Germán Redondo, el ‘opelli’ de la nariz roja

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Por Carlos Calvo

    Parece que la etapa fundamental es la infancia. Después todo está ya ganado o perdido. Quizá no sea cierto que la infancia sea siempre una edad de oro. Nietzsche decía que debíamos poner en nuestras vidas la seriedad que pone el niño en sus juegos.

    Lo que da una superioridad al niño sobre el adulto es su manera de manejar el tiempo. El niño juega entregado al instante. Y, como Wyttgenstein afirmó, vive eternamente quien vive el presente. La eternidad es el tiempo de la infancia. Solo deja de temer al futuro quien vive en el presente. Pero la infancia también es conciencia de limitación y finitud. ¿Por qué los niños se entregan tanto a los payasos de la pista? Evidentemente, porque les hacen reír. Es su tiempo, su presente. El tiempo de la felicidad. Los payasos son los filósofos infantiles.

    En su bello libro ‘La infancia y el filósofo’, Jorge Úbeda encuentra en la obra de Platón motivos para pensar de un modo nuevo la finitud y la temporalidad humanas. Y lo hace a través de una personal y pertinente interpretación de los dos diálogos en los que aparecen niños: ‘Lisis’ y ‘Cármides’. La educación platónica consiste en el cuidado del alma. Y el alma es razón que desea y es también amor. La clave se encuentra en ese incesante deseo de amar y ser amado. Si se niega el alma, se niega la condición de la posibilidad de la educación. La filosofía, según Platón, aspira al conocimiento de lo verdadero. ¿Hay algo más verdadero que un niño?

   De esto sabe mucho Germán Redondo, mítico payaso zaragozano que hizo pareja con Enrique José Benedí –ya fallecido-, conocidos como los Opelli, una pareja muy popular en la época por sus ocurrencias e hilarantes parodias, de risa sana, espontánea, y envidiable sentido musical (acordeón, guitarra, saxofón y soprano), siempre con sus bofetadas, sus consabidos trucos, sus chistes sin malicia y el clásico pasodoble como fin de fiesta. Germán era el ‘zapatones’ –el de la nariz roja, también llamado ‘augusto’ (‘tonto’ en alemán)- y su compañero Enrique, el ‘carablanca’ –el ‘listo’, también llamado ‘enharinado’-. Juntos han estado siempre presentes en muchos aconteceres de esta ciudad inmortal, donde nacieron, se criaron y desplegaron su arte e ingenio. Y, claro, han hecho reír a grandes y pequeños, en pueblos y ciudades, en Aragón y en España. Y también por todos los continentes.

  -Germán, cuéntame tus inicios en el mundo artístico. ¿Siempre quisiste ser payaso?

  -Siempre he querido ser payaso. Sin embargo, lo veía inalcanzable. Tanto es así que centré mis esfuerzos en ser actor. Al estar haciendo el meritoriaje en el teatro Principal me surgió la oportunidad. Chomín, que fue durante muchos años utillero del Real Zaragoza, buscaba a dos compañeros para hacer varios festivales y así fue como empecé, con los nombres de Boby, Berto y Pitín.

   -¿Cuándo y por qué nacen los Opelli?

  –Yo quería ser profesional, pero Chomín, casado y con hijos, no lo tenía tan claro. Enrique y yo comenzamos a ensayar, a tomar clases de solfeo y comprar vestuario nuevo. Eso sí, sin dejar nuestros empleos: Enrique en Giesa y yo en Tudor. La ocasión estaba al caer. Francis Santos ‘Muletazos’, conocido empresario, montó un espectáculo en que la primera parte era circense y la segunda taurina (toreaban, recuerdo, Paco Camino y Chiquito de Aragón). Con él estuvimos seis meses actuando en Aragón, La Rioja y Navarra. Aquello fue para nosotros una ‘alternativa’, pues solo hay un sitio más difícil para actuar que una plaza de toros: un campo de fútbol.

  -¿Por qué el nombre de los Opelli?

  -En el circo todo es fantasía y los nombres también tienen que serlo. Recuerda a Pinito del oro, Miss Mara, los Tonetti…

  -¿Había, en tu época profesional, tradición de payasos en Aragón?

  -Como referencia aragonesa tenemos al oscense Marceline, triunfador en Londres, Nueva York a finales del XIX y principios del XX: un extraordinario payaso injustamente olvidado. No hay tradición de payasos en Aragón y dudo que en un futuro inmediato la haya.

