José Lázaro o la brega cotidiana

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Por Carlos Calvo
Fotografías de Rafael Esteban

    Cuando fue elegido alcalde de Trévago, en 1965, José Lázaro Carrascosa, Pepe, empezó un diario donde anotaba impresiones sobre sus actividades municipales, sus vecinos, sus amigos, sus aconteceres, “la brega cotidiana”. Un diario como su caballo de cartón de la infancia: lo montó y comenzó a cabalgar, hasta el fin de su mandato.

    Así durante una década. En ese trote se revela todo lo que la literatura tiene de hueco, falso, brillante y superficial si no se baja a su entraña, cuando la belleza literaria se halla encerrada en su estructura, más debajo de las palabras. El resultado fueron páginas y páginas que Berta e Iris, sus hijas, han rescatado, ordenado y editado en un volumen –‘El diario del alcalde de Trévago (1965/1975)’- cuya presentación tuvo lugar en ese pueblo de Soria hace poco más de un año y ahora se ha presentado, como no podía ser de otro modo, en el Centro Soriano de Zaragoza. Un salón de actos lleno hasta la bandera, cuyo director, Fernando García Terrer, dio la bienvenida a todos los asistentes y, a continuación, presentó a los maestros de ceremonias: la propia Berta Lázaro, el actual alcalde trevagués, Anselmo Jiménez, y el fascinante escritor y gran lector y mejor crítico literario zaragozano Julio José Ordovás.

    Por el salón de actos aparecieron personalidades de la cultura de aquí, de allá o de acullá: Eduardo Laborda, Alfredo Saldaña, Vicente Almazán, Tomás Ortiz –el padre de la novia-, Carmen Inchusta, Trinidad García Robles, Federico Corraliza, Marta Igüeldo Sanjuán, Antonio de los Baños, Rogelio Ramírez,  Óscar Martín Hoyas, Raimundo Lozano, Berta Lombán, Asunción Gallardo, Isabel López, Héctor Murguía, Alejandro Famenia, Nacho Bayón, Carmen Escribano, Martín Ballonga, Javier Ortega o, por supuesto, mi fotógrafo Rafa con sus dinámicos disparos (clic, clic, clic). Y, claro está, un buen número de trevagueses (o trevaguinos, tanto da, como con uve o con be- acudieron a la cita, con el alcalde y el concejal (Nicolás Tutor) como faros y guías. A saber: Luz Lázaro, Manolo Archilla, Jesús García, los Jiménez (Juan y Nuria), los Martínez (Arturo y Ester), los Ruiz (Rafael y Carmelo), los Pérez (Eulalia y Mari Luz) e Inmaculada Tutor. Seguro que me dejo alguno.

    Una emocionada Berta Lázaro habló, con concisión y elegancia, de cómo su padre describe los paisajes y ambientes sorianos y la gente del campo como existencias eternas, por las que no pasa el tiempo, en donde las costumbres se repiten una vez y otra también, según el cambio de las estaciones, atrapadas en sus leyendas y sus silencios. Los matices acuden a su mente y los escribe. Es la mirada ante la vida y las gentes de su pueblo. Todo lo hueco de los tópicos y lugares comunes queda para otros. La verdad, si es que la verdad existe, está en una oración subordinada. Un padre, esto es, que registra minuciosamente los pormenores de su actividad municipal y los escribe a lo largo de sus años de ejercicio. Un padre que se impone a sí mismo la obligación de recoger el pulso del pueblo en ese momento crítico que le toca vivir, su particular encrucijada vital. Un padre que teme por la pervivencia de Trévago y vierte en el diario sus temores y anhelos de futuro. En medio de tantas incertidumbres, las tribulaciones de un alcalde emprendedor y sus afanes tienen un interés que trasciende la esfera personal porque representan, en cierto modo, la lucha por la subsistencia de una generación.

    Berta Lázaro advirtió que para valorar, en su justa medida, la calidad literaria del texto de su padre hay que tener presente que fue escrito a vuela pluma, muchas veces después de agotadoras jornadas de trabajo, sin tiempo ni ocasión para la revisión. Y que su progenitor tenía la fe, la intuición o la certeza de que este relato sería rescatado de alguna forma. Por eso, recupera una conversación, modélica, de su padre con Nicolás, el cabrero del pueblo, en el último día en que este llevó el ganado al monte. “Usted es el último cabrero de Trévago”, le dijo. “Sí, eso lo sabes tú, pero dentro de diez o quince años nadie se va a acordar de mí”, replicó el buen hombre. El alcalde no dudó ni un instante: “Ahí te equivocas, Nicolás. Eso corre de mi cuenta. Ahora voy a mi casa y lo dejo todo anotado. Y lo escrito, se lee”.

