Por Don Quiterio
Si una voz puede ser un paisaje y un horizonte puede transformarse en aroma, no cabe duda que nosotros ‘somos’ nuestros viajes. Los que hemos realizado pero también los que anhelamos emprender. Más que el destino, como fin, la importancia del viaje se encuentra en el trayecto.
No es, en efecto, el paisaje, sino el camino, el detalle. Los lugares donde el viajero deja su rastro. Y donde el poeta escribe envuelto en un paraje blanco y desolado.
Entre esos paisajes que conoció Federico García Lorca, semejantes a los de una mujer poderosa que ha visto transcurrir el tiempo de un modo inexorable, destacan los cortijos y las ermitas. Estas construcciones arquitectónicas, muchas ya abandonadas, contienen historias tan extraordinarias como la que inspiró al poeta para sus ‘Bodas de sangre’ (1933). El cortijo del Fraile, situado cerca de Los Albaricoques, fue el escenario del llamado “crimen de Níjar” que tuvo lugar en un tierno y lujurioso verano almeriense de 1928. Un lugar que ha recogido un aura de mito ya casi insondable, a golpe de hermetismo.
García Lorca conoció esta tragedia por la prensa local y rápidamente quiso convertirla en una pieza poética y teatral que combinara lo antiguo y lo moderno, lo andaluz y lo universal, la vida y la muerte. La novia que escapa con su amante el día de su boda y el novio que enloquece en esa pelea de navajas ya mítica gracias al bailaor Antonio Gades para su ballet flamenco ‘Crónica del suceso de bodas de sangre’ en 1974. Apenas seis años más tarde, Carlos Saura la adaptaría al cine con el mismo bailaor acompañado por Marisol y Cristina Hoyos, inaugurando así un nuevo género de película de danza que deslumbró en el festival de Cannes de 1981.
Paula Ortiz (Zaragoza, 1979) versiona de nuevo la enfebrecida prosa lorquiana en su segundo largometraje. Lorca es mucho Lorca y la cineasta zaragozana, su más entregada exégeta. En sus manos, ‘La novia’, que es como la directora prefiere llamar a ‘Bodas de sangre’, el verso trágico del poeta adquiere la textura de lo aún más desmesurado, lo hiperbólico, lo demencial. Se trata de una libre y afectada adaptación, una bacanal de dolor, cante y pasiones truncadas, en la que se intenta apostar por la magia de las imágenes, por el abandono en la lenta cadencia de una sucesión de secuencias que quieren desprender sensaciones, sueños y realidades. Pero Paula Ortiz se abandona, esto es, a una estética visual relamida, empalagosa, barroca hasta el paroxismo, incapaz de transmitir con sensibilidad, rigor e inteligencia el trágico drama lorquiano. La directora, efectivamente, se pasa de vueltas y su afición por los escarceos artísticos no hace más que deslustrar las expresiones verbales que conjuga el cuadro dramático.
La elaborada fotografía de Miguel Amoedo (su color telúrico y de tierra de secano crean un buscado ambiente agobiante), el montaje con insertos surreales y una cámara lenta, plagada de ralentizados, digna del más sobado videoclip, ahogan el contundente texto, extremo y brutal, del dramaturgo andaluz, e impide cualquier asomo de emoción pese al triángulo amoroso de dolor y sufrimiento, de amor y pasión. Unas pasiones envueltas en amores suicidas, venganzas, traiciones, pasado trágico, olor a fatalidad y maldición. Una amalgama de odios ancestrales, familias con resentimientos nunca superados, defensa a ultranza de terrenos que se consideran propios y, esto es, una historia a tres bandas que culmina trágicamente. La novia es incapaz de olvidar aquel primer amor y la boda deviene un cúmulo de hipocresía, apariencias engañosas, odios mantenidos en secreto y un volcán a punto de entrar en erupción.
