Lang en la filmo

Por: Fernando Usón Forniés

El ciclo que la Filmoteca de Zaragoza ha dedicado a Fritz Lang supone una inmejorable excusa para recordar a este gran director. Dada la fecundidad de su obra, dividimos este estudio en dos partes: en la primera, tratamos su obra alemana y el comienzo de la americana, y reservamos para la siguiente entrega sus películas con Joan Bennett y las de los años cincuenta, conjuntos que comprenden casi todos sus mejores títulos.

ESTUDIO.

FRITZ LANG.- LA TELARAÑA DEL DESTINO.

Parte 1.

La etapa muda.

Pese a que Fritz Lang sigue siendo hoy por hoy uno de los directores más populares del cine mudo, en parte debido a la fuerza mítica de “Metrópolis” (1926), en parte al agradecimiento cinéfilo por haber despertado las vocaciones nada menos que de Hitchcock y Buñuel con “Las tres luces” (1921), y pese a ser uno de los directores más valorados e incontestados de dicha época por la crítica actual, gracias en gran medida a la mermada capacidad de contestación y análisis de las últimas décadas, el cineasta austro-alemán está lejos, muy lejos, de ser ese genio del período que muchos predican. Pongamos las cartas sobre la mesa: Lang es sin duda un gran director, pero esa grandeza la alcanzó ya en el sonoro, y especialmente en Hollywood. Su obra silente, mítica aparte, desde luego forma un corpus de indiscutible interés y notable calidad, cuyos puntos álgidos no son precisamente los más valorados, pero palidece cuando, sin prejuicios, se compara con la de abundantes directores de la época: sin salir del ámbito germano, Murnau ocupa el podio indiscutiblemente, pero también Lubitsch y Pabst alcanzaron en los años 20 un magisterio y una madurez expresivos superiores a los del director del monóculo (especialmente, el primero, por sus comedias americanas “Los peligros del flirt”, “El abanico de Lady Windermere” y “La locura del charlestón”, y el segundo, por sus Kammerspielfilme, o filmes de cámara, y sus variantes de Strassenfilme, “Secretos de un alma”, “El amor de Jeanne Ney” y “La caja de Pandora”). Tampoco es Lang, ni de lejos, un real innovador del lenguaje cinematográfico, un investigador de la forma a partir del cual el cine descubre nuevos caminos o estilos, como sí lo fueron Lubitsch y Murnau, así como Griffith y Stiller, Chaplin y Stroheim, Ejzenshtejn y Ozu, o ya al final del período silente, Dreyer y Buñuel, Dovzhenko y Mizoguchi; desde luego, no el Lang mudo, aunque sí innovara en cuestión de estructuras narrativas una vez comenzado el cine sonoro con la excepcional “M” (1931), su primera gran película. Ciertamente, a otros de los grandes directores del cine mudo no cabe considerarlos, en puridad, como absolutos innovadores, pero sí en el sentido de que llevaron ciertas corrientes a algunas de sus cumbres indiscutibles: es el caso de Keaton y Sternberg, Sjöström, Borzage y Shimizu, en menor medida de Pabst y Lloyd, incluso puntualmente de Dwan, Wellman y Naruse; y sobre todo, es el caso del genial King Vidor, al que poco le falta para ser un innovador en sentido estricto por su perfeccionamiento de la música silenciosa y por su inagotable capacidad para crear formas, cineasta que es, junto a Murnau y Dovzhenko, uno de los tres supremos de la época, y cuya “…Y el mundo marcha” (1928) posiblemente sea el compendio y cumbre definitiva de toda la etapa. Lang, sin embargo, aun sopesando la considerable calidad de su obra, tampoco se encuentra entre el último grupo, pues ninguna de sus películas de la década consiguió alcanzar la maestría absoluta, ni siquiera aquellas dos de imaginación más generosa, “La muerte de Sigfrido” (1924) y “Spione” (1928). Desde luego, negar o matizar la supuesta capacidad innovadora de Lang, o su condición de genio, no es óbice para reconocer y defender que utilizó las formas comunes al conjunto de los cineastas (lo que tampoco implica que el director no fuera personal, que lo fue, y a raudales) con coherencia y pertinencia, riqueza e inventiva singulares; y que, a no tardar mucho, el austriaco errante iría escalando peldaños (artísticos) y acabaría ofreciendo películas extraordinarias, así como un ramillete de auténticas obras maestras. Aun así, Lang no llega a contarse entre los veinte nombres fundamentales de la intensa historia del arte cinematográfico, fundamentalmente porque, pese a su inicial formación de arquitecto, se echa a faltar un diseño general en la mayoría de sus obras, no en el guión y en la puesta en escena, sino en la planificación propiamente dicha, lo que hace que rara vez sus películas ofrezcan múltiples lecturas y que muchas de ellas, incluso entre las mejores (véase “M”), funcionen más como acumulación de escenas que como un todo perfectamente ensamblado.

En concreto, la cuestión de la sobrevaloración del Lang mudo nos parece que está íntimamente ligada a una forma de recepción, bastante común y excesivamente sesgada, del cine alemán de la época: siempre bajo el ineludible marchamo del expresionismo. En efecto, es uno de los lugares comunes más recalcitrantes del aficionado al séptimo arte identificar el cine alemán de la república de Weimar exclusivamente con dicho movimiento, cuando resulta haber muchas películas que no son expresionistas en absoluto: evidentemente, no lo son las comedias ni los filmes históricos de Lubitsch, ni la corriente coetánea del Kammerspielfilme, que incluye títulos de Pabst, Pick, May, Dupont, Dieterle e incluso la muy emblemática “El último” (1924), de Murnau; por no ser, ni siquiera lo es uno de sus supuestos títulos bandera, la magistral “Nosferatu” (1922), también de Murnau, la cual, si acaso, podría representar la primera cima de un cine romántico (y que un director tan refractario a todo expresionismo como Herzog ejecutara un remake de la misma en los 70, con desarrollo y planificación muy similares, debiera bastar para refutar la adscripción de la primera obra maestra del insigne pelirrojo a dicho movimiento). Precisamente, muy pocas películas hay verdaderamente expresionistas, cualidad caracterizada por un fuerte efecto de irrealidad conseguido gracias, no a una iluminación contrastada, como se considera erróneamente, sino: a unos guiones altamente simbólicos y alegóricos; al predominio de unos decorados con fuerte tendencia a la abstracción y a lo geométrico, aparejado con la renuncia a los exteriores; a la planificación más bien estática, ya anacrónica para las tendencias de la época; a las caracterizaciones distorsionadas e interpretaciones tan esquemáticas como vehementes, cuando no excesivas. Tan poco cunden, de hecho, las películas expresionistas puras que muchos historiadores afirman que, en realidad, sólo hay una: “El gabinete del doctor Caligari” (Robert Wiene, 1919). No obstante, nosotros aún añadiríamos algunos contados títulos: “El gólem” (Paul Wegener, 1920), “El tesoro” (Pabst, 1923), “El hombre de las figuras de cera” (Paul Leni, 1924).

Todo esta disertación viene a cuento porque, de los cuatro grandes directores germanos silentes (el magnífico Dieterle destacaría más tarde, sin llegar a alcanzar la altura de sus predecesores), Lang es, de hecho, el único al que se puede identificar con el movimiento, aunque sea en sentido laxo, al ser el que más amplia y continuadamente absorbió ciertas cuestiones del estilo expresionista, especialmente las historias fuertemente alegóricas, las caracterizaciones e interpretaciones excesivas y la tremenda preponderancia de los decorados, si bien pocas veces renunció a rodar en exteriores y su planificación es habitualmente más compleja que la disposición cuasi-teatral puramente expresionista. Las dos partes de “Los nibelungos” (1924), precisamente la adorada “Metrópolis” y los fragmentos imaginados de la fundacional “Las tres luces” ofrecerían la mayor intersección del universo languiano con el expresionista; y no por casualidad, figuran entre las películas más apreciadas de la etapa muda del cineasta. Aunque lo cierto es que a algunos se les ha pasado por alto la primeriza “Harakiri” (1919), la cual, pese a ser una luminosa adaptación de “Madama Butterfly” en decorados realistas, presenta una utilización del espacio y una planificación mucho más próximas al expresionismo real.

