas, de los domadores, de los empresarios, de los animalistas, de los actores de cine y de teatro, de las fiestas de los pueblos, de los hijos de puta. Cuando el animal humano sufre de veras, decías, lo primero que hace es ponerle un bozal al animalista. Y preparamos en la tienda el discurso del premio honorífico a toda tu carrera en la gala del teatro aragonés de 2019, con nariz roja incluida, que debías lanzar al público asistente después de tus palabras de agradecimiento. Dicho y hecho. La foto ha quedado como un icono metafórico de un espectáculo en extinción.
Supervisábamos, una y otra vez, el guion que tenía preparado para hacerte un documental como dios manda, y que guardo como oro en paño, en el que hablabas de un oficio del que estabas enamorado, sobre el que siempre estabas contando historias de otros tiempos que ayudaban a conocer la profesión a las nuevas generaciones. Un documental, no lo dudes, que algún listillo –o listilla- de la subvención terminará haciendo sin entender nada. La historia de siempre, ya sabes.
Hablábamos de tu periplo internacional (Francia, Italia, Egipto, Libia, Túnez, Marruecos, Argelia), del “gordo y el flaco”, de los hermanos Marx, de Charlie River, de Luis Raluy, de los Tonetti, del ‘pufo’ del jaqués Marceline -¿de qué hablas, Antón?-, de Fernando Fernán Gómez y su “viaje a ninguna parte”. De ese sentido tributo a la profesión de los cómicos, un canto a un mundo extinto en el que los sueños, el amor al oficio y el compromiso solidario marcaban el sentido de la existencia. Las correrías de un grupo de comediantes de la posguerra que ve cómo su pequeño mundo se acaba, devorado por el cine, el fútbol y la radio, y que acabará añorando un pasado que no fue mejor. Una película, recuerda, a la que reprochábamos, sin embargo, su tendencia a la autocompasión.
Te fascinaba tu trabajo circense y también el cine, sobre todo la carpa felliniana y sus monstruos de feria, esa galería de friquis que reflejaba de forma extravagante su mundo interior. Acaso porque su cine siempre ha descrito la tensión entre el hombre moderno y los rudimentos del pasado, los sueños eróticos, el machismo caricaturesco o la extraña mezcla de crítica y enamoramiento simultáneo hacia una sociedad espectáculo que termina convertida en odiosa industria publicitaria. Fellini, decías, no olvidaba nunca la vulgaridad de la vida, por eso su cine es misterioso, porque la vulgaridad también lo es. La vulgaridad y la belleza se funden en la retina felliniana.
Como el autor romano, nosotros hablábamos de la trivialidad de la risa, de la mediocridad del mundo, de la imperfección de la vida, de la magia. Hablábamos del pulso contra el pasado en busca del progreso. Los tiempos de las variedades han cambiado, sí, y para el circo ha sido catastrófico. Toda acción provoca una reacción. Hasta quienes apenas frecuentamos a Newton conocemos la ley. Todo cambio que hagamos tendrá consecuencias. Sea en salud, economía, educación, trabajo, ocio o cultura. El puente que construyamos hacia el futuro deberá ser el adecuado. O se irá abajo. Y nosotros con él.
Por eso mismo hablábamos de las gentes de flama y señorío, de la ruina de todo aquello por lo que merecía la pena luchar. Me dijiste que vigilara lo que –supuestamente- escribieran de ti. Y que te dedicara estas palabras con el título de ‘Punto y aparte’. Y así lo hago, claro que sí. Porque las personas no mueren del todo mientras las recordamos. Es una frase que a ti te gustaba, digna de aparecer bien en el reverso de un sobre de azúcar o bien entre las páginas del cualquier libro de Jorge Bucay, lo sé, pero también sé que la frase es cierta. Cuando empezamos a olvidar a los que ya no están es cuando empiezan a desaparecer de verdad.
Así lo siento, Germán, con el íntimo orgullo de haberte conocido y haber descubierto a una persona brillante. Lo que abunda, por desgracia, son personas que se creen brillantes y no saben, pobres, que no lo son. Trataste con hombres del campo y pensabas en lo mucho que ellos sabían y nosotros ignorábamos, y en lo poco que a ellos importaba conocer cuánto nosotros sabíamos. Por eso repetías, cada dos por tres, aquello de que la enfermedad del ignorante es ignorar su propia ignorancia. Los hombres brillantes, por el contrario, no acaban de morirse nunca, siempre permanecen, de alguna extraña manera, junto a nosotros. Lo dice muy bien el añorado Ángel González en ese poema que rescato como llanto: “… Pero si tú me olvidas, / quedaré muerto sin que nadie lo sepa…”.
Como a Monterroso, el pasado es para mí un pavoroso dinosaurio que me mira con ojos de idiota y espera el momento en que sus intestinos apestados le digan que ha llegado el momento de devorarme. Veo en tu adiós, Germán, una puñalada al pasado compartido. Me has dejado en la desolación y no tengo ya continuidad alguna con el pasado. Tal vez exagere, pero a mí se me ha robado el ayer. Te voy a echar mucho de menos. Todas las mañanas del mundo.
Nota de la redacción: No os perdaís esta entrevista:
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