Los estrenos en los cines: Jarmusch y el vampiro roquero

146Solo los amantes
Por Don Quiterio

     Antes, cuando se podía ir al cine varias veces al mes, las colas se alargaban y podían dar la vuelta a la calle. Si quedabas con una amiga para ver una película y llegabas antes te adelantabas para comprar las dos entradas. Ahora, para pagar las dos entradas, igual tienes que pedir con anterioridad una hipoteca.   Ahora, digo, los cines están vacíos, cuando no cerrados… y las colas del inem son lo más parecido que tenemos, solo que la ‘peli’ que vamos a ver da cada vez más miedo. El miedo es inherente a la persona. Se trata de un mecanismo natural y debemos aprender a vivir con él. Nuestros terrores favoritos son buenos para nosotros. De hecho, el miedo no se siente como emoción negativa, porque la excitación fisiológica que produce es similar a la euforia. Quizá por eso a muchos les gusta ver películas de terror.

     Acaso por estas consideraciones, acaso por otras, el cineasta Jim Jarmusch se adentra en el territorio terrorífico con ‘Solo los amantes sobreviven’, una coproducción entre Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Francia y Chipre que narra el reencuentro de dos amantes vampiros en un elegante ejercicio de estilo, repleto de ambientes melancólicos y oníricos, a la manera de Jesús Franco en su hipnótica ‘Las vampiras’. El filme relata los restos de un mundo que se erosiona y desvanece, en el que no queda nada ni nadie, solo los vestigios y las ausencias, la ruina contemporánea como metáfora del fin del progreso, los restos de un naufragio que estos seres de ultratumba parecen los únicos capaces de salvarlo. El cineasta dice haberse inspirado en el relato humorístico de Mark Twain ‘Los diarios de Adán y Eva’ para urdir esta historia de amor entre dos vampiros cultos y educados, inmersos en un mundo a la deriva, en ruinas, en un intento de trascender toda la degradación, locura y violencia que nos rodea. Como el Bertolucci de ‘Io e te’, estas dos criaturas eternas recorren juntas un periodo indefinido en el que se superponen la literatura de James Joyce, Julio Verne, David Foster Wallace o Christopher Marlowe.

     Del mismo modo que el universo vampírico, el mito de Frankenstein no solo acierta a definir nuestra oscura naturaleza, sino que anuncia el frenético tiempo de arrogancias humanas con el que la criatura de Mary Shelley inauguraba los tiempos modernos. La última producción en torno al mito, ‘Yo, Frankenstein’, del norteamericano Stuart Beattie, es una versión decididamente deficiente y adapta el cómic de Kevin Grevioux, en el que el monstruo toma la forma de un guerrero en el sombrío campo de batalla que va del cielo al infierno. Un mito clásico de la literatura de terror que se cambia de arriba abajo con la estética de las sagas de ‘Matrix’ o ‘Underwold’, aunque al director del engendro bien le vendría recordar las palabras del protagonista originario: “Maldito sea el día en que recibí la vida, maldito sea mi creador”.

     El terror que produce pensar en Isabel Coixet haciendo una película de terror se hace palpable en ‘Mi otro yo’, pues se deja embaucar por lo aparente del género, aunque sin abandonar la temática del enfrentamiento con la enfermedad y la superación de los ‘fantasmas’ de la adolescencia. Para la realizadora catalana, la adolescencia es precisamente uno de los momentos de definición de los diferentes personajes que somos cada uno: “¿Soy yo? ¿O soy la persona que me devuelve el espejo? ¿Mi infancia es como yo la recuerdo? ¿O es la que me han contado mis padres? ¿O es la que me devuelven las fotografías?”. Estamos, en cualquier caso, ante un frío y superficial terror sicológico basado en la novela destinada al público juvenil ‘Another me’, de la escocesa Catherine MacPhail, de arranque perturbador pero que chirría la fusión del drama con el thriller de horror y, al final, la coproducción hispanobritánica  queda habitada por demasiados lugares y sustos comunes, tópicos golpes sonoros y giros argumentales algo forzados.