  -¿Fuiste feliz en tu infancia?

  -Sí, muy feliz. Recuerdo cuando con mi hermana Fina íbamos a visitar a mi tía Isidora, que vivía en la calle Heroísmo y, a la vuelta, con la propina que nos daba, entrábamos en casa Quiteria a comprarnos caramelos y regaliz.

  -¿Te llevaban tus padres o algún familiar al circo?

  -No. Siempre iba solo. Mis amigos preferían beber algún vinito moscatel y levantar las faldas a las chicas en el paseo de la Independencia. Yo, con mis escasos emolumentos, iba siempre al circo. Eso sí, a las tres y media: “Niños y militares a mitad de precio”. Algún extra tuve que tener porque recuerdo que invité a una vecinita que me gustaba, que, por cierto, rehusó alegando que en los circos olía muy mal. ¡Coño con la niña!

  -¿Qué payasos te hicieron reír más de pequeño?

  -Recuerdo al payaso valenciano Cugatti, que actuaba en el circo California. Era mi preferido. Con el paso de los años, compartimos circo, él ya próximo a su retiro. Solo yo sé las dificultades y trabas que puso a nuestro trabajo, pues era el payaso principal. ¡Vaya, vaya, con mi admirado Cugatti!

  -¿Qué payasos de la actualidad admiras?

  -Admiro mucho a Luis Raluy ‘Lluiset’. Sus actuaciones son verdaderas poesías.

  -¿Nace o se hace un payaso?

  -El payaso es un actor que interpreta siempre el mismo personaje, que tiene que enriquecer en cada representación. Necesita técnica y aprendizaje. Por lo tanto, se hace.

  -¿Cuál era vuestra diferencia entre el ‘carablanca’ y el ‘augusto’?

  -La diferencia tiene que notarla el público para que la actuación funcione. La responsabilidad de que el público ría es del augusto, pero el clown tiene que ayudarle, marcando los tiempos, respetando los silencios mímicos del compañero. El carablanca no tiene que ser impetuoso, ni humilde. Debe hacer valer su autoridad, más que con palabras, con gestos. El augusto está convencido de que es más listo, más guapo y gusta más a las mujeres. El clown sabe que eso no es así, pero nunca se lo dice. 

  -¿Cómo montabais vuestros espectáculos?

  -Con mucho cariño. Recuerdo el primer espectáculo. Lo hicimos con un malabarista llamado Colás y un ilusionista chino afincado en Zaragoza llamado Fumanchú. A este lo habíamos conocido en el circo Austria. 

  -¿Trabajabais por vuestra cuenta o integrados en un circo?

  -Estuvimos actuando en circos desde 1960 hasta 1971: el Zoo, el Circus, el Amar, el Bélgica, el Austria, el Milán, el Alemán… Empezaba el desconcierto en el circo: niños cantores, juguetes rotos, canciones, variedades, animación de palmas y pitos… Era el momento de empezar un nuevo ciclo. Mi meta era recorrer toda la nación. Necesitaba un furgón para el material, furgoneta para los artistas, decorados, megafonía, luces, atrezo… Así surgieron los diferentes espectáculos ‘Carcajada’, ‘Lentejuelas’ y ‘Alegría Circus’. Hasta hace una década hemos recorrido nuestra geografía, desde Gerona a Huelva, desde La Coruña a Almería.

  -¿Os imponían los números en los circos o eran de vuestra propia cosecha?

  -No, nunca nos impusieron el repertorio. Lo que sí nos pedían era que, antes de la parodia y la parte musical, contáramos algunos chistes políticos, de doble intención, que el público recibía con alborozo, más que por la calidad porque estaba prohibido contarlos.

  -¿Recuerdas algún número que os pidiera la gente? ¿Cuál fue el más famoso?

  -Con diferencia, el más solicitado era ‘La barbería’. Estábamos actuando en Túnez por un periodo de mes y medio y transcurridos un par de semanas decidimos cambiar de parodia.  Cuando ya terminamos de actuar, el público empezó a gritar: “Le coifeur, le coifeur”… Vino rápido el empresario: “Venga, venga, hacer el número de la barbería”… Claro, tuvimos que salir de nuevo. Actuábamos en la plaza El Jadra y comprábamos todos los días huevos para la parodia. Todos nos saludaban, pero nadie nos decía los Opelli, ni siquiera los payasos, sino ‘le coifeur’. Cuando faltaba una semana para finalizar, esta vez sí a mala leche y con todo preparado, hicimos lo mismo que la vez anterior. Y, claro, ocurrió más de lo mismo. Fue muy emocionante, lo confieso.