La auténtica relación de Lang con el expresionismo quizá venga enunciada en uno de sus títulos mudos más prestigiosos, “El doctor Mabuse” (1922), insertado precisamente entre sus mayores devaneos con la mitificada corriente, pero del que Lang siempre negó su adscripción a ella. Esta película, en efecto, no se puede considerar bajo ningún concepto como expresionista, pues, al igual que “Las arañas” (1919-1920) y “Spione”, pertenece al subgénero de aventuras urbanas, el de la lucha de un héroe contra una banda de supercriminales, que inauguró el francés Feuillade en la década anterior y que, además, ofrece ciertas concomitancias con el cine de gángsteres por venir. Sin embargo, Lang coquetea con el movimiento fetiche en todas las secuencias sitas en la mansión de los condes Told, con la excusa de que el aristócrata es un aficionado al arte contemporáneo (inclinación que, por cierto, no comparte con su esposa, que llega a excusarse por la decoración de la casa). En efecto, frente al resto de los decorados, de fuerte sabor realista, lo mismo los escasos exteriores naturales que los abundantes interiores y calles reconstruidos en estudio, la mansión de los condes se erige como un mundo aparte, un cúmulo de formas geométricas, muebles angulosos y extraños, cuadros y esculturas vehementes y monstruosos: un mundo expresionista. Hay una conversación muy jugosa en el film, que transcribimos:

Told.- ¿Qué opina del expresionismo?

Mabuse.- El expresionismo es un divertimento. Como, por otra parte, lo es todo hoy en día.

No es una tentación demasiado arriesgada pensar que Lang estaba de acuerdo con Mabuse, en cuyo caso, su declaración tendría doble filo. Primero: el expresionismo era para el director simplemente un divertimento, de lo que se deduce que no le daba especial importancia, no más, desde luego, que la que le podía dar a las rocambolescas peripecias del inspector von Wenk y el doctor Mabuse. Segundo: pero es que un divertimento consideraba Lang, en realidad, todo, y eso ha de aplicarse entonces a sus propias películas, las cuales, ciertamente, nunca pretendieron en la época muda ser otra cosa, por más que ocasionalmente (“Metrópolis” y “Los nibelungos”) se revistieran de artefacto cultural. En parte por ello, aunque también hay evidentemente otros factores (al fin y al cabo, hay divertimentos magistrales), sus películas de los años 20 están lejos de ser las obras maestras que muchos proclaman: carecen de la hondura suficiente (y si pretenden tenerla, es impostada: es el caso de “Metrópolis”), pues quizás el vienés, aún más pronunciadamente a como le sucedería al Hitchcock británico (muy influido, precisamente, por el Lang mudo), no sentía la necesidad de procurársela, y su intención (muy loable, por otro lado) era más entretener que transmitir una visión del mundo o hacer reflexionar al espectador; una renuncia lícita, pero que, al fin y al cabo, representa una carencia en un verdadero artista.

Sea como sea, la calidad de las películas mudas de Lang es independiente de su militancia. Así, “Harakiri” es una película muy insuficiente, la peor de toda la filmografía del director junto a la muy posterior “Guerrilleros en Filipinas”, pero sus otras películas primerizas, nada expresionistas, “La imagen errante” (1920) y las dos entregas de “Las arañas”, “El lago de oro” (1919) y “El barco de los brillantes” (1920), tampoco sobrepasan la medianía. Por el lado contrario, hay que convenir en que Lang no comenzó a destacar, aun con matices, hasta el comienzo de su idilio expresionista en “Las tres luces”, y en que la primera parte de “Los nibelungos”, “La muerte de Sigfrido”, es su film mudo más bello plásticamente (amén de una de las cumbres del cine en lo que se refiere a la escenografía, responsabilidad de Otto Hunte), sin olvidar que la fronteriza “El doctor Mabuse” es una película estupenda, a la que tal vez le hace mella su excesiva prolijidad y duración. Esto nos lleva a la cuestión de una tara común a casi todos los filmes mudos del director: la de cierta morosidad, acentuada por unas estructuras narrativas marcadamente novelísticas. Y es un defecto, en cuanto que la lentitud en la exposición no se debe tanto, como en Stroheim, a cuestiones expresivas o al objetivo de incomodar al espectador, ni mucho menos, como en Griffith y Borzage, a una voluntad de introspección psicológica, ya que los personajes del Lang de dicha época no pasan, en general, de meros arquetipos, cuyos exiguos matices tan sólo sirven para hacer avanzar la narración, siempre muy accidentada y rocambolesca (lo que, insistamos, desmarca al cineasta del expresionismo, cuyas intrigas suelen hacer gala de un alarde de concentración, y lo aproxima en cambio al cine de aventuras, y no sólo en sus películas de espías).

Quizás sean dos de las cuatro películas más prestigiosas del Lang silente, “Las tres luces” y “Metrópolis”, las que mejor ilustran su irregularidad, ya que “El doctor Mabuse” es mucho más consistente y la diferencia entre las dos partes de “Los nibelungos” es tan abismal que casi parecen películas distintas. Así, frente a escenas magníficas (por ejemplo, la persecución subterránea de Rotwang a María en “Metrópolis”), se alzan otras discutibles; frente a bellas ideas visuales, se erige un simbolismo postizo, rara vez conseguido; frente a la personalidad que se va afirmando del cineasta Lang, surgen numerosas concesiones al credo expresionista (una diferencia capital con Murnau, el cual supo explotar ciertos hallazgos del movimiento, domeñándolos y plegándolos a su universo personal). Normalmente, los críticos han tendido a culpar de esta tendencia a la ampulosidad a la coguionista y entonces esposa del cineasta Thea von Harbou (ya se sabe: lo bueno siempre es del director adorado; lo malo, de los colaboradores), pero la responsabilidad ha de recaer necesariamente en el propio cineasta, ya que: primero, von Harbou elaboró otros guiones (por ejemplo, para Murnau, para Dreyer) que no presentan los defectos de los de Lang; segundo, el proceso de depuración en la obra del cineasta comienza y alcanza ya una primera meta en sus cuatro últimos títulos alemanes, también coescritos por su mujer; tercero, que algunas de esas discutibles tendencias aflorarían ocasionalmente en su obra americana; y cuarto, que, al fin y al cabo, Lang era el director estrella de la UFA, y bien podría haber rechazado las propuestas de su esposa si no hubieran sido de su agrado.

En “Las tres luces”, particularmente, las irregularidades se dan más por fragmentos: todo el inicio, hasta el intento de suicidio de la joven, es espléndido; la ensoñación en la morada de la muerte rebosa de ese simbolismo fácil que fue santo y seña del expresionismo (el gran muro, la escalera que sube hasta las alturas, las velas que se consumen y apagan), pero aun así tiene un gran encanto; el episodio árabe supone el primer bache notable en el conjunto; el italiano consigue volver a elevar el interés, y sobresale en él el ominoso duelo final; el fragmento chino hace gala de un humor tontorrón y, trucajes aparte, resulta decepcionante, si bien reserva una imagen memorable (las lágrimas que vierte la estatua al morir el amado) y para el conocedor languiano tiene el atractivo adicional de presentar por primera vez el tema de la persecución de un individuo o una pareja por el sistema, tema que culminará en su extraordinario film compendio “El tigre de Esnapur” (que, por cierto, también retomará alguna imagen del episodio peruano de “El lago de oro”); finalmente, la vuelta a suelo alemán recupera en parte el empaque del principio. Así que la sensación de conjunto, aunque positiva, queda mermada por el excesivo desequilibrio.

