‘El último show’


Por Don Quiterio

  En la década de 1960 los humoristas incorporaron a su repertorio la boina y las alpargatas, lo que el público conocía como un “matraco aragonés”. O paleto avispado, vaya usted a saber. Se trataba de contar chistes de sal gruesa, exagerando el acento de la tierra.

   Uno de los primeros que actuaron de esa guisa fue el humorista Carbonilla, injustamente olvidado, ya que fue brillante su trayectoria. Fernando Esteso lo popularizó a escala nacional a través de televisión, algo que sacaba de quicio al periodista Alfonso Zapater.

  También lo hizo otro aragonés, Manolito Royo, aunque, la verdad, no lo hacía muy a gusto. El Señor Tomás, un cómico tudelano con un show de apariencia ruraloide, lo hizo un corto tiempo (falleció en un accidente de automóvil), y solía terminar sus espectáculos con un reparto de hogazas de pan, trozos de chorizo y tragos de vino en bota.

  Ignacio Moreno, popular locutor de Radio Zaragoza, dirigía un programa nocturno en el que los radioyentes participaban. Miguel Ángel Tirado, a la sazón vigilante nocturno de un garaje, también colaboraba en el espacio, contando chistes. En realidad, llamó pidiendo que le pusieran un chiste y acabó contándolo él. De ahí surgió, a la edad del Cristo crucificado, la figura de Marianico el Corto, quien adornaba el final de sus actuaciones imitando –muy mal, por cierto- a cantantes de actualidad. O ‘cantantas’, como Cecilia. Hoy son personajes extinguidos, el público ha cambiado –afortunadamente- y esa clase de repertorio está finiquitado.

  Con todo y con eso, Marianico el Corto, más allá de la herencia del humor baturro encarnado por Paco Martínez Soria, recogió el testigo del Señor Tomás, ya sin su competencia, y lo imitó tanto en vestimenta (boina, chaleco y alpargatas) como en tipo de comicidad. Después vinieron los bolos en pubs, salas y discotecas hasta que la televisión lo convirtió en una celebridad. Luego desapareció de la pantalla pero ha seguido alegrando los veranos de las fiestas patronales en muchos pueblos y los inviernos de los jubilados en Benidorm, en la costa del Mediterráneo, el mar de Homero, el mar de color de vino de la ‘Ilíada’ y de la ‘Odisea’, el Mare Nostrum de los romanos, el Gran Verde de los egipcios, el mar de Grecia y el de Jasón, y el de los Argonautas. Siempre vuelve por navidad a la metrópolis alicantina para dar pienso a los viejos vigoréxicos, a los viejos blanditos, a los viejos deteriorados, a los viejos a estrenar, a los viejos usados, a los viejos con pelo, a los viejos calvos. Todos los años, sin embargo, hay alguien que no vuelve.

  Las imágenes de los éxitos de Marianico en las cadenas nacionales durante la década de 1990 (‘No te rías, que es peor’, ‘Hola, Raffaella’, ‘Qué apostamos’, ‘El Gran Prix del verano’) contrastan con su gesto actual, sin boina, al borde de las lágrimas. Este es el punto de partida de ‘El último show’, serie creada por el zaragozano Álex Rodrigo con un veterano, testarudo y desesperado Miguel Ángel Tirado al frente de un reparto formado por Luisa Gavasa, Itziar Miranda, José Luis Esteban, Pablo Lagartos, Laura Boudet, Denis Cicholewski, Ken Appledorn, Laura Gómez Lacueva, Álvaro Morte, Armando del Río, Rubén Martínez, María Isabel Díaz, José María Rubio, Marisol Aznar y Manolo Kabezabolo, entre otros.

  El conflicto entre el tipo de humor de los noventa y el actual, entre el chiste y el monólogo, entre lo viejo y lo nuevo, entre la chabacanería y lo más o menos refinado, alimenta una serie que subraya lo perecedero de la comedia. El público de Marianico, en efecto, se hizo mayor, muy mayor, y su humor sobre palurdos devino políticamente incorrecto en esta era donde ya no hay ‘cuentachistes’, sino ‘monologuistas’ de ‘stand up’. Llega un momento en el que las luces del escenario deslumbran al artista y la sombra del personaje se hace demasiado larga. ‘El último show’ se sitúa en ese preciso instante, cuando quien sale a la luz es la persona. Es la crisis de identidad de Miguel Ángel Tirado, quien se ha escondido durante casi cuarenta años bajo la boina de Marianico. Y se la quita.

