Cinemagrafías: La frágil belleza de los escenarios


Por Manuel Lorenzo
Texto: Martín Ballonga 

  Decía Thomas Wolfe que un autor es la suma tanto de sus vivencias como de sus lecturas. Esto no solo corre paralelo al escritor, sino que está perfectamente imbricado: lo que fue, lo que leyó e, incluso, lo que vio y escuchó a solas frente al espejo antes de acostarse.

    Acaso desnudo. El concepto de influencia no basta para acercarse a cualquier autor adaptado al escenario, porque no se avanza cuando solo se busca rastrear y demostrar tal o cual eco en el repertorio literario.

  El escenario, cualquier escenario, es un cono de luz en lo imprevisto, lo oscuro. Wolfe, sin ir más lejos, empezó a escribir antes de escribir. Por los cinco sentidos. Lo que denominamos realidad exige siempre una lectura previa que la precede como mediación. Pasar por el escenario es una forma de reencontrarse con la naturaleza, libre y salvaje. Por eso el escenario, cualquier escenario, es también un juego, esa dimensión lúdica o, al menos, vital. Y recordar ese sueño antiguo que nos desplaza fuera de este devorador presente tan atado solo al presente, a este tiempo sin tiempo que bloquea el pasado y no tiene capacidad alguna para anticipar el mañana. Si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado.

  Es verdad que a cierta gente siempre parece faltarle algo. Un rapto de genialidad, un brote de pasión, ese soplo al corazón que guardan todos los buenos artistas. No obstante, cualquier persona puede dejar, aunque solo sea por unos instantes, una huella no desaforada pero sí enérgica con arrebatos de una atmósfera extraña. Ese calado asoma cuando la gente común se atreve a subirse a una plataforma para exudar un clima especial a través de la mirada moral. Son los retratos humanos servidos en los escenarios, naturales o ficticios. En ellos hay discurso, compromiso y reivindicación de cierta rebeldía. Incluso el pesimismo, la violencia y el tono visceral pueden dominar cualquier escenario. Incluso lejos de cualquier mitología inmaculada, con mucha ira en el equipaje y trazando una historia con muchas manchas.

  Para participar de un escenario hace falta ser apasionado y heterodoxo, entusiasta y rebelde, honesto y perfeccionista. El ser humano es el único animal capaz de mirarse a sí mismo actuando, sintiendo, pensando. Cuando una situación implica una decisión mayor, un riesgo más alto o un cambio más radical, entonces nos planteamos opciones, e imaginamos distintos desenlaces con nosotros mismos como protagonistas. Nos ponemos en la escena y nos dejamos imaginar lo que sentiríamos allí. O lo que pensaríamos. O las consecuencias que viviríamos. Esto nos sucede mucho antes de que siquiera podamos hablar de ello, y mucho menos actuar en el entorno real lo que estamos pensando.

  El cuerpo, muchas veces, nos pide un giro en la rutina hacia una situación que ya hemos soñado en la mente. Es entonces cuando lo primero que buscamos es un escenario en el que empezará a tener lugar el nacimiento de una nueva personalidad, más narcisista o menos, que será la que viva en adelante la vida de manera diferente. Pero al hombre le cuesta entender la fragilidad de la belleza. Por eso, cuando la acción humana empieza a dejar marcas, o a rasgarlas, desatiende las señales y, solo a veces, se da cuenta del deterioro de la naturaleza. Y aprende a conservarla.

  Sin ir más lejos, el Pirineo aragonés es una de las tierras más bellas de la geografía española que se pueden contemplar. Un entorno donde el sabor se huele y el olor se mastica. Donde el devenir lento y tolerante de la vida hace que lo difícil sea un paso afable en el camino, un escalón asequible hacia lo fácil. Son los escenarios, en fin. Acaso más colorista el teatral, el que sirve para representar, acaso más sobrio el natural, sin la intervención invasora del hombre.

  La acción humana solo fabrica imágenes, pues pensar una imagen es correr el riesgo de verla desaparecer. El Pirineo, desde el escenario, es la fragilidad y la fuerza de la naturaleza. Es la belleza primitiva, desnuda, que no se presiona, para no correr el riesgo de perderla. El mejor escenario es el escenario desnudo. La propia naturaleza. La estampa de la soledad frente al espejo. Justo esa imagen y no otra. Con toda su verdad de teatro vacío y de escenario sin público. Sin oropeles. Porque lo más creativo, lo más inteligente, lo que más viste, es cerrar el día completamente desnudo y tocarse los huevos como haría Thomas Wolfe. O como usted mismo, desocupado lector.

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