Solo se vive una vez (9)

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Por Don Quiterio

     Un pensamiento de Pascal dice que el hombre que se ahoga es más grande que el mar, pues el hombre sabe que se muere, pero el mar no sabe que lo mata. Todos, tarde o temprano, acabaremos convirtiéndonos como ese personaje de Fritz Lang con el destino en contra, igual que en ‘Solo se vive una vez’.

    La vida, ya lo sabemos, es una enfermedad que tiene un ciento por cien de mortalidad. Lo bueno del cine es que es otra vida de repuesto. Los directores se van. Los mismo que los actores. Los técnicos, tres cuartos de lo mismo. Y los guionistas. Y los escritores a los que adaptan sus novelas. También los espectadores se quedan por el camino. Pero las películas se mantienen. Y con ellas, con esas emociones a veces inexploradas, con ese saber vivir vidas vividas, el placer puede llegar a ser inigualable. Los que se van, en efecto, nos dejan unos testimonios y emergen con sus dolores y sus éxitos, con sus miserias humanas y sus actos de heroísmo, con las dificultades y sus persistencias en apostar por el futuro, en saber reflejar, cada uno a su modo, la imaginación desbordante de una sociedad viva en un mundo cada vez más global.

     “Los narradores asistimos a los estrenos en pantalla de nuestras novelas con más cautela que alegría, temiendo que el realizador y los suyos hayan tergiversado el argumento, pervertido el sentido de la obra o llevándola a un terreno más comercial. Por eso, cuando me propusieron convertir en filme mi novela sentí una mezcla de orgullo y temor, y me resigné a confiar en que supieran darle al texto el trato que merecía, y que yo aceptara que, desde ese momento, la historia dejaba de ser mía. Pues bien, ha sido una experiencia extraordinaria. La película me ha dejado clavado en la butaca. No me esperaba ese pulso de intriga, esa autenticidad, esa emoción del final”.

     Esto afirmaba apenas hace una año el escritor y sicólogo (educativo) zaragozano Igancio García-Valiño, prematuramente fallecido en este verano de lujurias y azoteas. Y lo hacía en relación a su novela ‘Querido Caín’, trasladada al cine por el tarraconense Jesús Monllaó con el título de ‘Hijo de Caín’. No he leído la premiada novela publicada en 2006 por Plaza y Janés, cuya lectura se adivina bastante productiva. El filme, algo mecanicista y precipitado, habla de los secretos familiares, de cuando los padres pierden el control sobre sus hijos, en una mezcla de terror, intriga criminal, crítica al poder del dinero y, esto es, melodrama familiar, pero buscando constantemente, ay, la tensión de un entretenimiento comercial abocado a un desenlace inverosímil.

     Querría afirmar, con pasión de la buena, que el cine, mejor o peor acabado, es algo sensacional y apasionante, misterioso y magnético, algo así como la magdalena proustiana de una cierta generación. Por exagerar, se podría decir que el cine es lo más bonito que ha hecho la humanidad. Todas las artes que ha desarrollado el ser humano a lo largo de la historia de la cultura se reúnen en el cine. Llega un día en que adviertes que todo es un sueño, que solo las cosas conservadas –en imágenes, escritas- tienen alguna posibilidad de ser reales. Sobrevive lo que se recuerda, aun cuando, como el Ulises de Homero, uno sienta nostalgia de los sitios en los que no ha estado. El cine es una invitación sublime, el aviso de un viaje hacia lugares, gentes y hechos memorables. El actor californiano Craig Hill, recientemente fallecido, es un claro ejemplo de este viaje hacia los lugares y las gentes.