  Miguel Ángel Tirado interpreta una versión ficticia de sí mismo, a la manera de ‘¿Qué fue de Jorge Sanz?’, ese serial mucho mejor acabado –o, dicho de otro modo, con una nostalgia bien entendida, más metarreferencial, sin apuntes folletinescos- del madrileño David Trueba, que también deambula entre la ficción y la realidad de la mano de un actor que igualmente se reinterpreta. De forma transversal, y a través de un guion firmado a seis manos por la turolense (de Andorra) Sara Alquézar, Enrique Lojo y el propio Rodrigo, la historia también habla de amor (o desamor), porque todos los personajes lo viven o lo sufren con intensidad en las diferentes ramas del tronco principal. Un argumento, ay, poblado de personajes y situaciones más vistos que el llover. Sin ir más lejos, los guionistas llevan al protagonista al rodaje de una película para adultos, cuentan las inquietudes sexuales de una mujer madura o detallan la revolución hormonal de una adolescente a la que le acaba de venir la menstruación.

  Álex Rodrigo es autor de diversos cortometrajes (‘Los ojos de Laia’, ‘Personas que quizás conozcas’, ‘Un millón’) y de episodios para series de cierto éxito comercial (‘Pendiente de título’, ‘Cien calabazas’, ‘Libres’, ‘El partido’, ‘La casa de papel’, ‘El embarcadero’, ‘Vis a vis’, ‘Veneno’), en las que ha colaborado al lado de creadores como Jesús Rodrigo (otro director y guionista zaragozano con el que comparte apellido pero no parentesco), Sandra Gallego, Carles Torrens, Ramón Salazar, Marc Vigil, Jesús Colmenar, Javier Quintas, Koldo Serra, Alejandro Bazzano, Miguel Ángel Vivas, Álex Pina, Eduardo Chapero-Jackson, Jorge Dorado, Javier Calvo o Javier Ambrossi. Con la colaboración en tareas de dirección del también zaragozano Carlos Val (de San Mateo de Gállego, autor de los estimulantes largometrajes ‘Bestfriends’ y ‘Planeta 5000’), Rodrigo es el responsable de esta comedia con tintes dramáticos en la que el popular Marianico trata de huir del arquetipo baturro que le dio fama.

  Es el conflicto interno de un cómico al que ya no le hacen gracia sus propios chistes y quiere dejar de ser humorista. Sí, se ha cansado de hacer reír y se pone melancólico. En su actual trance, y a sus setenta y cinco años, encuentra el apoyo de un viejo amigo y compañero de profesión, el Señor Barragán. Desde el primer capítulo –de un total de ocho, de cincuenta minutos de duración-, serán sus dudas existenciales las que le embarguen y hagan que reflexione sobre su familia, su pasado, los sueños que quiere cumplir y, en especial, la idea de que, para él, el personaje de Marianico ya está muerto. Un cómico agotado, en fin. No solo está viejo y ya no encuentra hueco entre jóvenes ‘monologuistas’ que prefieren la ironía a cualquier chiste, sino que no se reconoce en su personaje. Pero lleva tanto tiempo con él que tampoco sabe quién es cuando no lleva el disfraz. El traje folclórico aragonés le asfixia, pero, sin él, no sabe tampoco qué ponerse. Pero hay más disfraz que sentimiento, más entrega en los tejidos que en la piel. Porque la serie nunca va más allá de lo que dura un globo de chicle, ruidoso, transparente, vacío.

  La primera vez que aparece en ‘El último show’ espera entre cajas de cerveza su salida al escenario del Plata, el mítico cabaret en El Tubo zaragozano. Una vedete entrada en años le anuncia poco menos que como un resucitado, una vieja gloria que todavía sigue viva. Alumbrado por los focos, Marianico se da cuenta de que se ha cansado de hacer reír y se pone metafísico. O existencial, cual Sartre. Ante el pasmo del público, comienza a recordar su infancia o así, hasta acabar llorando. Y en la barra, junto a su abnegado representante, que se mata por buscarle bolos, cobra ciento sesenta euros en ‘cash’ delante de un gintonic.

