Italia: Rossini


Por JJ. Beeme.

 

       Algunos compositores tienen el poder de encender mis sentidos, de ponerme in crescendo si cualquier cosa —son muchas, a medida que uno toma conciencia— me abaja o recorta las alas. Las oberturas de Rossini cabalgan sobre mis dedos en el teclado…

…, brincan en mi frente, me fulguran la mirada, se encorren como aliento de gigantes y un no sé qué de río y rabia y rapto genésico (que vinculo siempre a la vida, al arte) me nace de las entrañas para anidar en fuerza de palabras, élan, risa, llanto, conmoción. Violines marciales de Semiramis, que desde el pianissimo se abren veloces en una flor de metales incandescentes. Sutil Escalera de seda, esperezo de bosque con rocío mañanero hecho flauta, loco vaivén de tornasoles. Aires de conspiración en la tuba de El turco en Italia, como un presagio de grandes empresas, finalmente resuelto en gracia y cristal, en danza y ritornelli de vivos alfileres. Barbero de Sevilla: se pueblan de requiebros las cuerdas, en diálogo, en tirabuzón, para entregar a las trompetas su carga de rompiente y maravilla, ejército moreno de azúcar, torero al modo francés de Bizet. Tancredi, con sus mozartianas introducciones y sus ecos populares, de canción de aldea, rumoreos que igualmente desembocan en desatados tutti de la orquesta, sabiamente modulados en volumen y profundidad. En Guillermo Tell quiere ganar la melancolía, pero unas tríadas de clarinete que juega preludian y lanzan la épica catarata que parece despertar a todas las criaturas del centro de la tierra, en una aurora magnífica y terrible jineteada por las cornas a una velocidad de diablo. De la locura volcada en La urraca ladrona me basta recordar sus efectos en el drugo Alex —tipo sin ley— de La naranja mecánica, cómo disparaba sus instintos de dios inverso. Gioacchino: nadie bautiza así en Italia, suena arcaico, niente musica para los oídos melazosos de los papás hodiernos, anglotomizados. Pero el sibarita de Pesaro representa, pese a sus vicios políticos, un máximo en la matemática de los sonidos. Condimenta, frenético, sus alegres tartas con todo lujo de sabores que no pesan ni engordan —aunque le teman, como a Paganini, los violinistas desganados—, antes bien aligeran, obran el milagro de la levitación. Siempre a punto del estallido, del no va más paroxístico, pone un punto final del modo rotundo y sabroso en que lo haría una guinda descomunal. Abro la pasticceria del entusiasmo y me lo encuentro siempre, a pedir de boca.     

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