La zaragozana engrana un filme tan aparatoso y ostentoso como huero e inane, tan preciosista y lujoso como excesivo y efectista, con el ritmo de anuncio publicitario. Un cine entre la ley y el deseo, entre la tierra y la venganza, entre la vocación y la naturaleza, que se acerca más a la fotonovela televisiva que al barroquismo formal algo vanidoso de un Baz Luhrmann y su ‘Romeo y Julieta’ (1996). O a cualquier referencia del wéstern fordiano y peckimpahiano, que la aragonesa ni los huele. O a la mística simbólica y metafórica de un Tarkowski o un Malick, tan de contraste entre la naturaleza exuberante en los momentos de respiro y el peligro real o latente de los enfrentamientos que surgen en paralelo entre la experiencia vivida, los recuerdos y los sueños recurrentes.
Esos maestros saben elaborar cantos a la naturaleza en unos escenarios sangrientos y, al mismo tiempo, exploran la pureza humana que sobrevive en medio del desastre. La aragonesa ni huele, digo, ese imaginario filosófico, místico, trascendente. Utiliza, más bien, todos estos referentes cocinándolos como los espaguetis, y solo le queda por realizar, ay, otra película de ‘qualité’ para conformar su particular trilogía de buenos, feos y malos. No por ello la película de Paula Ortiz es indigna. Todo lo contrario: es una obra tan esforzada como respetable, tan hermosa como extrema, pero, maldita sea, a su autora le devora el adorno, la plasticidad mal entendida, y ahoga su probable poderío visual en unas imágenes de tarjeta postal (¿recuerdan ‘Bilitis’?) que apenas trascienden. Ortiz pierde, así, parte de la fuerza expresiva del texto original –tan extremo, tan brutal, tan contundente-, en una traslación que deja demasiados puntos negros en la escritura (y poda) de Javier García Arredondo y la propia realizadora, más allá de esos personajes salidos de la oscuridad, capaces de anticipar el drama que se va a desarrollar. El guion da una estructura circular a la obra del poeta: la película comienza con la última escena del original literario y vuelve a repetirse al final (la novia conduce los cadáveres de los dos implicados ante la madre).
Para el papel estelar la directora ha confiado en una Inma Cuesta (desde el prisma de su personaje está hecha la libre adaptación) sucesora de la icónica Margarita Xirgu, que encarnó ese papel en 1938 a las órdenes del argentino Edmundo Guibourg. Cuesta, ahora, es retratada con un acentuado aire retro. Es la desgraciada novia lorquiana. Una novia con un nudo en la garganta, en medio de un desierto, en la víspera de su boda. Ella quiere casarse con su novio (Asier Etxeandia), al que conoce desde pequeña, ser feliz y tener hijos con él: es el chico formal que representa la seguridad, cariñoso y adinerado, aunque no lo ama. Su corazón, sin embargo, pertenece a su salvaje vecino (Álex García), casado a su vez con la prima de esta. Y se deja llevar por esta pura pasión, arrebatada, de un joven y rudo agricultor, viril e indómito, el jinete que fatiga a su caballo. Luego están la madre del novio (Luisa Gavasa), la mujer del que desencadena la tragedia (Leticia Dolera), la vecina (Ana Fernández), la criada (Consuelo Trujillo), la mendiga (María Alfonsa Rosso) y los demás (Carlos Álvarez-Novoa, Mariana Cordero, Carmela del Campo, Álvaro Baumann, Anchel Pablo, Manuela Vellés…), testigos necesarios de una acción que coge una velocidad de vértigo en los minutos finales. Pero todo está mal plasmado.
Ahogados en trascendencia y pretenciosidad, los actores hacen lo que pueden, y son partícipes de una historia más ‘jonda’ que honda, con emociones como de sábado de luna llena. Y ellos, por sí mismos, no pueden dar un impulso a los valores de los temblores de la luna, el ojo de un caballo negro que coge una velocidad de vértigo hacia la nada, la pasión en los pechos, el olor a aceituna, la tez gitana al contraluz, el zoótropo que no deja de dar vueltas, la rosa y la blancura, el viento y el barro, la piel y la tierra yerma, el vino y la sangre, la parca y el galope, los muertos y los cristales, el toro y los puñales. Tampoco, claro, a la relación del destino de las pasiones incontrolables con el paladeo mortal del sexo y el sacrificio, de la sangre con la fecundidad y la muerte. Al pretencioso melodrama, pues, le sobra estética y le falta, esto es, sangre. La realizadora pierde el control de unos personajes que no llegan más allá de la condición de sombras. Sobre todo, los masculinos, poco consistentes, más iconos que caracteres, un problema que ya se detectaba en su ópera prima ‘De tu ventana a la mía’ (2011), al igual que sucedía con las resonancias de lo plástico, lo atmosférico, lo luminoso, la música popular. Si en aquel debut la gravedad de lo narrado se perdía en un ejercicio estético tal vez pueril, ahora ya no hay más narración que la propia formalidad, por mucho que afirme la misma Ortiz que “el planteamiento estético es una actitud ética, no es un viaje banal de formas preciosistas”.