En “Metrópolis”, sin embargo, las irregularidades se entrelazan casi inextricablemente, hasta el punto de que se llega a pensar que el film debe su deslumbrante aura mítica lo mismo a sus espectaculares decorados que a la simplonería de su discurso. Por ejemplo: la danza del robot María es admirable en el sentido de que sus movimientos son efectivamente mecánicos, pero resulta contraproducente, por nada erótica, para justificar que los hombres van a caer rendidos ante ella, y luego, y esto ya es francamente ridículo, decenas de ardorosos jóvenes van a batirse y hasta suicidarse por el escotado robot…, simplemente porque lo dice el guión. O también: ese plano relativo a la duplicada María fatale que ofrece una sobreimpresión de decenas de ojos observándola; evidentemente, se tiene aquí un apunte sobre la mirada erotizada, viscosa, del espectador del cabaret (y por ende, del filme), pero la imagen no deja de ser bastante artificiosa, y el plano en cuestión, metido con calzador (más criticado es Hitchcock hoy en día por insertar una imagen similar en la pesadilla de “Recuerda”, suponemos que porque este magnífico film no es expresionista). Otro ejemplo: no deja de ser una buena idea mostrar el embrutecimiento de los obreros yendo al trabajo al compás, pero hacer que la compostura de todos ellos sea absolutamente idéntica les priva de todo destello humano que rinde incomprensible la existencia de una resistencia clandestina. ¡Y para qué hablar del maniqueo y esquemático tratamiento de las masas, carentes de todo matiz y diferenciación, y que dan bandazos caprichosamente, también porque lo dice el guión! Algo imperdonable, cuando hacía diez años Griffith ya había ofrecido “Intolerancia” (1916), y cuando Ejzenshtejn ya había rodado “La huelga” (1924) y “El acorazado Potjomkin” (1925). La interpretación también es un capítulo lleno de desigualdades: limitándonos a los papeles principales, frente a un amanerado Gustav Frölich y un sobreactuado Rudolf Klein-Rogge, sobresale un magnífico Alfred Abel y destaca una bien matizada Brigitte Helm (que porta un hallazgo visual antológico: el ojo que se cierra de María robot, detalle que Lang recuperaría disimuladamente en su film americano “El ministerio del miedo”). Tampoco la cuestión del ritmo es inmaculada; y no ayuda nada el metraje recuperado hace cuatro años en Buenos Aires, que explica ciertas lagunas, pero sin ofrecer ningún momento extraordinario a cambio; es más, acentúa la típica morosidad alemana de Lang, convertida en “Metrópolis” muchas veces en pura redundancia, y amortigua la bondad de momentos que, más concisos, habrían sido mejores. Aunque lo peor del film, por encima de su impostada simbología (los ojos mirones, la muerte con la guadaña, la continua alusión a un redentor, el “elegido”, idea que copiaron en la nefasta “Matrix”), es su mensaje de pernicioso papanatismo: entre la mano (la clase trabajadora) y el cerebro (¡el capital!) debe mediar el corazón (¡¡el “elegido”!!). ¡Si sindicatos y patronal españoles hubieran visto “Metrópolis” antes de la reforma laboral! Con razón, el mismo Lang, posteriormente, se avergonzaba y despotricaba de la resolución de su film más injustamente famoso.

Después de “Metrópolis”, significativamente, Lang abandona las ínfulas expresionistas y se encamina a la austeridad y a una mayor concisión narrativa. Sus últimos filmes mudos, “Spione” y “La mujer en la luna” (1929), son sus mejores títulos de la década junto a “La muerte de Sigfrido”; y sin embargo, han sido menospreciados por comparación con los anteriores, a buen seguro, porque ya no tienen nada de expresionistas, como bien muestra el abandono de los abrumadores decorados de filmes anteriores por otros más despojados y funcionales, y porque, de hecho, abrazan con entusiasmo algo que a Lang siempre le gustó y que en los títulos precedentes estaba oculto por la pátina de alta cultura que se les quiso otorgar: la lógica de la aventura proveniente del serial (de las historias de espías, el primer título; de los viajes espaciales, el segundo, con un cariñoso guiño a los cómics de ciencia-ficción). Aparte, ambas películas hacen gala de una planificación nada redundante y muestran interpretaciones, no en todos los casos, generalmente más contenidas; y es significativo al respecto que Lang se decantara por la sobria Gerda Maurus como heroína de ambos títulos. Por lo demás, son películas muy distintas: “Spione” despliega cierta opulencia visual y una rica imaginería, mientras “La mujer en la luna” es mucho más austera en los decorados y en los objetos que retrata; “Spione” tiene un ritmo más ligero y es más concisa y abundante en elipsis que anuncian la obra americana (basta, por ejemplo, un plano de un revólver sobre la mesa para dar a entender el inminente suicidio del Coronel Jellulic), mientras “La mujer en la luna” vuelve a hacer gala de la típica morosidad languiana, si bien más atenta a los sentimientos de los personajes y sin las reiteraciones de antaño. Pero ambos títulos muestran, aparte de su desdén por los mensajes grandilocuentes, una estupenda puntería para ir cambiando de secuencia (“La mujer en la luna” es, en concreto, modélica en la progresiva presentación de los personajes) y una mayor finura en la planificación; destaquemos, entre otras muchas secuencias: en “La mujer en la luna”, todos los tête-à-tête de Helius con Friede, o el descubrimiento de Helius inconsciente en el coche (la portezuela se abre; cae rodando el sombrero; luego, se desliza su mano); o en “Spione”, la velada del nº 326 en casa de Sonya, o la seducción de Masimoto por la espía Kitty. Y sobre todo, en ambas películas se reafirma por fin ese montaje conciso como un tiro y lleno de intención, que algo se adivinaba, rudimentario, en “El doctor Mabuse”, y que a no tardar se hará seña de identidad de Lang y le permitirá alcanzar su proverbial agilidad narrativa. Por ejemplo, en “La mujer en la luna”: tras el flash-back que relata la caída en desgracia del profesor Manfeldt, la cámara registra su camastro y otros rincones de su miserable morada; o el admirable resumen de lo sucedido que Helius hace a Friede y que Lang muestra con unos planos de los objetos relevantes (un tratado científico; un cristal roto; un ramillete de violetas; la cuerda que anudaba el tratado, suelta). O muy especialmente, en “Spione”: Masimoto le recrimina al nº 326 su amor por Sonya porque, según él, un hombre no debe dejarse dominar por la pasión, y Lang lo desmiente cortando a un plano de la despampanante Kitty; más tarde, tras el robo de los documentos secretos del seducido Masimoto, éste se hace el harakiri y Lang enlaza un plano del hombre que cae agonizante con otro de la lozana Kitty, sentada indolentemente, admirando el collar de perlas que es su recompensa por haber despojado a Masimoto de los preciados documentos.

Primeras películas sonoras: Ein Fritz Lang Film.

Por si no hubiera quedado suficientemente clara su independencia del expresionismo con “Spione” y “La mujer en la luna”, para su primera película sonora un Lang en la cima de su prestigio no sólo se documentó concienzudamente sobre la realidad de entonces, sino que ofreció una ficción que se fundía con el documental (por ejemplo, detallando los procedimientos policiales y delictivos); y significativamente, consiguió su primer gran título, el que en definitiva lo encumbró entre los grandes cineastas. “M” (olvidémonos del inadecuado subtítulo español: ¡“El vampiro de Düsseldorf”!) siempre ha sido considerada, con justicia, como una de las películas más representativas de esa época mágica del cinematógrafo, prolongación de la culminación del cine mudo, que fueron los comienzos del sonoro; unos años en los que, desmintiendo los bulos propagados una vez tras otra, por ceguera o por ignorancia, la cámara se movía sin cesar y el uso de los ruidos tenía una intensidad insuperable. “M” es una prueba fehaciente de ambas tendencias. Basta con ver, respecto a la primera, el asombroso plano que introduce al espectador en el cuartel general de los mendigos; o respecto a la segunda, la renuncia a la banda sonora y, por tanto, la mayor relevancia otorgada a la música diegética, en este caso, la melodía de “Peer Gynt” que silba, intranquilizadoramente, el asesino, y que luego lo delatará. Ahora bien, la peculiaridad más personal de “M” es su inteligente ubicación de los diálogos. A veces, se ofrecen en off sobre espacios vacíos, como es el caso de la llamada de una madre a su hija ausente, Elsie, llamada superpuesta al hueco vacío de la escalera, en una combinación que genera un punzante desasosiego (está visto que Ejzenshtejn, cuando una década más tarde teorizó sobre el montaje polifónico, había descubierto América). Otras veces, el diálogo se utiliza para enlazar secuencias; por ejemplo, la réplica a una pregunta se da en otro lugar. Y admirablemente, esta estrategia Lang la utiliza no sólo para agilizar el ritmo, sino también con intención reflexiva; ejemplarmente, en el montaje paralelo de las reuniones de los policías y de los capos planeando sus estrategias para capturar al asesino, lo que provoca un incómodo paralelismo (que no es de extrañar que molestara a los nazis), el cual se acentuará con los dos juicios del final, el del hampa y el del estado (equiparación suprimida, al cortar, entre otras, la breve última secuencia del film en la versión remontada en 1960 sin la supervisión de Lang, y que por fortuna se ha recuperado en la reciente restauración).

