Los estrenos en los cines: ¡Lumière!


Por Don Quiterio

  Que un documental dedicado a los hermanos Lumière (Louis y Auguste) sea minoritario comercialmente es entendible.

   Lo que no se entiende es lo de ciertos sectores de la intelectualidad zaragozana, porque de su estreno en una sala de los Aragonia hablo, en una única sesión de tarde durante dos semanas.  Son los que hacen uso –y abuso- de su ‘poder’ cultural para dar lecciones a una ciudadanía que consideran imbécil. Luego vienen los cierres de las salas Renoir, el cinema Elíseos y la polla en verso, y ponen el grito en el cielo. Que qué vergüenza y tal. Pero a esos circuitos no iba ni dios. Consideren. Mucho cinéfilo, mucho intelectual y mucha hostia, sí, pero de boquilla. Ahora bien, para acudir a las fiestas con el famoseo cultural son los primeros. A no ser, claro, que fueran todos a una, como en Fuenteovejuna, para irse luego a cenar, sonrientes y tan ricamente, a Casa Emilio o a la de Hermógenes o a la de Almau. Que todo es posible en Granada. Y se regocijasen a los postres con la escena de los militares españoles bailando jotas a unos niños vietnamitas que se acercan con ojos fascinados hacia la cámara. Que para reflejar los colores baturros son los primeros. Aragón, ya saben, es tierra de cine y de cineastas: la ‘Salida de la misa de doce de la iglesia del Pilar de Zaragoza’ (1899), del zaragozano Eduardo Jimeno Correas, es una de las primeras películas de la historia del cine español y la más antigua conservada; en Teruel nace en 1871 Segundo de Chomón, uno de los grandes pioneros del cine, o en 1900 lo hace en Calanda Luis Buñuel, el director aragonés más reconocido e influyente. Y bla, bla, bla.

  Ya saben, también, que el tiempo es lo más valioso que uno puede gastar, un bien perecedero que medimos convencionalmente en segundos, minutos, horas, días, semanas, meses o años. Pero cada cual, conscientemente o no, mide y valora el tiempo según su propia escala. Los mentados, sin embargo, lo utilizan para sus intereses ‘recíprocos’ y ríanse ustedes de lo demás. Al pulpo, ni reñirle. Son los ególatras insufribles con tanto talento como un calamar con embolia. En realidad, no necesitan tiempo, pues no distinguen del buen o mal vino. Del cine, ni hablo. Y del amor, ni les cuento. No llego a entender cómo tenemos que sufrir las estupideces sin gracia de gente capaz de construir un nuevo arquetipo cultural basado en una abismal e inmensa nada. ¡Menuda tropa y el general con sarna!

  El arriba firmante acudió a una de esas sesiones –una por día, repito, durante dos semanas- y estaba más solo que la una. De nuevo, antes de su retirada, acudí con mi hija pequeña a ver la película dedicada a los Lumière y así poder explicarle mejor los orígenes del cine. Y ya no estaba solo. Me acompañaba mi hija. Lo que vi fue la mejor película –así, tal cual- que va de curso. Seguro que ninguno de esos cineastas que tenemos por esta tierra nuestra se ha molestado en averiguar cómo se hace un documental bien entendido. Claro que si lo que hacen son audiovisuales al más genuino espíritu del reportaje convencional y les vale –y se los pagan- para qué perder el tiempo y quedar en evidencia. Ir por ir, para qué. Zaragoza, en fin, ya no es lo que era en materia cinematográfica. Antaño, en España, fue la principal capital de provincia en cuanto a exhibición, como una suerte de banco de pruebas. Y se estrenaba de todo. De lo más comercial a lo más ensayístico. Y había público para todo. Hogaño, ay, el panorama es desolador. Pero, bueno, al lío. A los Lumière. Arranca la aventura. Vista y no vista, que diría el padre de Julián Marías.

  Dirige ‘¡Lumière! Comienza la aventura’ (2017) el francés Thierry Frémaux, que nace en 1960 en Tullins-Fure, un pueblo cercano a Lyon, la patria chica de los hermanos Louis y Auguste, y coordina el instituto Lumière de Lyon, donde se conservan y restauran los filmes que realizaron en vida ellos y sus camarógrafos –más de mil cuatrocientos títulos-, que, como los apóstoles, recorrieron el mundo anunciando y mostrando la buena nueva del cinematógrafo. Frémaux también participa en ‘Las películas de mi vida’ (2016), de Bertrand Tavernier, un buen amigo suyo que ha querido colaborar en su filme como productor. Estos pioneros del cine ofrecieron el mundo al mundo y Frémaux ha recopilado más de un centenar de cortos de cincuenta segundos cada uno –los rollos de la época no daban para más-, fechados entre 1895 y 1905, para demostrar que su legado no es arqueología: es cine. En su selección, tejida y comentada –con voz en off- por el propio director, y dividida en once capítulos, caben noticiarios y relatos familiares, etnográficos, costumbristas, deportivos, cómicos, históricos… Los Lumière van ‘inventando’ las narrativas, desde el primer plano hasta el travelling, pasando por los efectos especiales y el suspense. Y Frémaux demuestra hasta qué punto en estos inicios del invento está contenido buena parte del desarrollo posterior del cine en cuanto a enfoque, fotografía, encuadre, profundidad de campo, puesta en escena, montaje, técnicas varias o géneros.