  Su objetivo, pásmense, es rodar una película surrealista a la manera de su admirado Luis Buñuel, acaso con el propósito de volver a conquistar a su exmujer, una señora de armas tomar que vuelve a dedicarse a su afición de siempre, la pintura. Todo, sin embargo, parece postizo, rodado apresuradamente, más hortera que fornicar con preservativo. Tampoco interesa su familia de ficción, una hija en paro y una nieta adolescente peleada con el mundo, cuyas peripecias hasta consiguen que echemos de menos a un Tirado incapaz de comunicar el hastío vital de su personaje.

  Estamos ante una metáfora sobre la identidad, sí, pero le sobra no poca convencionalidad y le falta mucha armonía y audacia para trascender. Se quiere narrar con sencillez la vida y la frustración después del éxito, con un protagonista que habla de su entorno y sus dudas, de sus retos e ilusiones, pero la coherencia del conjunto falla más que una escopeta de feria. Las múltiples subtramas no están bien hilvanadas, cada una de ellas vuela a su aire, sin avanzar en un tronco común, a modo de relato coral y generacional que utiliza el humor y el amor (o su ausencia) como argamasa argumental. Y así se pretende conseguir el contraste de convertir a un cómico de un país que no se ríe como antes en un actor dramático que intenta asimilar el pasado y la cuenta atrás de su menguante futuro.

  Pero no hay manera. Como la canción. Y es una pena. Porque, a fin de cuentas, el personaje representa a una España de la que algunos reniegan, de acuerdo, pero que es el vigente germen de los que somos ahora. Pero el posible interés en el ejercicio que podía haber dibujado una sociedad de anhelos, expectativas y complejos, maldita sea, brilla por su ausencia. Porque el estilo de Álex Rodrigo está tan pegado a la pantalla como el arroz socarrat a la paella, y, a medida que avanzan los episodios, la serie pierde por completo el efecto sorpresa, más desnortada que una anaconda en un iceberg. Visualmente, además, está tan falta de color y sustancia como una nevera a finales de mes. Todo es fofo y con la misma largura cómica o dramática que el rabillo de la boina de Marianico. ¡Ah, la boina encalada hasta las orejas, fajín rojo y cachava colgando del brazo!

  No sé el motivo, o tal vez sí, pero ‘El último show’, con fotografía de Mario López y música de David Angulo, me hace recordar los artefactos del productor, guionista y director -también zaragozano- Nacho García Velilla, creador de series como ‘Siete vidas’, ‘Aída’, ‘Fenómenos’ o ‘Nunca es tarde’. Pero recuerden, sobre todo, aquellos largometrajes titulados ‘Fuera de carta’, ‘Que se mueran los feos’, ‘Perdiendo el norte’ o ‘Villaviciosa de al lado’, en donde fabricaba comedias de un rancio costumbrismo e infaltables toques melodramáticos, combinando cualquier tópico en boga. Son filmes, no lo duden, sin sutilezas, a los que se echa en falta algo que vaya más allá de la mera ocurrencia, siempre mirando a la taquilla, abundante en chistes pedestres y del trazo más grueso posible.

  Mucho de esto hay en ‘El último show’. Y aunque Álex Rodrigo quiera darle un toque fresco o diferente, y hacer una comedia eficaz o divertida o popular o casi entrañable y así, su relato responde, sin embargo, a los patrones más trillados posibles, en una empresa tan llana como facilista. Todo resulta demasiado tópico y previsible, y no se atisba nada de riesgo. O si lo pretendía, no se observa por ningún sitio. Y aunque la serie, en la mezcla de elementos de la biografía del humorista con una trama de ficción, tiene un comienzo prometedor, al promediar de los episodios pierde el norte (obvio) para irse por los cerros de Úbeda. O por las riberas del Ebro, con El Pilar al fondo. Una oportunidad perdida de hacer una suerte de sátira social en pos del chiste fácil, el melodrama más empalagoso y el apunte coyuntural. El estereotipo, en fin, en clave trágica con guiños de comedia.