  -¿Cuál es la preparación técnica de un payaso? ¿Qué cualidades ha de tener?

  -La preparación es bastante complicada. Hay que hacer malabares, sin ser malabarista; acróbata, también sin serlo; equilibrista, no hace falta que lo hagas muy bien… El público lo agradece. Lo que no perdona es la parte musical, hay que hacerlo muy bien, sobre todo en los pasodobles con fandanguillo o en las colombianas. El payaso tiene que tener buena voz, hablar con claridad, poseer cierta mímica (no confundir con muecas) y, sobre todo, ganas de gustar, no decaer un momento durante la actuación: el público lo capta y sale de situación.

  -¿Qué hay de cierto en ese dicho acerca de la profesionalidad de los payasos que dice que son capaces de llorar por dentro y reír por fuera?

  -El día veintiséis de junio de 1987 volvíamos de una pequeña turné por Burgos para terminarla en Jaca. Cuando llegamos a mitad de mañana al lugar de actuación, un agente municipal me espera para decirme que llamara urgentemente a mi hermana. Había fallecido mi madre y vine a Zaragoza para verla. A continuación, volví a Jaca para hacer la función. Nadie notó nada. Mis compañeros, sin decirme nada, se pusieron unos pequeños lazos negros en sus vestimentas. Sí, somos capaces de llorar por dentro y reír por fuera.

  -¿Cómo es la vida de un payaso sin su pareja profesional? ¿Puede un payaso actuar solo o es otro género?

  -Sí, puede hacerlo. De hecho, en algunos circos lo probaron, acompañando al augusto un mosquetero, una bailarina o un muñeco, pero eso no es un payaso. Eso es… otra cosa.

  -¿Cómo fue tu relación fuera del trabajo con Enrique José Benedí?

  -Entrañable. Juntos pasamos alegrías, tristezas, peligros. Era más que un hermano. Cuando en 1985 tuvo que retirarse de los escenarios, debido a un ictus cerebral, pensé en dejarlo todo. Él me animó a seguir. Me decía: “Germán, adelante, tú puedes sacar esto”… Él siguió viajando con nosotros. Le encomendé pequeñas tareas, compra de regalos, regidor de escena, cometidos que sabía le hacían feliz. Enviudó y fue su deseo ingresar en la residencia de Movera. Yo lo visitaba frecuentemente y me preocupé de que no le faltara de nada. Cumplí su último deseo: introducir en el ataúd su mejor traje de clown. Bueno, fue mi compañera Mirian la que lo hizo.

 -¿Qué os diferenciaba de otros payasos?

  -Siempre procuramos introducir novedades en nuestras actuaciones. Naturalidad dentro de la comicidad, no gesticular en demasía. Se puede hacer reír sin parecer un botarate.

  -¿Quién te hace reír a ti?

  -Me hace gracia la situación que se crea en un ascensor de diez o doce plazas: unos saludan, otros no contestan, y durante el trayecto unos miran arriba, otros no saben qué hacer, nadie habla. Es divertido.

  -Dime una razón para reír…

  -La carta que ha enviado la ministra a los pensionistas, que, gracias al esfuerzo del gobierno, les suben un euro con cincuenta al mes. ¡Menos mal, ya puede el jubilado tomarse un cortado al mes! Eso sí, sin churros, no se vaya a indigestar…

  -¿Qué es para ti un payaso?

  -Un personaje entrañable, desgraciadamente en vías de extinción.

   -¿Qué ha sido lo más difícil de esta profesión?

  -Para nosotros alcanzar la internacionalidad, otro idioma, otros gustos, otras costumbres, otra forma de interpretar. Fue duro, la verdad, pero nos abrió las puertas de otros circos importantes en España. También nos abrió a la televisión: en Zaragoza con el programa ‘Los aragoneses’, en Madrid con ‘Silla de pista’, en Barcelona con ‘Fiesta’…

  -¿Y lo más divertido?

