“Quiteria Martín”, caramelos y “cash mob”


Por Carlos Calvo
Fotos: Enrique Lafuente

Es un hecho que el pequeño comercio no atraviesa su mejor momento y busca dar con la tecla para detener la sangría del sector. El comercio tradicional, que es un trabajo directo y enriquece a los barrios, no para de moverse y de inventar originales iniciativas para tomar aire, para procurar su supervivencia.

Con esta idea, ha llegado a Zaragoza, después de las buenas acogidas en Madrid, Barcelona o Sevilla, una novedosa propuesta que responde al nombre de “cash mob”, un movimiento nacional en apoyo al comercio local por el que se convoca a los vecinos de un barrio en un comercio “de toda la vida” para realizar una compra simbólica, conocer a nuevas personas y, ante todo y sobre todo, divertirse.

 


El primer “cash mob” –así se denomina a este tipo de movilizaciones en Estados Unidos- ha tenido lugar en la clásica tienda “Quiteria Martín”, situada en la zaragozana calle Mayor (decumano romano), una experiencia pionera para insuflar energía al pequeño comercio de la ciudad en uno de los establecimientos con mayor solera del barrio de La Magdalena.


En estos tiempos, lamentablemente, cierran muchos negocios. Algunos no pueden resistir la crisis y otros no han hecho una buena gestión, y todavía están los que han tenido mala suerte (factor que cuenta en cualquier empresa) o los que son víctimas de actuaciones públicas hechas de mala manera y sin pensar en la gente. El cierre de comercios representa mucho más que la pérdida de puestos de trabajo o de puntos de referencia en el imaginario colectivo. Las tiendas cerradas transmiten un mensaje descorazonador que acaba contaminando el estado de ánimo y destruyendo el espíritu de ciudad. Cuando asistimos a estos trozos de nuestra experiencia, es inevitable sentir una especie de amputación, como si perdiéramos todos los dientes.


Un “cash mob” consiste, principalmente, en convencer, a través de las redes sociales, a un grupo de personas para asistir un día y a una hora establecidos a realizar una compra en pequeños comercios locales de la ciudad donde se crea el evento. Los eventos de “cash mob” tienen un único fin, y es el de promover, ayudar, impulsar y salvar las tiendas de los valientes empresarios que, día tras día, pueden verse obligados a cerrar sus negocios, debido a la expansión de las grandes superficies y centros comerciales.


Muchas personas que se agobian de los gigantes del mercado son partidarios de la vieja cordialidad de las pequeñas tiendas de antaño. Los supermercados son como las cafeterías, impersonales y sin ángel. Es cierto que hay muchos aficionados a comprar en las grandes superficies, pero los hay, también, del comercio antiguo, de saludar con el nombre y de perder –o no- el tiempo hablando del estado de las cosas. Hoy, es cierto, en los centros urbanos de las ciudades conviven tiendas “de toda la vida” con establecimientos (sobre todo franquicias clónicas) que llenan el vacío que han dejado negocios que un día dijeron adiós por un motivo u otro.


Hay que lamentar, decía, el cierre de muchas tiendas de larga trayectoria, pero tampoco podemos magnificar automáticamente lo viejo o lo que tiene tradición. Hay tradiciones que merecen el olvido inmediato. El problema no es la desaparición de unos lugares emblemáticos sino el empobrecimiento de la ciudad como motor de intercambio de ideas y de cosas, la ciudad como receptáculo de sentido que nos civiliza y nos ordena. Ahora bien, para ser justos, hay que decir que, algunas veces, la destrucción de negocios resulta hiegiénica, indispensable. Por ejemplo, que la crisis obligue a cerrar a determinados piratas de los fogones que ofrecían bazofia a precio de oro es una buena noticia.

Somos, en realidad, nuestras tiendas. El bazar zaragozano “Quiteria Martín” es un establecimiento mítico, vinculado a la peripecia de muchas personas de varias generaciones. La educación sentimental –y la educación en general- de muchos zaragozanos y aragoneses está vinculada a una tienda que llegó a ser mucho más que un negocio de caramelos. Y conserva en su interior todo el sabor de los dulces y juguetes de antaño, a pesar de algunas modificaciones que las exigencias del público –y de los organismos oficiales- ha obligado a adoptar. “Quiteria Martín” es, en efecto, uno de los comercios con más solera y experiencia que todavía conserva esta ciudad inmortal, con muchas décadas atendiendo al selecto y exigente público menor. La infancia de cualquier ciudadano y este almacén son uno y lo mismo. Pero hagamos un poco de memoria.