     De acuerdo con la teoría clásica que atribuye el auge del cine de terror a las épocas de crisis, estaríamos en unos años simbólicos del relanzamiento del género, aunque estos periodos de auge suelen durar poco. El género de terror asegura su presencia con la creación de distintos subgéneros (demonios, zombis, parasicología) al tiempo que, cada vez con más insistencia, se inmiscuye en otros campos, como el fantástico, el policiaco o la comedia, buscando una reformulación que no llega. Igualmente se recurre, sin mayores esfuerzos, al remake sistemático de viejos filmes de serie ‘b’ o se inician sagas interminables. Pero estas fórmulas han dado casi todo lo que podían dar de sí y han experimentado un serio declive. Una de las razones de este declive se debe a la edad cada vez más decreciente del mercado, que hace que la industria del cine homologue el género de terror a la parroquia adolescente, reforzando sus aspectos infantiloides y su discurso ideológico reaccionario.

      Pero también la comedia propiamente dicha, el drama, el thriller de acción, la ciencia ficción o la animación vienen representados en un puñado de filmes de distintos tonos y categorías. Una trama mínima, más bien un relato de situaciones tan divertidas como tópicas en torno a la guerra de sexos, es el alcance del filme del argentino Gabriel Nesci ‘Días de vinilo’, discutible comedia dramática sobre unos amigos de la infancia, ya treintañeros, que comparten desde siempre el fanatismo por el rock clásico y los discos de vinilo, pero que nos hace añorar, ay, al Stephen Frears de ‘Alta fidelidad’. Otra comedia, esta de alcance romántico, es ‘No hay dos sin tres’, del estadounidense Nick Cassavetes, repleta de equívocos y previsibles risas sobre la conjunta venganza de unas mujeres ante la triple vida sexual de un individuo, en un conjunto adocenado y decididamente conformista. La también norteamericana ‘Juntos y revueltos’ (Frank Coraci) es una ligera comedia con una trama disparatada en la que no falta el romance y un retrógado final feliz, la historia de dos familias obligadas a estar juntas. La francesa ‘La jaula dorada’ (Rubén Alves) es otra comedia, de carácter autobiográfico y bastante superficial, sobre la emigración portuguesa que cuenta la historia de un matrimonio que regenta una pequeña portería parisina en un tono desenfadado y con el tema de la identidad cultural.

     Las canciones del grupo escocés The Proclaimers estructuran la excelente comedia musical británica ‘Amanece en Edimburgo’, dirigida por Dexter Fletcher y basada en la obra teatral del mismo nombre, el relato de dos soldados que se reencuentran con sus respectivas parejas tras su paso por Afganistán, en un conjunto que sabe aunar temas como el de la familia, los conflictos sentimentales o la reaparición de hechos del pasado para tratar sobre lo viejo y lo nuevo, la tradición y la aventura, la euforia y las explosiones contagiosas. Por su parte, el melodrama español de Joaquín Llamas ‘Perdona si te llamo amor’ es una adaptación de la comercial novela del italiano Federico Moccia, que el propio escritor ya llevara a la pantalla seis años atrás, un intrascendente romance, tan epidérmico como inocuo, que no propone nada nuevo: la historia de amor entre un hombre treintañero y una joven estudiante de instituto. Otro filme que decepciona es el del estadounidense Randall Wallace ‘El cielo es real’, basado en un hecho que da lugar a un libro del mismo título escrito por Todd Burpo y Lynn Vincent, la experiencia de un niño en el más allá en un drama que versa sobre la fe y las preguntas que todo ser humano se plantea, a años luz del Bergman de ‘Los comulgantes’ o el Dreyer de ‘La palabra’, porque los responsables de la cosa matizan hipócritamente unos apuntes humanitarios y objetivistas que no se los creen ni ellos.

     Un filme a tener en cuenta es el drama francobelga ‘Violette’, dirigido por Martin Provost, las vivencias de la escritora Violette Leduc, colaboradora y amiga íntima de Simone de Beauvoir, en el arco temporal que va desde 1942 a 1964, porque nos habla de forma honesta y genuina de la integridad moral, de la cultura, del desprecio por las actitudes demagógicas, de la independencia, del talento literario, de la elección sexual, del fracaso y el tedio, del hatío y la belleza, de la inteligencia y la locura. Otro drama literario es el firmado por el británico Ralph Fiennes, ‘La mujer invisible’, basado en la biografía de Claire Tomalin sobre Ellen ‘Nelly’ Teman, una chica de dieciocho años que tuvo una relación sentimental con el gran Charles Dickens, una historia de aprendizaje, de miradas y silencios, dotada de un mesurado sentido de tragedia y tristeza, de una intimidad clandestina acaso demasiado academicista, pero siempre reveladora.