    Desde Herodoto hasta nuestros días, la escritura ha sido, en la cultura occidental, la forma privilegiada de acceder al pasado. Cuando el de Halicarnaso empezó su ‘Historia’, dejó escrita una reflexión que puede ser leída como manifiesto y bandera de nuestra relación con el pasado: “Eso es la exposición de los resultados de la investigación, hecha para que, con el tiempo, no se pierda el recuerdo de los sucesos, grandes y admirables, llevados a cabo tanto por los griegos como por los bárbaros”. Escribir, pues, para resistirse a la inevitable erosión de la memoria, con la voluntad de sobrevivir a la fugacidad de las palabras que se lleva el viento.

    La escritura ha estado ligada a la preservación escrita del pasado. Hasta hoy, cuando leemos noticias que ya son pasado y que, casi siempre, ya conocemos por vías tan diversas, tenemos la conciencia de que la palabra escrita llega irremediablemente tarde. A veces, incluso demasiado tarde. Sin embargo, algunos escritores, excepcionales por su lucidez, han conseguido, en muy pocos casos, dar forma escrita a un futuro que, en su momento, todavía no existía y que ellos, con sus textos, no solo han anticipado, sino que, admirablemente, han acabado por darle forma anticipada. Sabemos por lo escrito que hubo algún momento en la historia donde humanos se plantearon cuestiones de cierta enjundia acerca del ser y la existencia; de la necesaria dignidad que debe conformar lo humano; de lo que debe ser y lo que no es tan importante (lo necesario y lo contingente lo llamaron los filósofos); de cómo superar dilemas morales; de lo que es innato y lo que es aprendido. Naturaleza y cultura.

    En su pequeño reducto que lo hace universal, José Lázaro fue un visionario, al poner por escrito la voz interior mediante la cual modulaba una identidad y una conciencia de las acciones. El gusto por las historias bien explicadas. O, mejor, esa manera de explicar los acontecimientos, de articular su propia identidad y el modo de pensar sobre el poder, el deseo y la muerte. Su diario personal guarda en algunas de sus partes más hermosas esa voluntad de escribir sobre la pura nada o sobre la misma vida. Y ahí está parte de su encanto y de su sorpresa. En el resol de contar la minuta de la existencia al compás en que esta va sucediendo.

    El alcalde Anselmo Jiménez, por su parte, tomó la palabra y se extendió –nunca mejor dicho- en las bondades de un pueblo que todavía tiene quien le escriba. Habló de esas tierras sorianas donde la piedra se alía con el misterio y la música de los árboles. Entre bosques de robles, de quejigos, pinares, encinares, restos arqueológicos, construcciones pastoriles, paisaje y tradiciones, Trévago se encuentra situado en las estribaciones de la sierra del Madero, a caballo entre la comarca de Tierras Altas y la del Moncayo. En días especialmente límpidos se pueden ver en toda su extensión los Pirineos aragoneses y navarros. Y reivindicó, como alcalde de su pueblo que es, esas canteras molineras trabajadas por moleros para obtener las muelas utilizadas en molinos de cereales, olivas y uvas.

    Actualmente, afirmó Anselmo Jiménez, se conocen una treintena de explotaciones en Soria y faltan todavía más por descubrir, ya que hacia la mitad del siglo diecinueve había unos doscientos cincuenta molinos en esa provincia, cuyas piedras provendrían mayoritariamente de las canteras locales. Todas estas canteras moleras de esas tierras reflejan un trabajo de época moderna, de los siglos diecisiete al diecinueve. A pesar del relativo poco tiempo que ha transcurrido, su trabajo se ha perdido en la memoria de las gentes. Se ha recurrido al método arqueológico, ayudándose en las escasas fuentes escritas, para analizar las técnicas de los moleros y el ámbito comercial de sus producciones. En Trévago, dijo Anselmo Jiménez, se han recuperado lugares de explotaciones y en la cantera de la peña El Mirón se vienen realizando estudios arqueológicos para la visita y enseñanza de un oficio perdido. El oficio, esto es, de los moleros.

    El ponente Julio José Ordovás, lúcido y ameno, entró en materia y desmenuzó la valía literaria de José Lázaro, esa brega cotidiana (“¡qué buen título para el libro!”, dijo) sin la cual la vida se antoja fracasada. Un José Lázaro que se ofrece sutil y recatado, comprometido y brillante, en sus anotaciones rurales sobre la gris cotidianidad, en efecto, que quedan embrujadas por un momento, como si se convirtiera en poesía. En la prosa del padre de Berta e Iris no hay lugar para la desmesura. Es la vida misma, en su lento transcurrir, la que vuelve a pasar ante nuestros ojos: cruzan las aves el cielo, el sol enciende una colina y, de repente, una nube la oscurece.