  En ‘El último show’, Rodrigo amontona tramas paralelas, narra a la velocidad de un caracol y monta arrítmicamente, con atropello, acaso por los no excesivos medios de producción. Todo resulta apresurado, sin tonalidad, mal hilado. Podrán decir misa los del compadreo del núcleo ‘cultureta’ zaragozano, pero la serie es una castaña de tomo y lomo. Una ‘catetada’, vamos. Uno casi prefiere el “cateto a babor” de Alfredo Landa, quien, al menos, perseguía suecas en Benidorm. Mejor eso que avergonzarnos de unos chistes dirigidos al público ‘jubileta’ en sus viajes a la costa alicantina.

  Si se hubiese contado los orígenes de Tirado arriba indicados, a modo de preámbulo, la historia –a lo mejor- podría haber trascendido, se entendería mejor su creación del paleto aragonés, por mucho que a un niño Álex Rodrigo le sorprendiera el humorista al conocerlo y empezarle a hablar del cielo y las estrellas. Porque el director cuenta que, de crío, se acercó a Miguel Ángel Tirado para pedirle que le contara un chiste mientras este fumaba y miraba al cielo. Le respondió con una reflexión sobre la insignificancia del hombre ante el cosmos. Desde entonces se obsesionó en descubrir a la persona bajo la boina. Pero quien se estrella, al final, es el propio creador de la serie,

  Quienes trabajan en la industria acaban cayendo en una salida profesional tan poco honrosa como la del humor localista de perfil bajo. ‘El último show’, primera serie de ficción televisiva de Aragón, es prueba de ello. Velilla, por lo menos, llevó la apertura de fronteras a la comedia del ‘topicazo’, porque, al parecer, los chistes de vascos, catalanes y andaluces ya se habían agotado de tanto repetirlos. Si en ‘Perdiendo el norte’ (2015) imitaba el acento alemán, ‘Perdiendo el este’ (2019) se pasó al chino. En cualquier caso, la intuición comercial tanto de Velilla como del creador de ‘El último show’ es innegable. El problema es entender que el trabajo esencial sobre el que bascula todo en el sector audiovisual reside en la capacidad no tanto de leer (que ayuda) como de saber escribir buenas historias.

  Poco hay que salvar en este naufragio general. Y me apena decirlo, que conozco al grupo técnico y artístico del artefacto (y de alguno soy amigo). Es más, me pidieron que les dejase libros, fotografías y demás artilugios relacionados con el autor de ‘Viridiana’ para las escenas del despacho, y vacié el mío para ayudar en lo posible: más de cincuenta volúmenes, con alguna rareza digna del mejor bibliófilo, y todo tipo de fotografías, carteles o cachivaches. Mi gozo en un pozo. Y eso que la idea de ‘desmarianizar’ a Marianico no era mala. Pero todo es tan predecible como el tiempo que hizo ayer. Y hay algunas simplezas de guion que la hacen particularmente intragable, porque el libreto cumple su función de no olvidarse de ningún tópico, y es absurdo buscarle momentos, diálogos o ‘algo’: es un absoluto todo o nada, a elegir.

  No es difícil ver ‘El último show’, desde luego, pero sí algo más complicado encontrarle la gracia a una serie tan vulgar como el asa de un cubo. Es como visitar un museo del que se han retirado todos los cuadros. Eso sí, como canto al vacío puede que no esté del todo mal. Por no hablar de la interpretación de Miguel Ángel Tirado, que pinta lo mismo que la blanca doble en el dominó. Con el gesto como de pasar un mal rato con la ciática. Con la misma gracia que un salero vacío. Puestos a no ir a ningún sitio, esta serie es el mejor viaje.

-¿Tiene zapatos del 36?

-No, de la guerra ya no nos queda.

 

-Un maño que se va a Cartagena a hacer la mili en la Marina.

-Nombre… edad… procedencia… ¿Sabe nadar?

-¡Coñe!, ¿es que el barco no lo ponen?

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