Desasosiegos domésticos: ‘De cómo un instante de calma se convierte en aventura’

Por Eugenio Mateo Otto
http://eugeniomateo.blogspot.com/

      Estoy apurando el último trago de la última botella de Knockando 12 años, reserva del 93.

     Hoy, sus 42 años de vida se aprestan como carruseles a serpentear por la mía. No recuerdo quien me la regaló en los tiempos cuando se decía que yo era un hombre importante, mientras recorre mi garganta un hálito de fuego amigo. Ser importante importa. En esta sociedad ya no vale el “vale quien sirve” sino “vale quien sabe”, o al menos, eso nos hacen saber aquellos que llevan la contraria, todavía, a lo establecido, aunque la máxima imperante sea “el saber ocupa lugar”, demostrando así una orientación contraria del conocimiento, como si el embrutecimiento fuera normal y no tanta sensibilidad de los vates.

    Decía que perpetro un hasta siempre a este viejo escocés, que va a pasar a la historia sin solución de continuidad. No dispongo del capital para comprar algo parecido. Tengo que cambiar al tinto de verano, y en invierno, al pacharán casero, aunque, confieso que ya lo hice. Cambiar es inapelable, no, si no, se podría entender la involución. Somos casta y el precario equilibro en su escala pugna en el ranquin de la supervivencia. Pasar de una privilegiada a una del montón, cuesta. Cuesta que no te inviten a saraos en los que todo está pagado. Cuesta que no te llamen para aventuras financieras, a pesar de que en su momento no las supieras aprovechar. Claro que no cuesta contar la calderilla, pero renunciar es de sabios. Del caviar a las rabas con mayonesa hay sólo un paso para que sea una cuestión de sabores. Se trata de no caer en el desasosiego de las papilas. No acabar como un expatriado en un döner kebab. Es cuestión de adaptación, parece.

     Qué cosas se me ocurren. Deben ser las tierras altas de Escocia destilándose en las últimas gotas, de las que sorbo su mutis mientras cae el telón. Esto de la bebida es circunstancial: si el trago es corto, la efusión es breve.  Por eso, un bebedor de sorbos no es un alcohólico anónimo; es estar en la categoría de los pesos pluma, la de las intenciones sin casi tentaciones, que bien mirado, no significa nada, más allá de que las grandes tentaciones son el caldo de cultivo de grandes pecadores. Me arrugué ante algunas. Otras, se me llevaron por delante. El regusto del elixir no me conmueve tanto como me limita la evaporación de su aura y evoco al agua y al grano como en un vuelo a lo verde. Y se esfuma, todo se esfuma. Es incierto el destino ante el desasosiego que se filtra entre el cristal vacío de una fugaz recompensa o romper un girón de la excelencia que caduca, inexorable, bajo las pisadas de lo anodino. A merced de los vaivenes, con la boca atesorada busco el único refugio de la noche, esa que se emboza más allá de la puerta donde todo un mundo invisible la corteja. Algún lejano ronroneo cruza el cielo a oscuras y rompe por un momento el silencio. He visto Perseidas desintegrarse como magníficas estelas siderales. Sería esta noche la perfecta para guardar en mi boca el epitafio fugaz de ese último trago, pero no se ha dicho, aún, la última palabra. El viento se encabrita de repente, crujen las ramas en su caída y se abre incontenible el chorro de una ducha gigante, derramándose excedida sobre el techo de la casa. En instantes, el suelo no puede sorber tanta liquidez y vomita por torrenteras del subsuelo para fluir por el ángulo del mosaico de la cocina. He pasado de la tranquilidad al desasosiego. La naturaleza no es amigable cuando se trata de demostrar que no se la conoce y de riego fecundo no ha venido precisamente a mostrarse, traída de las capas inalcanzables de la estratosfera. Llueve como si nunca hubiese llovido así sobre esta seca tierra en el estío que la cuartea.