El austro-alemán utilizó, por tanto, el sonido como efecto expresivo y como efecto de montaje, pero también, en un tremendo avance en su cine, hizo lo propio con la concepción del plano. Hay un ejemplo soberbio, justamente famoso, de montaje interno al plano, cargado de esa densidad que ya va a caracterizar a Lang: Elsie juega con la pelota, arrojándola contra un poste lleno de anuncios; la cámara se desplaza hasta un inserto de la pelota rebotando sobre un cartel donde se lee “Wer ist der Mörder?” / “¿Quién es el asesino?”; entonces, sobre él se proyecta la sombra de un hombre que comienza a hablar con Elsie, evidentemente, el asesino (notemos que la conversación entre ambos se da en off). Así mismo, frente a los monolíticos personajes del director hasta “Metrópolis”, y continuando la senda abierta por los dos filmes intermedios, en “M” se alcanza una mayor hondura en la descripción humana, especialmente, en lo que al asesino toca. Sólo ese plano secuencia en el café, donde intenta luchar contra el deseo pedófilo que ha vuelto a acometerle, vale por secuencias enteras de filmes anteriores: el psicópata, nervioso, intenta calmarse con una bebida (“¡Un café! ¡No, un vermouth! ¡No, un coñac! ¡Otro!”); la cámara se aproxima en travelling y lo registra atrapado tras el emparrado, debatiéndose; la cámara se aleja y, Hans Beckert, alias M, paga y se marcha. El deseo lo ha vencido. Su hado de prisionero de la compulsión lo expondrá Lang poco después, inmejorablemente, en ese momento en que, frente a un escaparate, una niña se refleja en un espejo, de forma romboidal y rodeado por cuchillos estratégicamente dispuestos, y en el siguiente plano M aparece reflejado en la luna del escaparate, también dentro del rombo (un momento, por cierto, que prefigura asombrosamente “La mujer del cuadro”).

También Lang da un paso de gigante en algo de lo que hasta entonces era poco más que un diletante y de lo que ya se convierte en un maestro: el uso del símbolo. Cierto, que algunos aún resultan evidentes: es el caso de la flecha que sube y baja y la espiral que gira, en un escaparate, durante uno de los acosos de Hans a una posible víctima, elementales transposiciones de lo masculino y lo femenino en pleno acto sexual (adelantemos que Lang recuperará la flecha que sube y baja transmutada en tijeras y punzón que apuñalan en dos de sus obras cumbre: “La mujer del cuadro” y “Perversidad”). Desde luego, es algo más elaborado que las obvias velas de “Las tres luces”, la transparente calavera de “La muerte de Sigfrido” o la facilona muerte con la guadaña de “Metrópolis”. Pero lo que de verdad resulta admirable en “M” es su amplio despliegue de círculos asociados a lo infantil, no como un pegote, sino como algo orgánico, surgido naturalmente del flujo de las imágenes: el corro de niños que abre la película, el plato vacío de Elsie, la pelota que rebota en el poste y más tarde se paraliza en la tierra, el globo con forma infantil que, en una imagen memorable, se engancha en los cables de la luz, la espiral del escaparate… Y también admira cómo la idea del destino empieza aquí a concretarse en imágenes soberbias; no tanto por esa M que queda marcada con tiza en el abrigo de Hans (¿un estigma como los que debían sufrir los judíos en los años treinta?), como por esas manos que, siempre en una esquina superior del cuadro, surgen para posarse, acusadoramente, en su hombro: la del ciego, la del fiscal de los hampones, la de la policía finalmente. Con “M” Lang ha encontrado su auténtico camino…, aunque hará falta esperar unos cuantos años para que vuelva a brillar a esta altura.

Su siguiente film, “El testamento del doctor Mabuse” (1932), quizás plantea el deseo de Lang de realizar una especie de “Comedia de la vida”, o más bien tragedia, de la Alemania de la época, pues por un lado recupera su personaje titular de “El doctor Mabuse” (Rudolf Klein-Rogge en las dos ocasiones) y, por otro, la figura del comisario Lohmann aparecida en “M” (encarnado por Otto Wernicke). Sólo que, en ciertos aspectos, “El testamento del doctor Mabuse” se encuentra más próximo de la última película: por su afianzado realismo, imposible ya de identificar con expresionismo ninguno; y porque en ambos casos hay vastas organizaciones criminales tentaculares y el comisario Lohmann debe enfrentarse a sendos desequilibrados, antes el pederasta Hans Beckert, ahora el mad doctor Baum, al que ha subyugado (¿hipnotizado?) el demente doctor Mabuse, en una especie de transferencia de locura sobre la que el film aún ahondará más, irónicamente, con el personaje de Hofmeister. Si en “El doctor Mabuse” siempre se ha leído el desquiciamiento de una nación en crisis, las dos primeras películas sonoras del vienés proponen la constatación y análisis de la insania que por aquel entonces, definitivamente, anegaba Alemania, no sólo reducida a los locos oficiales: si en “M” las masas se desataban con excusa de la justicia, en el fondo por mor de la venganza, en “El testamento del doctor Mabuse” resulta escalofriante el travelling sobre los estudiantes universitarios fascinados por el caso del célebre doctor, en cuanto que desvarío totalitario del Übermensch, del superhombre. Lang utilizó la tapadera de un film de aventuras urbanas para poner en evidencia la ideología nacional socialista, haciendo que ciertos razonamientos ¿lógicos? del archicriminal Mabuse coincidieran con los del partido en el poder. Por ello, “El testamento del doctor Mabuse” incomodó sobremanera a los nazis, que prohibieron la película, dejando a Lang en una situación delicada, un hecho que lo impulsó a exiliarse del país cuanto antes y a olvidar su hipotética “Tragedia de la vida” alemana.

Habitualmente, de las tres películas que el director dedicó a su famoso doctor, la jerarquía de valoración suele depender enormemente de las inclinaciones de cada crítico. Así, los entusiastas de su obra muda, e incluso alemana, suelen preferir la versión de 1922, a la que llegan a considerar, exageradamente, una obra maestra; los partidarios de su obra americana, en cambio, se decantan, por más que lo rodara de vuelta en su país de origen cinematográfico, por el que sería su último film, “Los crímenes del doctor Mabuse”, y también los hay que, excesivamente, lo consideran magistral. Sin embargo, de los tres Mabuses de Lang, aunque diferentes en cuanto al estilo, lo cierto es que ninguno figura entre sus grandes películas y que los tres ostentan, en cambio, una calidad equiparable, si bien el título de 1932 nos parece, en conjunto, superior. Pues “El testamento del doctor Mabuse” olvida la prolijidad de su predecesora, lo que no le impide rebosar de momentos espléndidos: la escena de apertura, realzada por un encomiable uso de la banda de sonido, compuesta solamente por el atronador ruido de una imprenta; el asesinato del doctor Kramm, con el ruido del disparo ahogado por los cláxones de los coches y donde la muerte viene expresada por la excelente idea de hacer que el coche de la víctima permanezca parado cuando el resto de los vehículos arranca (lo que relaciona este asesinato con el atentado e intuida muerte de Heydrich en “Los verdugos también mueren”); las apariciones del espectro del doctor Mabuse al doctor Baum y cómo aquél toma literal posesión de éste (idea mostrada con un imprescindible uso de las sobreimpresiones, nada expresionista, pero muy fantástico y muy conceptual al mismo tiempo); el atentado contra Kent y su novia, encerrados en una habitación, luchando contra reloj por salvarse; el extraordinario final, donde ese aroma de fantastique que se aspiraba en algún momento previo acaba por adueñarse del film. Pero lo que quizá más llama la atención de “El testamento del doctor Mabuse” es que, como en “M”, Lang, gracias no sólo al uso del sonido (que permite mantener muchas conversaciones y réplicas en off) y a los desnudos decorados (herederos de los de “La mujer en la luna”), hace gala de una depuración máxima que anuncia su obra americana; no “Furia”, “Sólo se vive una vez” y “You and me”, que en este aspecto supondrán un retroceso, sino sus últimas películas de los 50. Un soberbio plano, fijo, resulta ejemplar al respecto, y es tanto más significativo cuanto que está emparentado con esa secuencia sumamente elaborada de “El doctor Mabuse” en la que los fantasmas de sus víctimas se le aparecían y lo acosaban: en comisaría, frente a una pared llena de carteles de las personas asesinadas por su organización (la palabra Mord / Asesinato se reproduce casi sin fin), pasa, sin inmutarse, el doctor Baum. Al contrario que Mabuse, Baum no trasluce ningún asomo de remordimiento… pero los espectros lo acusan igualmente.

