Por José María Bardavío
Existe un cierto paralelismo lejano -digo lejano- entre la bañera convencional y el receptáculo para fangos terapéuticos en donde sucede la quijotesca hazaña de Romano Petroni (Marcelo Mastroianni).
Título original.: Oci ciornie (Ochi chyornye)
Año:198
Duración:118 min.
País: Italia.
Dirección: Nikita Mikhalkov
Guion: Alexander Adabachian, Suso Cecchi d’Amico, Nikita Mikhalkov (Cuentos: Antón Chéjov)
Música: Francis Lai y Franco di Giacomo
Intérpretes: Marcello Mastroianni, Silvana Mangano, Marthe Keller, Elena Safonova, Pina Cei, Vsevolod Larionov, Innokenti Smoktunovski, Oleg Tabakov
Un arquitecto que ha dejado la profesión –su mujer tiene mucho dinero- para fabricarse un mundo de apasionado lirismo, de exaltación, de recuerdos y sentimientos, intenso y frágil, pero que da sentido y hondura a su existencia.
Romano frecuenta balnearios un par de veces al año para aliviar el reuma, alejarse de su mujer y sobre todo de los insufribles parientes que comparten la gran casa familiar. En una de sus espantadas conoce a Anna Sergeyevna (Yelena Safonova) una bella joven rusa, casada, algo enferma y de escasas rentas. Romano se enamora perdidamente.
Una mañana de atmósfera y luces turbias la Segeyevna toma el té en los jardines del balneario mientras Romano observa fascinado, embelesado, el bellísimo perfil y los rizos de la rusa encaramados jugueteando graciosamente con la pamela. La mañana la está echando a perder el ambiente plomizo y una brisa a ratos glacial. Y como Romano es un acróbata de la seducción aprovecha el golpe de viento que acaba de separar el panamá de los rizos de la Sergeyevna. El panamá cae de costado y emprende una carrera enloquecida, rueda literalmente por la hierba del jardín hasta colarse en la piscina. Corretea allí unos instantes sobre la superficie, flaquea, vacila, oscila, gira sobre sí mismo y se queda varado en medio de los fangos.
Es entonces cuando Romano, aplicando a la logística de la seducción la táctica del noblesse oblige se levanta embutido en su traje blanco hielo y, sin quitarse el sombrero que el viento respeta, atraviesa el jardín y con destreza de espeleólogo se introduce impávido en la oscuridad del gran lodazal. Ni siquiera se le ocurre exhibir otro medio de rescate. Con elegantes gestos avanza erguido y estoico entre las embestidas del lodo mordiéndole las rodillas. Por fin llega Romano hasta el delicioso trofeo que flota ausente como una nube de paja pálida sobre los grumos lóbregos del lodazal tremebundo.
Lo eleva del légamo, lo sostiene con ambas manos como si portara una corona imperial, da media vuelta, saca las pantorrillas de la infame sustancia, y rmprende un gracioso peregrinaje hasta la mesa de la dama rusa para depositar el roquete y una sonrisa bien templada sobre la mesa. Aunque el sombrero, que gotea lágrimas bien negras, ya no sirve absolutamente para nada.
La Sergeyevnav acaba de contemplar el mayor espectáculo del mundo dedicado en exclusiva a su persona. Porque si un caballero es capaz de preocuparse tanto por nada ¿cómo se preocupará – calcula embelesada- por esas cosas materiales tan importantes que tanto le hacen falta a ella?
Así que mostrando admiración por la espléndida hazaña de un Romano que hace un rato parecía sentirse atraído por su perrito (La dama del perrito) la Sergeyevna, esa misma noche entre sandías, que a Romano le gustan con pasión e historias que le cuenta, comiendo y riendo, se acuesta irremisiblemente con un Romano que entrándole por el fango le ha llevado a la luna a través de incomprensibles pero irresistibles sandías deliciosas.
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