  -No sé si la más divertida. Con el paso de los años, quizás sí. Estábamos actuando en España con el circo Milán. Todos sus componentes eran italianos y coincidíamos con seis artistas que hacían su número de cuerdas aéreas. Una de ellas era Clarita, la hija del empresario. Yo viajaba con ella en el coche de su padre y entre nosotros había cierta complicidad. Actuábamos en un parque, sería otoño porque había muchas hojas de árboles por el suelo, y yo cogí una y le dije: “Toma, para que tengas un ricordo mio”. Pensé que me iba a mandar a paseo, pero no dijo nada. Cuando terminó la temporada y el circo marchó a Italia, me llamó y me enseñó su diario: en él tenía la hoja que yo le había dado. “Como no quieres venir a Italia”, me dijo, “la conservaré siempre”. Espero, Clarita, que seas muy feliz.

  -¿Qué es lo que más te gusta del circo?

  -El ambiente familiar que se respira entre los diferentes artistas. Son, normalmente, varias familias las que componen la plantilla, pero los que vamos por libres somos bien acogidos.

  -¿Existe alguna vacuna para los que no saben reír?

  -Ir al circo. Y más que ir, sentirlo.

  -¿A quién es más difícil hacer reír?

  -A los adolescentes, entre diez y quince años. Tú no sabes cómo entrar, entre otras razones porque ellos tampoco están muy seguros de lo que quieren.

  -¿Era rentable tu profesión?

  -Sí. Hasta finales de la década de 1970, el payaso era el rey del circo, y eso se traducía en su salario. Hasta el punto que compañeros envidiosos pusieron en marcha esa leyenda circense que todavía perdura: “Si el circo se llena es que la compañía es muy buena; si va poco público es porque los payasos son muy malos”.

  -Sé de tu pasión por el cine negro clásico. ¿Qué películas te interesan de este género? ¿No es contradictorio dedicarte a hacer reír y que te gusten los relatos turbios?

  -Mi favorita es ‘Forajidos’. También me agradan ‘Atraco perfecto’, ‘Cayo largo’ y ‘El cuervo’, entre otras muchas, claro está. Su proyección me relaja, me apasionan esos ambientes sórdidos en los que no siempre sus protagonistas salen victoriosos. Y no olvides, Carlos, que en ‘Atraco perfecto’ el ladrón emplea una máscara de payaso. Algo es algo.

  -De todos los cómicos del cine, de la época silente o la sonora, ¿quiénes te interesan más? ¿Cuáles son los más completos? ¿Aprendíais de ellos?

  -Acaso los más completos hayan sido los hermanos Marx, pero mis favoritos fueron Stan Laurel y Oliver Hardy. Siempre se creyó que fueron los primeros que interpretaron las películas ‘Los deshollinadores’ y ‘Los fantasmas’, pero se comprobó que antes que ellos la hicieron en el circo Antonet y Beby. Ojalá hubiera aprendido algo de ellos. La mímica de Stan Laurel me parece insuperable.

  -¿Qué te parecen clásicos de la pista como Grock, Popov, Pinoccio, Charlie Rivel, Joe Jackson, Otto Griebling o Emmet Kelly? ¿Te influenciaron de algún modo?

  -Fueron grandes referentes en su época. No, no me influenciaron demasiado. Los payasos tristes me producen una gran ternura.

  -¿No ocurren cosas terribles cuando uno se toma la vida muy en serio?

  -Tarde o temprano acaban por ocurrir. Tanto va el cántaro a la fuente…

  -¿El mejor circo es el que hace reír a pequeños y grandes?

  -Sí, el circo tiene que ser alegre, luminoso, con chicas guapas que estimulen la vista, con algún número en la cúpula, caballos, leones y graciosos payasos. Hasta hace muy poco funcionó el lema de “trapecistas, payasos y animales”.

  -¿Por qué crees que se utiliza el término ‘payaso’ para descalificar a alguien?

  -Lo dicen, en muchas ocasiones, por hacer la ‘gracieta’. Como aquello de “pongo un circo y me crecen los enanos”. Los profesionales pasamos del tema.

  -¿No te parece un ‘circo’ la política actual? ¿El mundo no es un gran circo?

  -Sí. Y de tres pistas.

  -¿Qué piensas de la corrupción?

  -Es terrible. Mientras no se tomen medidas rápidas (hablo de días, no de años) y rigurosas, no llegará la paz social. En estos días hemos sabido que Bárcenas ha salido de prisión. Así es imposible solucionarlo.

  -¿Por qué al poder le gusta tan poco el humor?

  -Bienaventurados sean mis imitadores, porque allí se verán mis defectos. No les interesa.

  -¿A qué político aragonés le regalarías tu nariz roja?

  -Ya, ya, pues hay unos cuantos muy graciosetes…

   -¿Dónde actuabais en Zaragoza?