En su fuga de Alemania a los Estados Unidos, Lang recaló brevemente en Francia, donde rodó un film: “Liliom” (1934), remake del film homónimo de Borzage de 1932, pese a su interés, sensiblemente inferior al original (aunque superior a la lamentable tercera versión, en clave musical, de Henry King). No es que no sea, contra las apariencias, característico de Lang: hay un típico travelling languiano de aproximación sobre Julie, en el tiovivo, que denota amenaza (aunque no tan logrado, por epidérmico, como en filmes posteriores, donde el peligro es letal: “Furia”, “La mujer del cuadro”, “Los verdugos también mueren”, “House by the river”, “Los sobornados”…); Julie, en inequívoco gesto de sumisión, le pone y ata los zapatos a Liliom, tal y como Chris le pintará las uñas a Kitty en “Perversidad”; en el juicio celestial a Liliom hay una proyección que pone en evidencia sus pensamientos ocultos, un poco a la manera de “Furia”, donde el material grabado sacará a la luz la cara monstruosa de la comunidad; etc. Pero “Liliom” desmerece de las películas del director que la rodean; quizá en parte por acusar demasiado ser una producción francesa de la época, con sus típicos aires recargados, ambientes gárrulos y actores gesticulantes; pero sobre todo, porque, frente a un bloque terrestre más sólido, Lang no sale demasiado airoso del desafío de filmar la experiencia ultraterrena de Liliom: allí donde Borzage había ofrecido una elaboración inolvidable, con sus decorados de vanguardia, y muy especialmente con su pasmoso tren celestial, Lang ofrece unos cosmoramas a lo Méliès, de regusto un tanto kitsch, y un humor fácil y superficial.

Hollywood: El todo Lang.

Es innegable que Lang no desarrolló todo su potencial artístico hasta instalarse en América. Como antes había sucedido con Lubitsch y al poco sucedería con Hitchcock, una sólida obra europea había asentado las bases formales de un personalísimo universo cinematográfico, pero, por los motivos que fuera, no había alcanzado, salvo “M”, toda la fuerza que se larvaba en ella. La confrontación con una realidad distinta resultó tan fructífera para el austriaco, que ya su primera película americana supone un punto y aparte en su obra, y especialmente, la conquista de una reforzada profundidad: lo mismo que sucedería con “Rebeca” en la obra de Hitchcock. Es cierto que algunos temas languianos ya se encontraban bastante desarrollados en Alemania, pero los más relevantes alcanzarían su culminación durante su estancia en Hollywood; en parte, se trata de una cuestión de madurez artística, y en parte también, porque la obra germana muda de Lang, así como su “Liliom” francés, transcurre en una especie de país de Nunca Jamás, lo que anula toda posibilidad de crítica social, y casi, casi de reflexión sobre la psique humana, aspectos en los que tanto habría de sobresalir el cineasta. Ese mayor aroma de realidad que le proporcionó América se trasluce en que el protagonismo ya no corresponde a superhéroes o supercriminales, a Sigfridos y Mabuses, sino al hombre de la calle, identificable muchas veces con el mismo espectador, al que a veces se interpela directamente, llegando muchas de las historias propuestas a conjugarse prácticamente en segunda persona (y de ahí la urgencia que destilan sus magníficos filmes antinazis “El hombre atrapado” y “Los verdugos también mueren”). La crítica del momento no supo apreciar lo que el cine de Lang ganaba con el cambio, en universalidad, en sugerencia, en inquietud; pero es evidente que no tiene el mismo alcance que Crimilda, rescatada de las brumas de la mitología, planee una venganza tremebunda (“Los nibelungos”) a que lo haga un hombre corriente, el Juan Nadie de los estadounidenses (“Furia”); o en otro contexto, que el loco de “El gabinete del doctor Caligari” fantasee unos ominosos asesinatos (aunque la película la dirigió Wiene, la idea la aportó Lang) a que lo haga un respetable y anodino profesor universitario con cara de no haber roto un plato en la vida (“La mujer del cuadro”).

Siempre ha existido, o al menos había existido hasta hace unos años, una enconada controversia entre los defensores del Lang alemán y los del Lang americano. La tendencia dominante en la primera mitad del siglo XX, y aun después, era a favor del primero, para inclinarse algo la balanza hacia el segundo tras la aparición de los Cahiers du Cinéma, y hoy en día tender más bien a equilibrarse, como consecuencia de la inusitada pujanza de la etapa germana, quizá por haber sido restaurados recientemente tantos filmes con resultados deslumbrantes, quizás por mera comodidad, al adscribirlos a la mítica expresionista, como hemos visto, con mayor o menor justicia. Ciertamente, el universo languiano ofrece una irrebatible continuidad a ambos lados del Atlántico, como muestra su inagotable preferencia por las aventuras rocambolescas (“El ministerio del miedo” es hermano de sangre de “El doctor Mabuse”), su carácter fatalista (los amantes de “Sólo se vive una vez” están tan abocados a la muerte como los de “Las tres luces”), o su afán de crítica social, contra los nazis en particular (pongamos, “El testamento del doctor Mabuse” y “Los verdugos también mueren”) y contra las sociedades opresoras en general (ejemplarmente, “M” y “Mientras Nueva York duerme”). Sin embargo, con el cruce del océano los alardes formales del director se hacen en general, pese a inopinados coletazos, más discretos, lo que no significa que se atemperen, antes al contrario; y el proceso de depuración al que somete sus películas es imparable. Los mismos temas, las mismas formas se utilizan con mayor rigor y mayor potencia expresiva y emotiva: son impensables en el Lang germano películas tan perfectas como “Perversidad” y “Deseos humanos”, o tan emocionantes como “Sólo se vive una vez”, “El hombre atrapado”, “Los sobornados” y “Moonfleet”. Es más, la profundidad y la capacidad discursiva se amplían en Estados Unidos hasta un punto insospechado en su obra alemana, al menos en la etapa muda, en especial en lo que toca a sus dos temas mayores: la indefensión de las personas ante el entorno, llámese sociedad o destino, o como decía Lang, el combate del hombre contra los dioses (con los corolarios de manipulación, pérdida de libertad o muerte); y la violencia y la brutalidad consustanciales a la naturaleza humana (y de ahí la insistencia en asesinatos, violaciones, torturas y venganzas).

Como quiera que el cineasta nunca firmó un contrato a largo plazo para ninguna productora de Hollywood (posiblemente sea el único grande que trabajó para las ocho majors clásicas, a las que se debe añadir la Republic) y sus aportaciones al género negro, el más transitado por él, varían considerablemente entre sí; como quiera que sus títulos más compactos e influyentes se estructuran en torno a tres actrices, Sylvia Sidney, Joan Bennett y Gloria Grahame, representantes de tres tipos de mujer, la redentora, la tentadora y la casquivana respectivamente (y ya existía el precedente germano de Gerda Maurus, la fascinante: no debía de ser Hitchcock el único director que se enamoraba de sus actrices…); y como quiera que, en particular, en sus colaboraciones con Bennett y Grahame se localizan sus mejores películas, hemos organizado su filmografía americana tomando como pilares maestros esos tres conjuntos asociados a cada actriz, más un cuarto, ya en la recta final de su carrera, a caballo entre América y Europa, compuesto por su antológica aportación a la aventura.

El ciclo Sidney.

Las tres primeras películas americanas de Lang, “Furia” (1936), “Sólo se vive una vez” (1937) y “You and me” (1938),  tienen en común su protagonista femenina, esa magnífica actriz de aire dulce y cariñoso que fue Sylvia Sidney. También comparten una misma inquietud social y, aprovechando la personalidad de la intérprete, análoga visión sobre la capacidad redentora de la mujer sobre sus atormentadas y descarriadas parejas, atenazadas por un entorno asfixiante. Asimismo, las tres suponen las primeras articulaciones claras y complejas de uno de los temas favoritos del director, que en Alemania sólo existía en germen en “Spione”, “La mujer en la luna” y “M”: la culpa, con toda su capacidad de transferencia y de mutación. Ahora bien, el tono empleado en cada película es muy distinto: “Furia” es una muestra del Lang más denso y filosófico; “Sólo se vive una vez” es su primer film abiertamente romántico y emotivo, al menos, tras los intentos de “Las tres luces” y “Liliom”, el primero conseguido; finalmente, “You and me” es un drama ligero, puntuado por la música de Kurt Weill.