El negocio familiar se remonta a los padres de Quiteria Martín Ballonga, allá por los finales del siglo XIX, fabricantes de dulces que luego vendían al por mayor. Ellos fabricaban aquellos martillos de dulce martillar, esos interminables chupones, las blancas pastillas de leche de burra, las afamadas guindillas del domingo de ramos, barquillos que se deshacían en las encías. Antes de que fueran desplazados por el chicle, las gominolas, el regaliz, estos primitivos y sencillos dulces eran el éxtasis de aquellas tardes de domingo cuando una peseta era todo un digno capital que parecía inagotable. Con esa moneda se podía comprar un paquete de pipas, unos cuantos caramelos, otras cuantas baratijas, un tebeo y aún sobraba…

Y qué decir tienen aquellos juguetes de madera que luego se transformaron en hojalata y finalmente han degenerado en plástico. Quién no ha jugado con canicas (antes de barro), peonzas, máscaras y caretas, diminutas muñecas, pipos fumadores, balones para futuras estrellas del deporte, manicuras para precoces coquetas, huchas de escaso futuro… Sí, estamos hablando de una tienda entrañable, que todavía guarda la misma decoración, sus mismas estanterías en las que se encuentran decenas de botes con todo tipo de munición, de formas y colores inagotables, los mostradores sobre los que dejaron sus propinas cientos de niños, la alegría de tantos que hoy son adultos. Y luego, por supuesto, atender y bregar durante años, durante décadas, con las hordas de colegiales y madres remilgadas. La paciencia, dicen, es un grado, y la de Quiteria Martín y su hija Esther Nieto superan, sin duda, a la de cien madres juntas.

Poco a poco, como hila la vieja el copo, los artículos se van renovando y se van adaptando a las exigencias del público. Y entramos en los cotillones y fiestas infantiles, con el surtido de baratijas, las piñatas, los confetti, las guirnaldas, los faroles, pelucas de colorido chillón, sombreros de vaquero, de copa, de bombín, de bombero, de torero, del bombero torero, de policía, de chino, de pirata, narizotas pegadas a gafas quevedescas, artículos de broma, la tinta mágica, los polvos de estornudar, las peladillas de postín…

Afirma Marleau-Ponty que el conocimiento consiste en mirar la realidad a través de un agujero en el ser, es decir, de una especie de ventana sobre la que nos asomamos al mundo. Si es así, nuestro entorno no es como es, sino como lo vemos. La Quiteria, en cualquier caso, siempre ha sido el extraordinario paraíso de la golosina chiquillera. “En Zaragoza”, dice el escritor Julio José Ordovás, “no tenemos una tienda de magia, pero sí una tienda mágica, y casi tan venerable como la barcelonesa El Rey de la Magia. A la sombra de la torre de la Magdalena, entre el callejón del Órgano y la calle de las Cortesías, Quiteria Martín sigue alegrándoles la vida, generación tras generación, a esos locos bajitos, como los definió Miguel Gila, que no paran de joder con la pelota, con preguntas inconvenientes y con su lógica irrebatible. La Quiteria es la cueva de Alí Babá con la que sueñan todos los niños y Carlos Calvo, en la actualidad, el engominado genio de la lámpara que hace sus sueños realidad por unas pocas monedas. Los niños y él se entienden a la perfección porque hablan el mismo idioma”.

Y añade: “El gallo de la Magdalena cree que su barrio, como el de Torrero, es una reserva india y aguarda con impaciencia el momento de desenterrar el hacha de guerra. En la Quiteria hay armamento y munición suficiente (arcos, flechas, bengalas, bombetas, bombas fétidas…) para derrotar al Séptimo de Caballería”.