    Siempre a la contra, como los buenos literatos, Ordovás abordó el libro de José Lázaro como una forma fílmica del neorrealismo de un Julien Duvivier adaptando a Giovanni Guareschi (‘Don Camilo’), de un Luis García Berlanga buscando las cosquillas a la censura para burlarla de manera insólita (‘Los jueves, milagro’) o de cualquier viaje a ninguna parte, picaresco y costumbrista, con Fernando Fernán-Gómez o sin él. Un canto, tan sentido como emocionante, a un mundo extinto en el que los sueños, el amor al oficio y el compromiso solidario marcaban el sentido de la existencia. Y cuyos personajes viven el dolor y el amor, la miseria y la esperanza.

    Si la suerte cinematográfica puede ser un hallazgo, revelador, leer el diario del visionario José Lázaro es ver cómo su pequeño mundo se acaba, devorado por el progreso. Y, escrito de noche tras una laboriosa jornada, día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, lustro tras lustro, se encuentra la miga al leerlo en nocturnidad y sin alevosía, acaso para encontrar, vino a decir Ordovás, la atmósfera precisa, exacta, el regalo bien entendido, la tonalidad y el sentido.

    También es, en múltiples ocasiones, la reivindicación de su defensa contra el olvido. Contra el desangrado poblacional. Contra la falta de inversiones. Contra la escasez de infraestructuras. La prosa de José Lázaro captura el gesto cotidiano, la brega, en su más diáfana expresión y con objetividad. En realidad, los hombres brillantes como él no acaban de morirse nunca: siempre, de alguna extraña manera, permanecen junto a nosotros. Lo que abunda, por desgracia, son personas que se creen brillantes y que no saben, los pobres, que no lo son.

    El propio Ordovás, como broche a la presentación, leyó varios párrafos del diario. Fíjense en la rica y transparente manera de narrar de este hombre hecho a sí mismo, autodidacta, cuando registra en sus cuadernos la llegada, en el invierno de 1967, de una caravana de desarrapados húngaros de la farándula para una función nocturna, a quienes la guardia civil, tras el espectáculo, pretende echarlos acusándoles de llevar una escopeta con la que han cazado palomas. La benemérita pide las documentaciones y pregunta qué saben hacer: “Le dicen que son artistas y el cabo les pide que se lo demuestren. Un pobre hombre tiene que coger la guitarra, haciendo de tripas corazón, y ponerse a cantar un tango; una chica joven se dobla hacia atrás y coge una moneda del suelo; un viejo dice que toca la trompeta aunque ruega al cabo que no le haga tocar, que no tiene dientes y no puede emboquillar bien el instrumento”.

    O este otro párrafo en el que describe el bastón de mando del consistorio, objeto que simboliza –por decirlo con Ordovás- el estado en el que se encuentra el pueblo: “Un viejo bastón roto, requeteclavado con chinches de zapatero, con el aro de bronce de la empuñadura medio suelto, y unas borlas con unos cordones raídos y descoloridos”. La prosa del alcalde José Lázaro perfumaba los rincones de Trévago, un municipio que, a lo largo de sus años de ejercicio, llegó a tener alrededor de trescientos habitantes censados. Hoy, sin embargo, apenas lo pueblan cuatro decenas contadas. Los años sesenta y setenta del siglo veinte marcan el fin de una época en las sociedades rurales y traen consigo numerosos cambios en sus formas de vida.

    Heridos por el zarpazo de la emigración y la despoblación, los pequeños pueblos (y Trévago es un terruño medio escondido) inician una decadencia evidente. Los padres marchan a las capitales y los hijos ya no vuelven porque no aguantan la soledad del campo. Ese éxodo produce tristeza porque habría que reivindicar la necesidad del contacto con la naturaleza para sentirse vivo. De los pueblos, no nos engañemos, ha salido lo mejor de nuestros valores y una vieja, decisiva sabiduría que no deberíamos desdeñar. El alma de los recuerdos nunca muere, a veces vuelve y resucita y se hace de las personas y las personas se hacen de la memoria.

    El padre de Berta e Iris Lázaro se desliza sobre unos patines de cuchillas tersas, de palabras suaves, de frases delicadas, de apreciaciones audaces, también de cierta ingenuidad, de ambiciones y nostalgias que no siempre entiende del todo. Ensaya la vida, la imagina, la desea, la teme, desconfía de ella, tratando de descifrarla, gozándola tantas veces. Como el hombre que deja una muesca en su tiempo. Una señal íntima. Una naturaleza distinta y, a la vez, gozosa. Lo extraordinario de algunos seres no es lo que viven exactamente, sino cómo cuentan aquello que han vivido. Y eso es este diario, la revelación de un escritor. Una calidez de penumbra que no se concreta. Una extrañeza de prosa con clima y soporte propio. El relato valiosísimo de logros colectivos, de empuje y de lucha contra el destino. Un destino, ay, que se aventuraba incierto.

    José Lázaro, en última instancia, vierte todos sus temores y anhelos de futuro en esos cuadernos escritos en la cocina de su casa. Como un insobornable etnógrafo. O como cualquier caballo de cartón de la infancia. Él lo montó y comenzó a cabalgar. Así durante diez años. Hasta el final de su mandato.

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