“Furia” se ha contemplado muchas veces como el mejor film americano de Lang, lo que, pese a su excelencia, está lejos de ser el caso. Quizá su excesiva valoración se deba a su enfoque de denuncia, de condena absoluta del linchamiento y de los intereses políticos que lo toleran; o quizás a que todavía perviven figuras de estilo típicas de la obra muda del director, como cierta simbología diáfana y algo impostada (el tan célebre como ortopédico plano de las gallinas), como esos planos de gran belleza pictórica, pero ajenos a la línea maestra del film (la mujer en deshabillé que oye la radio, mientras un hombre, presumiblemente su amante, reflejado en el aparato, se pone la corbata), o como la utilización de sobreimpresiones (el imaginado acoso de los acusados a Joe Wilson, igual que al doctor Mabuse sus víctimas se le aparecían en el film homónimo, o a Masimoto en “Spione”). Como consecuencia, “Furia” es una película algo desigual, si bien las virtudes abundan muchísimo más que los defectos; y éstos, ciertamente, no siempre son responsabilidad del director, sino que a veces deben adjudicarse a la productora (cierta premura en la producción, que se trasluce en el montaje de batalla de las secuencias iniciales; el tópico y prescindible beso final). Y aunque “Sólo se vive una vez” sea una película más redonda en su conjunto y más vigente en su retrato de las relaciones humanas, “Furia” tiene el honor de atesorar las que tal vez sean las concreciones visuales más contundentes de los dos temas fundamentales de Lang: el avasallador travelling subjetivo desde el lugar de la turba que se aproxima a la cárcel donde Joe está preso (subjetivo, pero ¿de quién?: ¿de la colectividad?, ¿o más bien de un ente abstracto?) comunica la idea de un destino arrollador; y la proyección que en el juicio se hace de los provectos ciudadanos de la ciudad de provincias, entregados frenéticamente al linchamiento (momento escamoteado previamente en una de las elipsis más osadas que ha dado el cine), revela inmejorable esa amenaza latente de una violencia consustancial en las personas que siempre intrigó a Lang. “Sólo se vive una vez”, en cambio, es una película más compensada, llena de secuencias admirables, y también más atmosférica, gracias en gran parte al extraordinario trabajo lumínico de Leon Shamroy, que en muchos momentos (el atraco del delincuente, la fuga de Eddie, los nocturnos finales) logra transmitir al film un cariz de pesadilla mucho más logrado que en “Furia”. Su calidad más emotiva repercute también en una prodigalidad en primeros planos, muy intensos, rara en Lang, como no sea en “Encubridora”: la entrevista entre Joan y el condenado Eddie; los obsesivos planos sobre el imperturbable rostro de Eddie mientras rompe la taza de aluminio o mientras saca la pistola del colchón, observado por sus guardianes… Y finalmente, la tendencia a la simbología del director aquí ya no se introduce con calzador, sino que se justifica desde dentro de la narración…, aunque no con finura absoluta, caso del paralelismo de las ranas con la pareja protagonista. En cuanto a “You and me”, se trata de una película menor en comparación con las anteriores, pero no por ello se la debe desestimar, como habitualmente se ha hecho, pues es una buena película, pródiga en momentos espléndidos. Quizás al aficionado a Lang le moleste el postulado fundamental del film, a saber, que para integrarse en la sociedad se debe asumir el engranaje del consumo (así, la redención definitiva de Joe viene marcada porque, tras sustraer el perfume, ingresa el importe en la caja de los almacenes); o quizás, por su tono de fábula, influido en realidad por Brecht; o puede que por parecer, en primera instancia, poco típica de su autor. Sobre lo primero, que todos formamos parte de una sociedad de consumo que debemos respetar por más que, tal y como está estructurada, algunos productos nos resulten inalcanzables, mal que nos pese, se trata de una verdad como un templo, la cual, además, viene formulada por un director poco sospechoso de conservadurismo. Respecto a lo segundo, se olvida, interesadamente, que una película como “Las tres luces” también era un cuento de hadas (calificación que, por cierto, el mismo Lang aplicaba a ambas películas); una afiliación que los críticos parecen más proclives a aceptar cuando se trata de un cuento lúgubre, como es característico en la tradición teutona, que cuando, como en “You and me”, el tono es optimista, y el humor, algo cándido, lo cual al fin y al cabo no deja de reflejar otra mentalidad: la americana de dicha época. Y en lo que toca a lo tercero, el film se desmarca de la obra más importante de Lang en el sentido de que sus personajes no se ven dominados por un destino implacable, sino que lo modifican con su propia fuerza de voluntad; pero, por el lado contrario, pone en primer término, y es uno de los filmes que más lejos lleva su desarrollo, una cuestión fundamental en la obra languiana: la mentira. Nunca han mentido tanto los personajes en el cine como en la obra del vienés, y rara vez ha sido el embuste tan central y consustancial a la persona como en el caso de la insegura Helen; una cualidad que, contrapuesta a la dulzura de la joven, a su aspecto tan inocente, genera cierta desazón en más de una secuencia.

En estas tres películas ya se impone, frente a la típica morosidad e insistencia germanas de Lang, una narrativa concisa y elegante, a veces indirecta, que fuerza una actitud participativa del espectador; por ejemplo, evitando momentos de transición, o iniciando ciertas secuencias media res, o comprimiendo admirablemente escenas enteras del guión, o mostrando las consecuencias más que las acciones. De la supresión de los momentos de transición, resulta ejemplar cómo en “Furia” se ofrecen, eludiendo el recorrido físico o los procesos mentales de los personajes, ciertas apariciones sorpresivas: la de Joe en casa de sus dos hermanos (la sombra anuncia su repentina presencia), sin que se sepa cómo ha llegado hasta ahí tras el linchamiento; o la de Katherine en el hotel donde se alojan los tres hermanos (ahora es su voz en off la que anuncia la llegada), excluyéndose una secuencia que muestre su definitiva convicción de que Joe esta vivo y su decisión de ir a su encuentro. O en “You and me”, la también sorprendente presencia de Helen y el propietario del gran almacén, hecho que acabará frustrando el robo planificado por Joe y sus colegas. Ejemplos de las otras tres estrategias, todos extraídos de “Sólo se vive una vez”. Del inicio de las secuencias media res: el asalto a la gasolinera. De la compresión de la trama: la elusión del juicio, resumido admirablemente en un plano secuencia en la oficina de un periódico donde se barajan tres posibles titulares, iniciándose el plano con la posible declaración de inocencia de Eddie y acabándose con su definitiva condena a la silla eléctrica (por cierto, un desarrollo que es ejemplar muestra de esa honradez languiana indisociable de cierto pesimismo vital). Y de la transmisión de información a través de las consecuencias: la muerte del padre Dolan en plena fuga de Eddie, ya que Lang no acusa el impacto de la bala de manera evidente, sino que al cabo de un rato, cuando Eddie ya se ha fugado, nos muestra al sacerdote desplomarse al suelo.

Lo más llamativo de las dos primeras películas americanas de Lang, aparte de constituir, en elegante declaración de principios, una continuidad con su obra germana que refrenda la fuerte personalidad del director, resistente a las imposiciones de los estudios, es sobre todo cómo Lang, al retomar sus temas favoritos del destino, de la culpa y de la venganza, los enriquece hasta unos límites impensables en Alemania. En concreto, “Los nibelungos” y “Las tres luces” son las películas que tratan exactamente los mismos temas, con el mismo argumento en esencia, que, respectivamente, “Furia” y “Sólo se vive una vez”. En efecto, “Los nibelungos” y “Furia” muestran a seres humanos puros y honrados (Crimilda y Joe Wilson) a los que el destino hace sufrir una experiencia traumática que los transfigura en unos auténticos monstruos sedientos de una venganza que planifican fría y calculadoramente, pasando de ser víctimas a verdugos (aunque, en “Furia”, un malcarado Spencer Tracy, elección de la Metro que sin duda disgustó a Lang, le merme inocencia a su personaje y rinda la transformación menos potente). En cuanto a “Las tres luces” y “Sólo se vive una vez”, una pareja de enamorados se ve imposibilitada de vivir su intenso amor debido a circunstancias adversas; en ambas, la mujer decide salvar a su malhadado compañero o, si ello resulta imposible, seguir sus pasos, cueste lo que le cueste; ambas heroínas planean envenenarse al saber o creer muerto a su amor, intento que queda frustrado para dar lugar a una ilusoria prórroga de su existencia terrenal; e incluso la persecución a la que Joan y Eddie se ven sometidos tiene su paralelo en la del episodio chino de “Las tres luces”. Pero el tratamiento de dichos temas a cada lado del Atlántico difiere y resulta mucho más adulto en Hollywood. Así, si en “Las tres luces” y “Los nibelungos” la acción transcurría en países de fantasía, y el destino parecía algo abstracto, tal vez una inquietante palabra proveniente de una balada, tal vez un decreto divino, en “Furia” y “Sólo se vive una vez” el hado se condensa en una realidad acuciante que rodea, asfixia y engulle a los personajes. Es más, el destino en el Lang germano era tremendamente lineal, como en un cantar de gesta (evidentemente, en “Los nibelungos”) o en un cuento infantil (la muerte se lleva al amado de “Las tres luces”, limpiamente y porque sí), mientras que en su extraordinario díptico social depende enormemente del azar, de las manipulaciones ajenas (aunque esto último, ciertamente, ya existía en “Los nibelungos”), hasta de las propias elecciones, y acaba por tejer una tela de araña inextricable, no pocas veces utilizando finos hilos de ironía. Resumamos brevemente: el Joe Wilson de “Furia”, debido a unos planes de futuro condicionados por su modesta situación económica, tiene la mala suerte de recalar por un pueblo donde se ha cometido un secuestro, lo que da un vuelco a la vida de este honrado ciudadano, confundido con un criminal; más tarde, ya entre rejas, será una explosión provocada para acabar con él la que irónicamente le salve la vida; y más adelante, serán nimios detalles (una gabardina remendada, unos cacahuetes, una falta de ortografía) los que revelen a Katherine que su novio, contra lo que se cree, sigue vivo; eso, por no hablar de esa gran ironía languiana que hace que tres hombres y una mujer compongan la banda de los secuestradores, lo mismo que Joe, sus hermanos y Katherine forman un cuarteto que acosa moralmente a los linchadores durante el juicio. Por su parte, en “Sólo se vive una vez”, Eddie Taylor también es tomado por un criminal, el cual, para su desgracia, se ha dado a la fuga y ha muerto y desaparecido con el botín en un accidente; sin embargo, cuando, una vez condenado Eddie a la silla eléctrica, se lance a una fuga desesperada, rehén incluido, se descubrirá la verdad…, pero ya será demasiado tarde, pues el desengañado joven cree que el indulto es un ardid del alcaide y se niega a aceptarlo; más tarde, el impulso de Joan de comprarle unos cigarrillos a Eddie hará que un individuo cotilla y avaro (Lang inserta no sólo un plano detalle de la foto de Joan, sino también otro de la recompensa prometida de 10.000 dólares) delate a la pareja en su huida definitiva.