El que esto escribe, efectivamente, es hijo de Esther Nieto, es decir, nieto de Quiteria Martín, y actualmente me encargo de llevar las riendas del negocio familiar. Todo empezó hacia 1897, cuando mi bisabuelo vino desde Alcorisa y montó una fábrica de dulces en la calle Boterón. Mi abuela vendía los caramelos por las calles, hasta que se casó a los diecinueve años y montó una fábrica en la calle del Gallo, en el número uno, el único existente, ya que se trataba –y se trata- de la calle más corta de Zaragoza. En 1921 murió mi abuelo y mi abuela se trasladó a la calle de las Cortesías, y allí montó una fábrica de dulces y un tostadero de frutos secos, en dos locales conlindantes. Mi abuela y sus tres hijas se dedicaban a fabricar los caramelos –que se envolvían uno por uno- y venderlos, a tostar las almendras, las pipas, las avellanas, y venderlas.

Nada más acabar la guerra civil, se abre una tienda en la calle Mayor, una calle, entonces, relevante en la que se domiciliaron aristócratas, pudientes, liberales, órdenes religiosas. Al mismo tiempo, en la calle Pignatelli se abre otra tienda, llamada “La infantil”. Con los años, y ya en plena postguerra, el negocio va prosperando y se abre otra “Quiteria Martín” en el barrio de San Pablo –popularmente conocido como el Gancho-, en la esquina que confluyen las calles de Boggiero y Miguel de Ara, con mi madre al frente y una joven Lorenza Pilar García Seta –Pilar Lorengar en el canto, que fuera soprano en la Ópera de Berlín- de dependienta y que no paraba de vender y cantar.

Dice mi madre de su madre que fue la primera mujer feminista que conoció, que desde 1921 tenía toda la documentación de las fábricas a su nombre y, posteriormente, cuando llegó la guerra fraticida, el azúcar lo daban racionado y a ella no le quisieron dar el cupo porque era mujer. Se enfrentó con todos, con los sindicatos de entonces, con el gobernador, diciendo que ella pagaba como un hombre. Al final, lo consiguió.

Mi madre Esther, siempre con la esperanza de que alguien se parase en el escaparate, se animara y entrara a comprar, sabiendo que de ese acto dependía el bienestar, el futuro, la familia, se jubiló en 1994 y desde entonces el que esto escribe atiende la dulcería “Quiteria Martín”. Mi abuela fundó el negocio y era una mujer de escasos medios y grandes sueños que, un buen día, descubrió su razón de ser en la fabricación de caramelos en la ciudad de Zaragoza. Su espíritu emprendedor no fue nada más que una arriesgada creatividad, moldeada en la infancia por su familia, los caprichos del destino y las vicisitudes de la vida. Emprender no es para cualquiera, sino solo para los más intrépidos, con visiones tan atrevidas que parecen casi ilusorias.

Mi abuela Quiteria, en efecto, fundó el negocio y al principio dormía en una habitación dentro de la fábrica, porque una vez pagado el alquiler no le llegaba para pagarse una vivienda. Se sacrificó, sufrió y resistió, y lo hizo sin solicitar jamás un crédito y pagando siempre el precio. Conozco a pocas personas que hayan pagado más que mi abuela, en todos los sentidos de la palabra y del concepto. Todo nos lo pagó cuando éramos niños: la casa y el colegio, la ropa y el alimento. Una época, en fin, en la que me gustaba entrar en el negocio familiar, una juguetería, para mí, grande y bien surtida, como una suerte de cueva del tesoro. Me gustaba entrar en ella, con sus trenes, soldados, escopetas, caballos de cartón, juegos reunidos Geyper, el cine Exin, el escalestrix. Era el lugar más fascinante del mundo. Así recuerdo a mi abuela, con fascinación.

Hay una generación, que es la de mi abuela, que sufrió mucho para podernos procurar una vida dulce y tierna. Nunca se quejaron de nada, nunca ninguna excusa, y todo lo han pagado. Mi abuela –como mi madre- es la metáfora de que la bondad es un don infinito y pervive por mucho que queramos pisotearla. Un día me dijo: “Los que van detrás del dinero siempre fracasan. Tú hazlo bien y el dinero vendrá solo, y nunca te faltará de nada”. En eso estoy, yaya.

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