    Armado de fregona y recogedor mis brazos no dan abasto. La diferencia entre lo que entra y lo que recojo no tiene buena pinta. Pronto el agua alcanzará la sala contigua, recién pintada. Hago una rápida visita a las estancias; debajo de la cama fluye un río. Las alfombras hacen de secante, pero no son suficientes. Me temo lo peor y fuera, en esa noche oscura y torrencial, el cielo se desploma herido de vida. No recuerdo, con esa memoria voluble que elige cuando desaparecer, como sabía el viejo güisqui. Una pulsión dolorosa me abate y sólo escucho la cadencia desmadrada de la lluvia, atisbando una tregua en su cortina, y no ocurre. Sigue dispuesta a sepultar lo que aprecio, como si se vengara de matar al escocés, como si quisiera prevalecer sobre todos los tragos. Es un frenesí de cubos como remedos de barcas bajo las olas, lo que hace traer de manos la mordiente sensación de la más acuática desazón. Con botas de agua hago frente a la marea subterránea, dispuesto a dejarme engullir con las botas puestas. Escucho ceder su fuerza a la tormenta; afino el oído, capaz de contar las gotas con tal de predecir su final. Brota la esperanza en mi humedal y renuevo bríos para empapar el agua. Me veo como un Jonás sin ballena; en un par de ratos cesara el temporal, especulo sobre el amainar y por las vías de agua navego sin timón a merced del diluvio, confiando que después de la tempestad vuelva la calma.

     Pesa la soledad donde paso la noche, reducidos por fin los últimos charcos en una madrugada vencida por cansancio. En un sofá cobijo mi esqueleto bajo sueños de desiertos con barcos varados en las dunas. Huele a humedad de pantanos domésticos y sobrevuela en el sueño el estilete del naufragio.  El primer rayo de luz atravesó mi retina. Aún tendrán que venir otros para que me despierte. Pongo la tele; es muy pronto para recibir noticias, pero necesito saber si embarrancó por aquí el Arca de Noe. Me pareció escuchar en la deriva de mi inquietud pasos de todas las especies de la Creación. Miro por la ventana y me saludan como si nada los pinos de la entrada. Todo parece en su sitio; los setos agonizantes lucen ahora con un verde lujurioso; refulgen las nubes que todavía merodean. Un nítido recuerdo sin sabor acude al salvamento. Antes de la galerna estaba paladeando el encuentro con las tierras altas de Sanffshire; después, el regusto intrincado del mal sabor de boca escamotea al paladar la cata de anoche. Aparece la mujer del tiempo en la pantalla. Parece haber dormido poco, como yo, y desgrana los pluviómetros del episodio de tormentas por toda la región. No cita este lugar, por su poca importancia en los censos, pero nombra otros lugares conocidos, ahora aislados por el derrumbe de varias carreteras. La empatía por sus cuitas me hace sentir afortunado. La casa resistió, aunque todo depende de que alguien haya cerrado el grifo por ahora. La meteoróloga avisa de estar bajo una DANA que volverá de nuevo a mostrar su desmedida. Trago saliva pensando en la intemperie a la vez que hago acopio de todo tipo de recipientes que sirvan para una nueva embestida de los cielos. Me pilla avisado, como el grumete que intuye las vías de agua en su calafateado. Después de unas horas, el color reinante se vuelve plomizo. Lloverá otra vez, estoy seguro, pero es inquietud lo que prevalece por ese temor a lo imprevisible, y la ansiedad pretende ser risco por encima de lo terrenal sin conseguirlo. Jarrea a plena luz del día, gris y hermoso, sin embargo. La cortina acuosa no escatima esfuerzo y confío en que las medidas de achique me sean favorables. No había visto que en una pared asoma una gotera. Se deslizan unos canalillos brillantes      que se estrellan contra el rodapié empapando el muro recién pintado con ese color teja tan peculiar.  Maldigo al cielo y a las borrascas del Atlántico. Maldigo al cambio climático y a toda la humanidad. Maldigo al calentamiento de la Tierra y a toda la corte de desatinos naturales.

    Todo esto venía de la desazón por enterrar el esfuerzo del maestro destilador de Knockando. Lo que ocurrió después consiguió hacer olvidar que se dijera que llegué a ser importante.  

Publicado en Crisis 25

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