     Colaborador en el primer tramo de su filmografía de maestros del cine clásico como Ford, Wellman, Mankiewizc, Fuller, Wyler o Sidney, su matrimonio con la actriz y modelo Teresa Gimpera hace que Hill acabe fijando su residencia en España, donde llega a ser uno de los intérpretes más destacados de los llamados ‘spaghetti western’. En el papel de un antiguo pistolero que quiere recuperar a su hijo adoptivo y se enfrenta al sheriff en un desenlace trágico, Craig Hill protagoniza ‘Ocaso de un pistolero’ (1965), de los hermanos Romero Marchent –Rafael y Joaquín Luis-, pioneros de este subgénero en España, unas películas muy dignas de las que José Luis Borau quiso siempre reivindicar, pues no hay que olvidar que el zaragozano se inicia en las lides cinematográficas con el filme del oeste ‘Brandy’ (1963). En ‘Cazador de recompensas’ (1967), del poco valorado Tonino Valerii, su oponente es el zaragozano Fernando Sancho, antagonista con quien repite en ‘Los buitres cavarán tu fosa’ (1971), de Juan Bosch. En 1975 protagoniza ‘La máscara de cuero’, dirigida por Mario Bianchi y con fotografía del zaragozano Emilio Foriscot, una de los últimas coproducciones hispanoitalianas que interpreta Craig Hill, encarnando tanto al héroe como al villano. Ya en 1990 interpreta junto a Mark Hamil y Christopher Lee el desafortunado filme bélico con producción francesa ‘La chute des aigles’, de nuestro querido Jesús Franco, realizador con quien repite dos años después en otra produccion francesa, ‘Ciudad baja’, un policiaco bastante endeble en el que tiene como compañeros a Óscar Ladoire, Mike Connors y Josephine Chaplin. Participa también en filmes de Gonzalo Suárez (‘Aoom’), Antoni Ribas (la trilogía ‘Victoria’), Paco Plaza (‘El segundo nombre’), Ventura Pons (‘Manjar de amor’) o Juan José Bigas Luna (‘Angustia’).

     Precisamente la muerte del medio zaragozano Bigas Luna hace poco más de un año deja a su jefa de prensa Pilar Morillo en un estado de total confusión y desamparo. El mismo estado en el que ahora nos quedamos quienes conocimos a Pilar Morillo, fallecida recientemente de un cáncer de pulmón fulminante, a los 52 años. También trabaja para Isabel Coixet, Álex de la Iglesia o Albert Solé. Su muerte me deja helado, me descorazona, pues fui su amigo –y algo más- en mis tiempos de vida barcelonesa. Una mujer próxima y con un gran sentido del humor, con la que siempre discutía respecto al sobrevalorado Bigas Luna, y ella me replicaba que era muy injusto en mis apreciaciones. Cuestión de gustos, claro.

     Parece como si el cine nos hubiera enseñado que la vida es un relato, que estamos suspendidos en un argumento en el que los desenlaces vienen del pasado. Es una forma de comprender que somos responsables de los nudos que hay entre los planteamientos y los desenlaces, responsables de los nudos por deshacer y por hacer en el presente. Hoy es siempre todavía, escribió Machado. ¿Qué dimensión le damos al tiempo? El olvido trabaja en los pliegues de la prisa. Una memoria borrada suprime muchas responsabilidades. Lo que ocurrió hace un año, seis meses, cuatro días, pertenece a un pasado remoto. Ver una película de hace cincuenta, treinta, cinco años, vuelve a ser una novedad. Devolverle al tiempo un ritmo humano, que no pare el reloj, pero que tampoco disuelva el pulso de la sangre y de la realidad en el vértigo de la especulación, supone tomar distancia ante las formas actuales de relación con el pasado, el futuro, los valores jubilados.

     Dicen que la cultura –y el cine lo es, no solo entretenimiento- es la forma de plantar cara a la muerte y de explicar el mundo. Una forma de vivir que, a lo peor, hemos cambiado por el olvido, la distracción del existir. Asistimos a que lo insignificante tenga un valor cultural, y habría que darse cuenta que el pasado tiene una importancia capital. Todo forma parte del pasado. ¿Es posible olvidar el pasado? Lo dijo Faulkner: es imposible olvidar el pasado porque el pasado no ha pasado. El pasado siempre sucede en el presente. El pasado solo existe como tal en la nostalgia, esa tontería que seduce a tanta gente porque a algo hay que agarrarse cuando los sueños se han demostrado como lo que son: un agujero negro en medio de la noche. Lo sucedido tiempo atrás irá condicionando lo que ahora vivimos.

     Cuando nos dejan gente del cine, algo estamos perdiendo, porque, cada uno a su modo, intentaron explicar el mundo y plantar cara a la muerte, tan nefanda. Con las muertes, la palabra libertad pierde la dimensión social de su diálogo con la vida y se encierra en la ley del más fuerte. Mejor una prisa que nos convierta en tierra, polvo, humo, sombra, nada.

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