  Más que una película de Thierry Frémaux sobre los hermanos Lumière, la película es de los Lumière comentada por Frémaux, con la suntuosa música añadida de Camille Saint-Saëns. En este sentido, es muy hermoso el momento en que Frémaux nos informa de las tres versiones de ‘La salida de los obreros de la fábrica’, sugiriendo que los hermanos de Lyon inventaron la noción de ‘remake’. Y nos da una clase magistral de análisis fílmico a aquellos que puedan perderse las sutilezas de composición que ocultan la aparente simplicidad del trabajo de estos pioneros. ‘¡Lumière! Comienza la aventura’ es toda una experiencia sensorial que nos sumerge en una época pasada y recrea los usos y costumbres de un tiempo. Una fascinante lección de cine, que desprende verdad, magia hipnótica. Un fenómeno de feria que se hizo arte –el séptimo- gracias a unos hermanos que trascendieron la realidad que encarnaban, más allá de la idea aceptada de que los Lumière inventaron el artilugio y su mera función reproductora y George Méliès inventó la ficción, la poesía y espectacularidad, al igual que una Alice Guy, la primera directora, o un visionario David Ward Griffith. Así, Frémaux deshace la ‘oficialidad’ de que los hermanos Louis y Auguste eran más inventores que cineastas y nos descubre a unos auténticos creadores de historias y cuentos. Los primeros directores.

  Ambos, en cualquier caso, merecen figurar como inventores del cinematógrafo, porque en ello trabajaron juntos, aunque Louis tuvo la idea clave para su resolución definitiva. Su padre, Antoine, instaló en Lyon una pequeña fábrica de artículos fotográficos, novedad que sus hijos convirtieron gracias a sus inventos en una próspera industria. La invención del cinematógrafo, como aparato científico y técnico, tuvo numerosos precursores. Ahí estaban Emile Reynaud, quien proyectó vistas animadas en su teatro óptico, pero con bandas dibujadas, o Edison, verdadero inventor de las imágenes en movimiento por medio de la fotografía, aunque sus filmes únicamente podían ser vistos por un solo espectador. La dificultad radicaba en que estas películas pasaban en movimiento continuo dentro de una caja, lo cual exigía una iluminación muy fuerte y un número considerable de tomas, a la vez que una limitación de la longitud del filme.

  Los Lumière pensaron en el sistema de la marcha intermitente de la película, o sea, detener ante el proyector unos momentos cada fotograma y taparlo con un obturador para pasar al siguiente. Con ello redujeron la toma a quince por segundo y lograron la proyección en una gran pantalla para numerosos espectadores. Louis fue el que perfeccionó el sistema al tener la visión, casi en sueños, durante una jaqueca, de las excéntricas que movían los telares de Lyon, “dispositivo que es el objeto fundamental de nuestras patentes”. Una excéntrica triangular, con garras o grifas, que entraban en la perforación lateral de la película –una por imagen en los Lumière y cuatro en las de Edison- y la arrastraban hasta la ventanilla de proyección, donde quedaba inmóvil, para ser arrastrada luego a su siguiente posición. La proyección en la pantalla la habían realizado ya, anteriormente, el británico Friese Greene (1889) y el alemán Skaladanowsky (1894).

  Para Agustín Sánchez Vidal, uno de los pocos estudiosos del cine que acudieron a una de las sesiones de tarde en los Aragonia, el homenaje de Thierry Frémaux “es cine, solo cine, de una pureza desarmante”. Y la contribución los Lumière al cine, a su lenguaje, “fue mucho más allá de la técnica o de la mera y pasiva toma de vistas”. Lo verdaderamente importante de este documental, apostilla el salmantino, “es la calidad de la restauraciones y haber cedido la palabra a las propias imágenes, que siguen provocando asombro”. Aunque pone ciertos reparos, al no estar seguro “de que tenga mucho sentido presentar algunos de los cortes como anticipo de Eisenstein, Renoir, Ozu o Kurosawa”. Tampoco de “ofrecer una versión más bien mediocre y mal encuadrada de la danza serpentina de Louise Fuller, cuando las hay a docenas, y mejor rodadas o coloreadas”.

  Los hermanos Lumière, sí, que con ellos, como con los pioneros aragoneses Jimeno o Chomón, o como con el francés Georges Méliès, el nacimiento del séptimo arte se hizo posible. Aquí, en esta tierra nuestra, cierta inteligencia cultural ha escrito mucho sobre ellos. También han realizado documentales, o, para ser más directos y precisos, reportajes televisivos de la peor calaña. Pero a la hora de la verdad, o a la hora de la sesión de la verdadera verdad, nada de nada. Pero esto es cine, señores. Una delicia para los sentidos. Lo demás, o ruido o silencio.

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