Salgari, entre tigres y leones


Por José Joaquín Beeme

   

  Seis décadas de buena y premiada música, hasta ese Oscar final por Los odiosos ocho de Tarantino, nos presentan a un Ennio Morricone en íntimo maridaje con el cine.

    Aprendo, sin embargo, con el crítico Alberto Crespi que nada de eso se entendería sin sus batidas experimentales de los 60. Años que han pasado a la historia por sus potentes bandas sonoras para Sergio Leone, pero que también le ven en su Roma natal, diplomado por el Conservatorio de Santa Cecilia en trompeta y composición (con las bendiciones de Goffredo Petrasi), dispuesto a medirse con la música sinfónica y de cámara que él consideraba “absoluta”, sólo que, hijo él mismo de un trompetista que fatigaba las salas de baile, tuvo que trabajar de tapadillo en la RCA como arreglista para cantantes ligeros como Mina, Gianni Morandi o Rita Pavone. Cultivando, en paralelo, sus inquietudes vanguardistas y así en 1958 está en Darmstadt siguiendo los cursos de verano de la Neue Musik donde concurren los italianos Maderna, Nono o Berio junto a Boulez y Stockhausen, Ligeti y Messiaen, bebiéndose las lecciones de John Cage que otorgan licencia para hacer música con cualquier cosa: escúchense los ruidos que acompañan a la pegadiza El bote, de Gianni Meccia, que esconden la mano anónima del maestro. Al tiempo que se da a conocer por sus registros para la pantalla grande, se asocia al Grupo de Improvisación Nueva Consonancia de Franco Evangelisti, en cuyos elepés (por ejemplo Feedback, siempre para la RCA) coquetea con el rock progresivo y el jazz de fusión. Y será su arreglo de Pastos de la abundancia de Woody Guthrie, en versión de Peter Tevis, el que contenga, con dos años de anticipación, las invenciones sonoras que explotarán en Un puñado de dólares, música en fin repescada para una película di recupero (el poblado western, los atrezos, el vestuario), en un contexto de músicos geniales abiertamente recicladores de sí mismos, recuérdese a Nino Rota trasvasando la melodía de Fortunella en El padrino. Bandas sonoras, las de Morricone, concebidas como un personaje por derecho que entra y sale de la narración y empasta a los instrumentos orquestales un recital de disparos, relinchos, toses, chirridos, zumbidos, goteos, golpes de viento, pitidos y bufidos de tren. O funde el oboe del jesuita Gabriel en La misión —Oscar arrebatado por Herbie Hancock, pues éste no componía sino que interpretaba estándares del jazz— con una orquesta extradiegética que se eleva por sobre el paraíso guaraní. O se adentra en la cabeza del protagonista enfermo de celos y de poder (Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha) mediante disonancias creadas con un birimbao, una mandolina amplificada, un piano desafinado y la estridencia de los arcos. Incluso Giuseppe Tornatore, que está ultimando un documental sobre su vida, se dio el lujo de probar con él una composición modular tejida de serialismo diatónico para La desconocida. Morricone: patrón de músicos ambulantes.

 

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