Italia: En palacio con Byron


Por José Joaquín Beeme

       Nicolas Roeg inventó demasiado: imposible una Venecia desierta y fantasmal, en cuyas calles se celan mil amenazas y hasta diminutos asesinos de roja caperuza.

Por José Joaquín Beeme
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia

   Yo siempre la he visto desbordante y vivaz, hormigueante y solar, y esta vez, atraído por el lamín de las caricaturas leonardescas y otras fisonomías monstruosas que alistaba el Instituto Véneto de Ciencias, Letras y Artes en el palacio Loredan, ni se desmintió ni, pese a mi repelús por los turistas del ínfimo coste, consiguió defraudarme. Incluso yendo y viniendo de noche, cámara en ristre, entre Rialto y la plaza de Campo Santo Stefano donde campea el lexicógrafo Tommaseo, o entre San Marcos y el puente de la Academia, haciendo natural escala en el bar de Harry y en el de La Fenice. Zoco variopinto, en todo caso, por fortuna navegable.

    Me alojo en el palacio Mocenigo Ca’ Nuova, un oasis del barrio de San Marcos asomado al canal Grande, donde lord Byron escribía amenizado por su pequeño zoo portátil (volátiles, dos monos, dos perros, zorra y lobo) y después de hacerse unos largos desde el Lido (hubo una copa Byron de natación) seguido de cerca en góndola por alguno de sus catorce criados. En ese ambiente trufado un día de objetos exquisitos y salones mundanos, ahora decadente y en continua reconstrucción, aprendo de los muchos dogos, procuradores, capitanes de flota que dio la casa a la república marinera, pero sobre todo de la muy discreta relación de Lucia Memmo Moncenigo, anfitriona de Byron al final de sus días, con Napoleón Bonaparte, tras haber servido como dama de corte para el príncipe Eugenio de Beauharnais y para la emperatriz Josefina.

    Poquísimos saben que una estatua monumental del ardiente corso, águila y cetro inconcluso, quedó varada en el atrio de palacio. La esculpió en pose de emperador romano, cumpliendo un encargo formalmente de Alvise Moncenigo (pero en realidad de su esposa), un alumno milanés de Canova, Angelo Pizzi. Vinieron luego los austriacos, cambiaron las tornas y las conveniencias políticas, y allí quedó el nuevo César mirando al jardín, medio compuesto y sin novia. El vasto inmueble, agotado el linaje Mocenigo, conoció luego el abandono, alguna destrucción en las guerras mundiales, subastas y troceamiento de la propiedad, hasta dar en unos apartamentos cucos para hijodalgos como quien esto rasguña.

   Lo cuenta el periodista e historiador romano Andrea de Robilant, descendiente de los Mocenigo por parte de madre, que ha dedicado a Venecia todos sus esfuerzos narrativos: en su debut, a partir de la correspondencia familiar, reconstruía las vicisitudes de sus ancestros; abundó más tarde en la primacía sobre Colón de los hermanos Zeno, que aproaron a Groenlandia; los amores de Hemingway con su «última musa», la malograda condesa Adriana Ivancich, le sirvieron para tejer una biografía novelada, y partió de las cartas y diarios de su bisabuela, la bella Lucía, para desvelar secretos de arcón en Lucia nel tempo di Napoleone.

    Un concierto nocturno en la cercana iglesia de San Vidal, a cargo de unos virtuosos cuanto exhibicionistas Interpreti Veneziani, me lleva en alas de Vivaldi, Bach y Corelli hasta esos mundos perdidos, éstos sí definitivamente fantasmales, misteriosos, noveleros y novelescos. Plebeyo y todo, me arrancan una sonrisa de simpatía.

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