Carbonell e Iranzo, dos de Teruel

Por Carlos Calvo

   Compartieron afanes, gestos, momentos, compañía, risas, respuestas francas. Eran hombres sencillos, directos, dispuestos a la conversación. Todo quedaba en el aire ligero sonando voces.

    Paseaban por el centro de Zaragoza como paisanos de toda la vida. Y la vida les ha cortado el paso en esta pasada canícula de 2020, ya no tierno, ay, verano de lujurias y azoteas. De este territorio tan extraño que es el mundo del siglo veintiuno, tan febril, tan feroz, tan desabrigado.

  Joaquín Carbonell y José Miguel Iranzo –de ellos hablo- eran generosos y discretos de una tierra mineral, el uno de Alloza y el otro de Villarquemado. Y perseveraron en el sueño poético y en el poético humor, aunque no encontraron muy bien la postura a muchas cosas de este presente. No entendían muchas de las cosas del periodismo de ahora, ni esa urgencia que se nos impone, ni que se confundiera el ocio con la cultura y que nos lo creamos. La cultura no es sentarte a ver algo pasivamente. La cultura requiere una implicación.

  Tampoco les gustaba el frentismo, la incapacidad de aceptar que en el otro la opinión contraria es una opinión contraria y no una revancha. El cine le sirvió a Iranzo un poco de brújula. La música, para el cantautor, era un innegociable territorio para abrir sendas, porque muchas veces una composición ilumina más que cualquier gran tratado filosófico. Nunca fueron de primera división, justo es reconocerlo, pero ambos se movieron bien en un discreto segundo plano. Y trabajaron juntos en un par de documentales biográficos, ‘José Iranzo, el pastor de Andorra’ (2007) y ‘José Antonio Labordeta, con la voz a cuestas’ (2009). De hecho, Carbonell es autor de sendos ensayos sobre estos dos míticos personajes, publicados respectivamente en 2005 y 2012. Como escritor deja catorce obras publicadas (entre ellas una novela titulada ‘El artista’, dedicada al rodaje del filme de Luis Buñuel ‘Viridiana’), firmando algunas junto al gran Roberto Miranda.

  Precursor de la canción popular aragonesa que tiene su auge a finales de los sesenta y principios de los setenta (‘La peseta’, ‘El romance de Chalamera’), en los últimos años de la dictadura franquista, Carbonell siempre destiló su devoción por Brassens. Sus canciones se convirtieron en aquellos inicios en una forma esencial de expresión política, pero también de temas sociales y denuncia de la despoblación y abandono del mundo rural. Con dieciocho discos en su haber –y otros grabados junto a Labordeta, Sabina, La Bullonera, Quico Pi de la Sierra o Eduardo Paz-, desde 2015 formaba parte del grupo musical Los Tres Norteamericanos, al lado de Roberto Artigas y David Giménez. También fue periodista y dirigió y presentó diversos programas televisivos, en uno de los cuales entrevistó al propio José Miguel Iranzo.

  Referente en el pionerismo del cine aragonés, y con más recorrido que Carbonell -a mi modo de ver-, Iranzo dirige numerosos documentales de temática turolense, además de participar en otros, tanto de corte histórico o etnográfico como biográficos. Ansioso por experimentar en lo formal y expresarse a través de la metáfora, una de sus piezas de ficción más celebradas es ‘Mayumea’ (1985), mediometraje codirigido por otro turolense, Víctor Lope, que se considera un hito en la historia del cine aragonés, su primer trabajo en treinta y cinco milímetros y con un planteamiento totalmente profesional. En el corto ‘Ruido de alas’ (1986) concede numerosas alegorías a Luis Buñuel, como el personaje del ciego o varias escenas surrealistas, como un paseo en moto de dos cabezudos o una secuencia de amor con un maniquí.

  En 1988 trabaja como ayudante de castin para Terry Gilliam en el rodaje en Belchite de ‘Las aventuras del barón Munchausen’. Dos años después trabaja en la serie cómica de muñecos ‘Los Guguqús’, creada por Félix Zapatero y Carlos Ochoa. Un realizador prolífico en la ficción de pequeño metraje, con títulos como ‘Volavérunt’ (1984), ‘La pelea’ (1985), ‘Butaca de patio’ (1986), ‘En el parque’ (1987) o ‘Témpora y violeta’ (1996). Y también en el documental con obras sobre la artesanía y la gastronomía en la sierra de Albarracín, el proceso de la cerámica y la semana santa turolenses, la curiosa pieza titulada ‘Conviene que muera un hombre por todo un pueblo’ (1990) o las series ‘Historia de Aragón’ (1992) y ‘Un poema de familia (1993), de la que solo se realiza el episodio piloto.

  Iranzo, ya en los primeros años del siglo veintiuno, trabaja asiduamente en la publicidad y el cine promocional y corporativo, rodando más de quinientos anuncios. Una época en la que sigue realizando cortos, documentales o series: ‘Los hijos de Mandrake’ (2003), ‘El tiempo en la maleta’ (2009), ‘Un taller con mucha luz’ (2011), ‘Teruel, una ciudad de frontera’ (2013), ‘Bruegel oculto’ (2015), junto a Pimpi López Juderías, o las piezas ya mencionadas ‘Con la voz a cuestas’ y ‘El pastor de Andorra’. Todo un profesional de la imagen, honesto e incansable, sin el reconocimiento debido, con compañeros de viaje como Fernando Burillo, Antonio Castellote, Jesús Lou, Julián Martín, Luis Felipe Alegre, Francisco Javier Millán, José Manuel Latorre, Adolfo Barrio, Goyo Maestro, José Carlos Ruiz, Javier Navarrete, Fernando Medel o, por supuesto, Joaquín Carbonell. Con este perseveró en el sueño poético y en el poético humor, aunque no encontraron muy bien la postura a muchas cosas de este presente.

  Y, al terminar estas líneas, me viene a la memoria estos versos de la oda inmortal de William Woodsworth: “Nada nos devolverá los días del esplendor sobre la hierba, pero nos recordaremos y fortaleza hallaremos en lo que de ellos nos queda”.

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