Fílmicos apestados, capítulo 4

Por Don Quiterio

   A Amparo Martínez, profesora de cine de la universidad de Zaragoza, le da miedo que el cine banalice la covid-19 como mera fórmula comercial.

  Eso dijo en una conferencia ‘online’ titulada ‘Pestes, encierros y otros apocalipsis’, junto a su compañero de docencia Fernando Sanz, ilustrando la charla con ‘El ángel exterminador’ (Luis Buñuel, 1962), ‘La amenaza de Andrómeda’ (Robert Wise, 1971) y ‘La cabina’ (Antonio Mercero, 1972), tres títulos ya comentadas ampliamente en estos “fílmicos apestados”.

  Para la profesora, la función que han tenido las catástrofes o las pandemias en el hecho cinematográfico ha sido metafórica y, al mismo tiempo, catártica. Para el arriba firmante, por otro lado, quien mejor ha materializado la idea de la humanidad puesta en una situación límite ha sido Don Siegel en su extraordinario ‘La invasión de los ladrones de cuerpos’ (1956), un filme entre la ficción científica y el terror, en una inquietante historia en la que se duplican a los seres humanos mediante dobles perfectos, a partir de unas misteriosas vainas que contienen las semillas de una planta gigante de origen extraterrestre. Y la gente empieza a comportarse de un modo extraño, como si realmente no fueran las personas que dicen ser. A priori convencional, el libreto escrito por Geoffrey Homes trasciende por su seco y cortante tratamiento de cine negro.

  Ya sin la motivación del original de Siegel, el remake dirigido en 1978 por Philip Kaufman, ‘La invasión de los ultracuerpos’, debe echar mano a novedades en el guion, escrito por W.D. Richter, que no aporta demasiado a la historia ni al género. En cualquier caso, el resultado no es nada desdeñable gracias a una turbia puesta en escena que potencia los elementos malsanos y las aristas más oscuras del relato. Siegel hace un cameo, así como el protagonista de la primera, el gran Kevin McCarthy, que en una escena homenajea el clímax del original.

  En el año 2035, tras la epidemia provocada por un virus letal que ha matado a millones de personas, la población superviviente vive recluida y se refugia en comunidades subterráneas, húmedas y frías. Un prisionero se ofrece como voluntario para viajar al pasado, investigar el origen de la epidemia y conseguir una muestra del virus, gracias a la cual los científicos podrán elaborar una vacuna. Esta es la premisa de ’12 monos’ (1995), la película de Terry Gilliam, el miembro estadounidense de los británicos Monty Phyton, con guion de David Webb Peoples y Janet Peoples.

  Estamos ante un remake del insólito mediometraje ‘La jetée’, realizado en 1962 por el parisino Chris Marker, en blanco y negro y fotografías fijas, un original experimento cinematográfico de ficción científica apocalíptica que recurre a técnicas propias del cómic. Gilliam, en su proceso, narra un relato sobre los viajes en el tiempo con el fin de detener una epidemia que puede extinguir el género humano. Y lo hace con su característico y desbordante barroquismo que, por momentos, resulta tan rimbombante como adocenado. Un filme, de todos modos, tan atrevido como excitante en una trama que combina sueños y realidad para crear un agitada y audaz aventura fantástica.

  Menos interés ofrece el filme ‘Estallido’, realizado en 1995 por el alemán Wolfgang Petersen, según un guion elaborado por Laurence Dworet y Robert Roy Pool. Este relato de un virus letal que se propaga (de un campamento del Zaire viaja a California dentro de un mono y a bordo de un barco) es un rutinario thriller de intriga sobre pandemias con un elenco plagado de estrellas (Dustin Hoffman, Morgan Freeman, Rene Russo, Kevin Spacey o Donald Sutherland, este último, precisamente, protagonista del filme de Kaufman), en una especie de cóctel genérico (desde el cine de catástrofes hasta elementos de terror, aventuras, acción, suspense científico o alegoría sociopolítica) que puede ser eficaz y llevadero durante su primera parte, pero que, desgraciadamente, degenera en la típica espectacularidad gratuita, invalidando casi los aciertos anteriores.

  Más eficacia ofrece el británico Marc Forster en ‘Guerra mundial Z’, versión libre del libro de Max Brooks (hijo de Mel y Anne Bancroft), una apocalíptica fábula de terror con una pandemia zombi como protagonista. Su adaptación al cine, con un gran despliegue de efectos especiales, abandona las intenciones del relato oral y estilo periodístico del original para abrazar una narrativa tradicional. Pese a faltarle algo de cohesión, no se le puede negar que resulta muy digno, un trepidante (y comercial) thriller con tintes terroríficos, cuya máxima estrella es un convincente Brad Pitt –también productor- en su papel de agente de la ONU que intenta evitar el apocalipsis. El experto con familia intentará evitar el fin de la civilización en una carrera contra el tiempo y el destino, y deberá encontrar el origen del mal para generar una vacuna: esto lo lleva a una peripecia por el mundo, al contrario de los filmes de catástrofes, que suelen ocurrir en un perímetro acotado. La sucesión de escenas impresionantes –memorable la del enjambre de muertos- con secuencias más sutiles e íntimas capta la atención por encima de un argumento recurrente, esto es, el de un virus letal que se transmite mediante un simple mordisco y convierte a los seres humanos en algo feroz, inconsistente e irreconocible. Porque algo está pasando, efectivamente, pues multitud de personas se atacan salvajemente entre sí. Ofrece lo que promete, entretenimiento del bueno, ilimitado.

  Ahora que salimos de prisión, dicen que gran parte de la humanidad sigue cumpliendo cadena perpetua en tierra de nadie. Y que se barrunta una epidemia de tristeza, más allá de la función catártica del cine de catástrofes del que hablaba Amparo Martínez, ese que aflora tras la crisis del petróleo de 1973 y que vuelve a ponerse de moda tras el atentado de las Torres Gemelas. Por ahí circulan películas como ‘El coloso en llamas’ y ‘Terremoto’, entre otras muchas. Pero este es tema para próximos “fílmicos apestados”.

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