Evidentemente, el esplendor heroico que se asociaba al destino en su obra muda, en América se esfuma y cede el paso a la sordidez de un entorno deprimente: problemas económicos, viviendas como chamizos, individuos hostiles, una sociedad de consumo que exhibe bienes inalcanzables; todo ello aderezado con sutiles detalles puramente cinematográficos (como, en “Sólo se vive una vez”, las inolvidables notas discordantes que suenan en el piano cuando Joan se apoya en él pensando que Eddie ha sigo ya ejecutado; o el posterior plano sobre el grifo llenando el vaso donde la mujer disolverá el veneno para suicidarse). Pero si el hado final se siente tan asfixiante, y se percibe que los personajes son más víctimas de él que de la sociedad (lo que, por cierto, ha repercutido en una mayor vigencia discursiva de estas obras de Lang que de otras llenas de progresismo bienintencionado), es porque también el cineasta advierte de ese destino incontrovertible con su puesta en escena, especialmente en “Sólo se vive una vez”: cuando Eddie sale por primera vez de la cárcel, le urge tanto abrazar a Joan, que se besan con las rejas entre ellos; o ya casados, en su modesto viaje de novios, la cámara los registra reflejados en el estanque, equiparándolos a esas ranas que, emparejadas de por vida, no pueden vivir una sin otra; o esa imagen de Eddie enjaulado, en un plano totalmente ocupado por las rejas y sus sombras desparramadas por el suelo; o Eddie, con Joan en brazos, reencuadrados por la mira del fusil…

Los años 40.

La década de los 40 supuso para Lang su definitiva inmersión en el sistema de Hollywood y, pese a lo que muchos snobs sostuvieron hace tiempo, para bien y no para mal. Por un lado, en esta década y en la siguiente conseguiría Lang las cumbres de su carrera; y por otro, la asunción de la dinámica de los estudios, aunque fuera trasladándose de uno a otro para mejor defender su libertad creativa, se tradujo en una respetable cantidad de magníficas películas de género, de las que tan sólo tres, sobre un total de veintidós si incluimos las previas del ciclo Sidney, no consiguieron llegar a buenas: la mediana “La venganza de Frank James”, la irregular, pero aun así llena de interés “Secreto tras la puerta”, y la anodina “Guerrilleros en Filipinas”, su única mediocridad absoluta junto a la alemana “Harakiri”.

Lang, de hecho, enfocó su carrera americana sin los prejuicios de sus críticos coetáneos, los cuales nunca le perdonaron que filmara algo tan “bajo” como un western. Por fortuna, el cineasta, para el que este género era el equivalente americano de la saga de “Los nibelungos” en Alemania, desoiría los reproches y rodaría un total de tres. El primero, “La venganza de Frank James” (1940), es una secuela del “Jesse James”, de Henry King, y es cierto que difícilmente podía mover al entusiasmo. Pero el segundo western que rodó, su siguiente film de hecho, “Espíritu de conquista” (1941), es magnífico, una auténtica lección de cine y un anuncio de cómo Lang, poco a poco, de tapadillo, en vez de someterse al sistema, lo utilizaría para ir consiguiendo un estilo cada vez más personal. Puede que “Espíritu de conquista” no contenga las excelencias de “Furia” y “Sólo se vive una vez”, aunque bien poco le falta, pero en él Lang, aparte de ahondar en su narrativa concisa y sorpresiva (como en su forma de transmitir el doble cortejo de Sue, por Vance y por Richard), ya se ha deshecho de las últimas rémoras que arrastraba de su bagaje alemán: el simbolismo fácil y las imágenes tan vistosas como gratuitas. En “Espíritu de conquista”, Lang lo mismo sirve a los intereses del género, como en las impagables caracterizaciones de esos hombrones del lejano oeste o en las modélicas secuencias de los ataques o del incendio final, que a los propios, como demuestra, ejemplarmente, esa forma indirecta de dar las muertes (por cierto, que en el cine de Lang hay muchísimas, pero rara vez se muestran frontalmente, lo cual es otra muestra de la honradez del cineasta y de su posicionamiento moral). Destaquemos tres especialmente memorables: la impresionante muerte del telegrafista sujeto en el poste, dada en off, ya que tan sólo sabremos que ha muerto cuando el enfrentamiento con los indios haya llegado a su fin y la cámara suba para mostrar su cuerpo inerte inclinado hacia el suelo; la del pistolero que se oculta tras la cortina (idea que Lang retomó, mejorada, en “Moonfleet”): y por supuesto, la muerte de Vance, el héroe, dada por un inserto del cristal agujereado por las balas y la mano posada, agarrotada, sobre la luna de la barbería; la mano se desliza y el plano queda vacío…

La obra de Lang en la década está dominada por dos grandes conjuntos: sus trabajos con Joan Bennett y su ciclo antinazi. No figuran sus combativas películas antifascistas entre lo mejor del cineasta, ni tampoco parecen a la altura de “La tormenta mortal” (Frank Borzage, 1940) ni mucho menos de “Ser o no ser” (Ernst Lubitsch, 1942); pero forman un grupo soberbio, y sin duda el más compacto de toda la cosecha antifascista de dicha época y de cualquier otra. Las menos destacadas de las cuatro aportaciones de Lang son las dos últimas, “El ministerio del miedo” (1943) y “Cloak and dagger” (1946), y aun así son, al menos “El ministerio del miedo”, dos buenas películas. En ellas el director volvió a ese cine aventurero y rocambolesco tan de su gusto, hasta el punto de que apenas hay consideraciones políticas sobre los nazis, los cuales parecen reducirse a una banda de criminales organizados tipo Mabuse o Haghi. Tal vez se echa en falta un poco más de implicación por parte de Lang, cuyo trabajo es sin duda excelente, especialmente en “El ministerio del miedo”, pero no el que cabe esperar de un auténtico creador; dicho de otra forma, las secuencias están rodadas de forma impecable, pero no hay un hilo común que les dé una coherencia interna más allá de la trama. Quizás en esa época Lang necesitaba el acicate de un discurso. “El ministerio del miedo”, en particular, tiene la peculiaridad de estar muy próxima a sus películas anteriores sobre Mabuse, por lo que es difícil de creer que el guión le desagradara tanto como afirmaba: espías que luchan por una vital documentación, una imponente organización que cubre todas las capas de la sociedad, trenes siniestrados, bombas, ceremonias espiritistas, apartamentos repletos de un arte moderno de total impostura (ejemplificado en el impagable timbre de Martha Penteel), un tiroteo final entre los espías y las fuerzas del orden… Unidos a lo anterior, el rodaje íntegro en estudio y la extraordinaria logística de producción de Paramount, siempre considerada la más europea de las majors de Hollywood, hacen que “El ministerio del miedo” sea una película que podría haber encajado plenamente en su obra alemana, y esto le da una importancia primordial de cara a las inmediatas películas con Joan Bennett. En sí misma, “El ministerio del miedo” es una estupenda película, gracias tanto a la labor de Lang como a la de su formidable equipo (la negra y atmosférica fotografía de Henry Sharp, los impresionantes decorados de Hans Dreier, el preciso montaje de Archie Marshek, superior al de otros Lang de la época), y cuenta con algunas destacadas set-pieces, como el encuentro con el falso ciego en el tren, la sesión de espiritismo, la entrevista en la sastrería, y sobre todo, los tiroteos finales, donde los disparos se convierten en fogonazos en medio de la negritud más total y donde destaca la muerte de Willi Hilfe: en la habitación sumida en la oscuridad, una bala atraviesa la puerta, se oye la caída de un cuerpo y una lucecita se cuela por el agujero…