La presunta Andalucía, escenario literario de la historia, está rodada en la Capadocia turca y en los Monegros aragoneses, y esto le permite a la zaragozana ese universo simbólico y de fábula sin tener que recrearlo artificialmente, la tierra árida y fálica de un espacio desértico, de sol y polvo, escenario mágico a veces, trágico casi siempre. Lo dice el propio Lorca a través de un personaje: “Yo no tengo la culpa, que la culpa es de la tierra”. Y esta recreación del mundo lorquiano está plagada de planos cargados de simbolismos, de canciones tradicionales, de movimientos a veces morosos, a veces sensuales de cámara. La directora, es cierto, saca cierto partido a las localizaciones y a las palabras inmortales del poeta granadino asesinado durante la guerra civil, pero, muchas veces, la pasional dicción de los diálogos no se corresponde con lo que sucede en una aparatosa pantalla, en la que cobra especial relevancia la sorprendente música del japonés Shigeru Umebayashi (‘2046’), que empuja el ‘fatum’ de los personajes, como una fuerza amorosa que se cuela por los tuétanos y va hasta los astros. Con los ecos de un ‘spaghetti western’ pretendidamente crepuscular y ambientado en la Andalucía del desencanto, la película sigue un ritmo mortuorio y simbólico, que concede a la escenografía una atmósfera premeditadamente espectral, a lo que contribuyen envolventes canciones populares de la mano de Carmen París, Soledad Vélez o Vanesa Martín. El vestuario, igualmente, adquiere gran protagonismo.
Un filme al que le sobran ínfulas, con excesos de todo tipo, desde los puramente esteticistas hasta los ético-filosóficos, y en el que parecen convivir dos películas: una en la que Ortiz ejerce más de alocada esteta que de cineasta y otra en la que modera sus artificios e intenta crear –sin conseguirlo- secuencias emotivas e intensas. Con todo, supone una obra digna, tan respetable como esforzada, que admite desde el lirismo hasta la pomposidad, y que roza el acartonamiento debido a lo obligado que resulta el recitado de los textos en boca de algunos intérpretes. Acaso su mejor virtud radica en la descarada vocación de subvertir al espectador mediante un subrayado de excesos que bordean lo grotesco que tan magistralmente plasmó Valle Inclán en su bibliografía.
Comprender algunas dudas sobre la pericia dramatúrgica del gran poeta granadino es también comprender sus virtudes, tanto formales como de fondo. De un fondo cargado de fuerzas secretas, y que resplandece a través de un drama inspirado en un hecho real, pero que brota de la rebelión de la sangre, de la insurrección sexual frente a la sumisión de la tradición. La fe poética de la fatalidad. La fatalidad de un amor irreprimible y prohibido. “La fe poética”, escribió Coleridge, “es la suspensión voluntaria de la incredulidad”. A veces, las personas suspenden su sentido crítico, su racionalismo, para creerse los prodigios que se relatan en las novelas o en las obras teatrales: son las voces de las brujas, los unicornios, los dragones. Paula Ortiz debería saberlo.
Si una voz puede ser un paisaje y un horizonte puede transformarse en aroma, no cabe duda que nosotros ‘somos’ nuestros viajes. Los que hemos realizado pero también los que anhelamos emprender. Lorca y luego Gades y luego Saura los describieron con la belleza de un poeta y la precisión de un cirujano. Paula Ortiz, por el contrario, no encuentra el pulso. Y nos quedamos sin paisaje.
‘La novia’ es la gran favorita para los goyas del año con un total de doce nominaciones, entre ellas las de mejor película, mejor dirección, mejor guion adaptado, mejor fotografía, mejor actriz (Inma Cuesta) o mejor actor (Asier Etxeandia). ¡Suerte!