     También reveladora resulta la película norteamericana ‘El sueño de Ellis’, de James Gray, la historia de dos hermanas que dejan su Polonia natal para emigrar a una abigarrada Nueva York posterior a la primera guerra mundial, narrada con una frialdad analítica para construir un atípico, doloroso y contenido melodrama, algo desmesurado y oscuro, pero siempre mágico. Aunque fallida, también resulta sugerente ‘Foxfire, confesiones de una banda de chicas’, de Laurent Cantet, una adaptación francocanadiense de la novela de Joyce Carol Oates –ya llevada a la pantalla ocho años antes con el título de ‘Jóvenes incomprendidas- que reivindica el inconformismo, el abuso de las clases humildes o la explotación sexual.

     ¿Cómo te sentirías si de un día para otro descubres que todo lo que siempre has creído tuyo es, en realidad, artificial? ¿Cómo te sentirías si te das cuenta de que perteneces a esa raza y estás atado a esa cultura que te han enseñado a odiar? Estos planteamientos reflejan las dudas que asaltan a los personajes del filme francés ‘El hijo del otro’, dirigido por Lorraine Lévy y basado en la novela del hermano de la realizadora –Marc Lévy-, un drama que habla de una familia israelí y una palestina cuyos hijos son intercambiados accidentalmente al nacer, pero no trasciende el relato, a la postre demasiado forzado y estereotipado, con diálogos en exceso toscos, que nos hace añorar la profundidad de Hirochazu Koreeda en ‘De tal padre, tal hijo’.

     Entre la acción y la ficción científica fluctúa la estadounidense ‘X-Men: días del futuro pasado’, séptima entrega, dirigida por Bryan Singer, de la saga de superhéroes mutantes, otra vuelta de tuerca sobre la posibilidad de modificar el futuro alterando el presente, con un ritmo endiablado y una elegante puesta en escena, pese al previsible desenlace. Otra fábula futurista norteamericana es ‘Trascendence’ (Wally Pfister), un filme chato, sin tono, de desarrollo desangelado, con muchas pretensiones y escasos resultados, que enfrenta los estudios de inteligencia artificial con unos extremistas antitecnología. Basada en una novela de Patricia Highsmith que habla de una pareja de estafadores estadounidenses en un marco europeo, el drama criminal ‘’Las dos caras de enero’ (Hossein Amini) define bien la ambigûedad moral típica de la escritora, pero se pierde por vericuetos demasiado correctos y desangelados, lineales e impersonales. ‘El encargo’, del norteamericano David Grovic –en su debut en el largometraje-, es otro drama criminal que nos habla de un asesino a sueldo que le persigue su aura de mala suerte y debe custodiar una bolsa de contenido desconocido en la habitación de un hotel, en una conjunto demasiado grotesco y que bebe de aquí y de allá, de David Lynch a Quentin Tarantino. Por su parte, ‘Tokarev’ es el debut hollywodiense del sevillano Paco Cabezas en un thriller de venganza, trivial, esquemático y superviolento, con el ínclito Nicolas Cage en el papel de un criminal reformado que reúne a su antiguo equipo para buscar respuestas sobre la desaparición de su hija, todo muy visto y previsible, con poca intensidad, cuya trama recuerda el incombustible clásico del cine negro de Robert Siodmak ‘Forajidos’.

    El cine para toda la familia, por así decir, viene representado por ‘Tarzán’, dirigida por el alemán Reinhard Klooss, una animación de marcados tintes ecologistas, aunque de manual y algo tópicos, que utiliza la técnica de la llamada ‘captura de movimiento’ con actores reales y las tres dimensiones, todo bastante torpe y sin ofrecer nada especial al original de Edgar Rice Burroughs, pese a la loable intención de ‘actualizar’ la historia. O ‘Dragon Ball Z: la batalla de los dioses’, del japonés Masahiro Hosoda, nueva entrega de la longeva franquicia basada en la serie de manga, sin mayor revelancia. O la estadounidense ‘Campanilla, hadas y piratas’ (Peggy Holmes), quinta entrega de esta franquicia animada con personajes del mundo de Peter Pan y su inseparable Wendy. O también ‘Pancho, el perro millonario’, del español Tom Fernández, una nadería sobre un chucho caprichoso y derrochador, basada en un estúpido anuncio publicitario, con el bienintencionado mensaje de que el dinero no te da la felicidad… y a un animal tampoco. Una película, en fin, sin mucho sentido común. Ya lo decía Voltaire: “El sentido común no es nada común”. Y es que muchas películas que se estrenan en los cines zaragozanos dan ‘miedo’ verlas, por lo malas que son.

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