“Cloak and dagger” se encuentra algún escalón por debajo de “El ministerio del miedo”. Quizás Lang ya había exprimido demasiado el filón antinazi; quizás la Warner puso demasiadas trabas a su trabajo… En “Cloak and dagger” los distintos episodios carecen del atractivo de las películas precedentes. Es más, la historia de amor resulta francamente convencional: por más que en ocasiones pretenda alcanzar, infructuosamente, el patetismo de la de “El hombre atrapado”, ni siquiera posee ese modesto encanto de la “El ministerio del miedo”, basado en la jovial complicidad de la pareja, y que, además, traía consigo una mordaz visión de las relaciones familiares (modelo nazi, claro); unas carencias en gran parte debidas a un aparatoso fallo de casting, pues Lilli Palmer no transpira un ápice de vulnerabilidad y, en cambio, resulta excesivamente arisca. Por fortuna, “Cloak and dagger” reserva una sorpresa de primera clase, aunque para ella haya que esperar 80 minutos: la antológica pelea a muerte de Jesper con el comisario fascista, ejecutada sobre el disolvente fondo de música popular italiana (merced a unos cantantes callejeros), lo que todavía aumenta más su impresionante brutalidad (arañazos, descoyuntamientos, mandobles en la garganta…); una apabullante fiereza que Lang ya había ido trabajando en otras películas de la década, pero que en el cine clásico sólo conocía el precedente de “Flor del camino” (1924), una de las muchas grandes películas olvidadas de King Vidor, y sólo contaría con el epígono de “Cortina rasgada” (1966), la última muestra de la gran influencia que Lang tuvo sobre Hitchcock en el subgénero, inaugurado por el austriaco y apropiado por el inglés, de persecuciones y espías.

La primera película del ciclo antinazi, “El hombre atrapado” (1941), pese a ser un proyecto inicialmente previsto para Ford, pareció entusiasmarle mucho más a nuestro cineasta. Se trata de un magnífico film donde Lang, aparte de ofrecer una estupenda variación de su clásico tema de la persecución del individuo por las fuerzas sociales, demuestra que la necesidad de combatir a los nazis era independiente de la filiación política, pues el proyecto de la Alemania nacional socialista simplemente atentaba contra la libertad, y en última instancia la vida, del ser humano, de cualquier ser humano. Por ello, resulta imperecedero el personaje de la prostituta Jerry, una inocente que se ve envuelta en una intriga de espionaje, y en consecuencia ha de pagar con la vida. Por ello, el cazador cazado Thorndike pasa de la indiferencia a los nazis (llega a tener a Hitler en la mira de su fusil, pero no dispara por considerarlo simplemente una pieza de caza más; mayor, claro está) o el desprecio (como muestra ese extraordinario plano en que el mayor Quive-Smith lo interroga y sólo la sombra del torturado Thorndike aparece en cuadro, sin ningún contraplano que valga de él, como si se negara a ponerse al mismo nivel que sus captores) a la urgencia de combatirlos a muerte. No por nada, al final, Thorndike, reconvertido a la fuerza en un ermitaño barbudo, refugiado en una mal ventilada cueva, improvisa un arco y una flecha con los materiales que tiene a su alcance, incluido el broche de la asesinada Jerry, para matar a Quive-Smith, que lo ha emboscado, en defensa propia: Thorndike es el hombre reducido al estadio primitivo, el de la lucha por la supervivencia, pero también el hombre elevado al más alto grado de dignidad, al de la defensa de la justicia, pues ejecuta a Quive-Smith utilizando como punta de flecha el broche de Jerry, la mujer que el nazi asesinó y sin duda torturó (ya que Jerry no le reveló el paradero de Thorndike). “El hombre atrapado”, aunque en puridad no pertenece al ciclo Bennett, puesto que su personaje no es el catalizador de la película, ya acusa la fascinación que esta dotadísima actriz ejercería sobre el director. [Por cierto, que su alianza se debería hacer sellado inmediatamente en “Moontide”, un, por más que mitificado, insignificante film inicialmente previsto para Lang y Bennet, en el que finalmente no figuraría ninguno de los dos…, ni queda nada que pueda asignarse al vienés.] El personaje encarnado por Joan Bennett y sus escenas, en efecto, destacan poderosamente en el conjunto, y Lang les imprime un patetismo impensable antes en su obra, ni siquiera en “Sólo se vive una vez”: la despedida de Jerry y Thorndike en un puente neblinoso (uno de los momentos estelares de la gran fotografía de Arthur C. Miller), con el beso abortado por un vigilante policía, ese beso que iba a ser el primero y único que la pareja se diera, es uno de los momentos más bellos de la filmografía del cineasta del monóculo.

La más especial de las películas antinazis de Lang es, sin duda, “Los verdugos también mueren” (1943), con guión del propio director en colaboración con Bertolt Brecht. Gran parte de su originalidad estriba, por un lado, en su renuncia a la adscripción al género de espías al que pertenecen las películas hermanas, con el corolario de que lo aventurero se difumina y lo político cobra mayor relevancia (y no tan rabiosamente como en “El hombre atrapado”); y por otro lado, a la asunción de un protagonismo colectivo, pues lo que interesa tratar no es un caso individual, por muy generalizable que sea, sino la opresión, entonces candente, del pueblo checo por el invasor nazi, así como dar fe de su capacidad de resistencia y avivarla. Quizás, la construcción de la estratagema final resulte un poco laboriosa y desequilibre algo el film, pero éste rebosa de momentos magníficos; por ejemplo, en lo que a la opresión de los checos se refiere, que se llega a sentir terrorífica: así, toda la cautela del profesor Novotny respecto a su propia familia; o en otro sentido, la sesión de sibilina tortura a que se somete a la anciana verdulera, obligándola una y otra vez a recoger el listón mal ajustado de una silla. Destacan, así mismo, tantos momentos de acción, mostrada de la forma más seca posible: el amago de linchamiento de Masha por la turba enfurecida y la subsiguiente represión de la policía nazi; el desenmascaramiento de Czaka y la detención de la célula de la resistencia; la feroz pelea de Gruber con Jan; y muy especialmente, el extraordinario asesinato de Gruber, que se corona con la imagen del bombín que rueda por el suelo, proveniente, y mejorada, de “La mujer en la luna”, y que aún supera la de la pelota que se para inerte en “M”, ya que la construcción del plano aporta otra idea brillante: que la muerte de Gruber no es un asesinato, sino un ajusticiamiento, pues las piernas cuelgan de la mesa como si fueran las de un ahorcado. Pero, quizás, lo más inolvidable de “Los verdugos también mueren” es su antológica caracterización de los ocupantes, tendente a la caricatura, ya que Lang, por razones políticas, se negaba a darles matices psicológicos a los nazis (no los merecían); pero, eso sí, a la caricatura del más alto estilo: el histriónico Heydrich, conocido como “el verdugo”, con su nariz y barbilla afiladas, como de águila; el inspector de la Gestapo Gruber, de aspecto orondo y campestre, con su sempiterno bombín y siempre rodeado de mujeres y, sobre todo, de ingentes cantidades de botellas de cerveza (vacías, claro); el jefe de la Gestapo Haas, que se revisa el forúnculo de la mejilla mientras interroga a la detenida Masha; o el inspector Ritter, de rostro afable, lo mismo si interroga que si no, y especialista en hacerse crujir los dedos o chascar un bizcocho…, detalles inquietantes que sugieren sus habilidades torturadoras.

Continuará.

 

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