  -En la plaza del Pilar para las fiestas patronales y las de primavera. Si llovía, a la Lonja. También de la mano de Emilio Eirós, por los barrios tanto urbanos como rurales. Antes de la actuación hacíamos un pequeño desfile por las calles del barrio. Iba una banda militar. Y las ‘majoretes’. Y un grupo de jota. Y nosotros, dando caramelos a los niños. También actuamos, muchas veces en cuentos infantiles, en los teatros del Mercado, Principal, Argensola, Circo, Fleta…

  -En vuestra vida artística hay un momento en que salvasteis la vida de puro milagro… Me refiero a lo que os ocurrió en Argelia, la explosión de la OAS. ¿Me podrías relatar lo sucedido?

  -Fue camino de Sidi Bel Abbes, en Argelia. Faltaban pocas semanas para la independencia argelina y la OAS estaba dando sus últimos coletazos. El convoy donde viajábamos era de tres unidades, camión con caja que era nuestra caravana, la jaula de los leones y otra pequeña rulot. El camión lo conducía un artista del circo de Pedro Alcalde, con su esposa y una niña de dos años. Paró Pedro y al instante rompieron la puerta de un culetazo y aparecieron dos hombres con metralletas. “¡Arriba las manos, bajar!”. De un rápido vistazo me di cuenta de que había un coche cruzado en la carretera, y otros dos hombres con metralletas. “¿De dónde sois vosotros?”, dijo el que parecía tener el mando. “¡Españoles!”, respondí. “¡Júralo!”. “¡Lo juro!”. “¿Por quién?”. “¡Por la virgen del Pilar!”. “¿Viaja con vosotros algún moro?”. “No”. En ese momento se abrió la puerta de nuestra caravana y apareció un compañero árabe del circo. Nosotros no sabíamos que estaba escondido. Fue visto y no visto. “¡Venga, marcharos!”, nos dijeron. Alcalde se puso nervioso y arrancó el convoy dejándonos en tierra. “¡Venga, ir corriendo y no volváis la vista atrás!”. Yo pensé: “Estos se han creído que les hemos mentido; en el momento que empecemos a correr nos liquidan”. Pero no fue así. Siempre he creído que la virgen hizo el milagro. Ah, por descontado mataron al árabe.

  -Vuestra vida estará llena de anécdotas. ¿Podrías relatarme alguna?

  -Con mucho gusto. Actuamos en Radio Zaragoza y la emisión salía al aire, por lo que eran miles de personas las que lo escuchaban. Entonces no había televisión. Henry me preguntó: “Yo serví en la armada. ¿Y tú?”. Yo contesté, buscando el juego de palabras: “En la que se va a armar”. Con la mala suerte para nosotros que ese mismo día había una concentración de requetés en Montejurra. Al siguiente día fuimos llamados por el avispado censor. Yo le dije la verdad, que no sabía ni dónde estaba Montejurra. Después de un intenso interrogatorio, parece que se quedó conforme. Pero no nos libramos de una multa de dos mil pesetas (cobrábamos quinientas) ni de un apercibimiento en nuestra ficha artística. Recuerdo, finalmente, que se hizo cargo de la multa la emisora radiofónica. Lo del apercibimiento era harina de otro costal. Vamos, que no lo quitaron.

  -Siempre se dice que Zaragoza es parca en reconocer a sus vecinos, pero en vuestro caso no es así… ¡Tenéis hasta una calle! Además, le habéis regalado un manto a la Pilarica… Eso es mucho tomate, ¿no?

  -Bueno, lo de la calle todavía es un proyecto, pero la verdad es que siempre nos hemos sentido muy queridos. Bueno, yo también hago lo que puedo, pues en 1996 me entregaron el trofeo ‘clown’ y en mis palabras de agradecimiento dejé bien claro mi lugar de origen y mi cariño a Zaragoza.

  -¿Os han reclamado alguna vez desde la escuela municipal de teatro para que impartierais clases magistrales en ella?

  -No.

  -¿En estos tiempos de crisis sería la mascota ideal la gallina de los huevos de oro?

  -Sí, pero habría que asegurarse antes de que los huevos fueran de oro, porque tal como están las cosas… 

  Un auténtico placer conversar con Germán Redondo, el augusto gracioso, pícaro, vulnerable, tierno, sincero. Todo él travesura y oficio. Para enamorarse de este ‘opelli’ de la nariz roja. Como siempre. Para siempre.

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