El paraíso alto del quiosquero / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

  Levanta la verja de la actualidad a las seis de la mañana. Todas las mañanas del mundo. Su rutina empieza cuando se levanta. Sin más dilación, sale de su casa y se dirige a su puesto de mando, su paraíso alto.

    Y, a la amanecida, espera a que el repartidor arroje los ejemplares acordonados sobre el asfalto, que en tiempos caían como antídotos en mitad de una epidemia moral. Una vez realizadas las torretas correspondientes, en tiempos como cipreses, se dirige a su particular reparto de noticias (a bares, a tiendas, a los vecinos más madrugadores) antes de abrir ‘oficialmente’ su quiosco. Estoy hablando, claro está, del quiosquero de la esquina. Mi amigo.

  En ese intervalo, bajo intervalo, reposa un momento en su cafetería preferida y pide su café, siempre solo. Siempre negro. ¡Ah, el olor del negro café, que huele mejor que sabe a esa temprana hora cuando empieza a despertarse la ciudad! Como cuando vivir también era oler, sobre todo era oler. Estaba el olor de la tierra mojada en verano, el de la goma Milán con aroma de nata, el del masaje Floïd de tu padre, el de la colonia Nenuco con la que te empapaba tu madre, el de la gomina Patrico que sigue utilizando el quiosquero, el de la plastilina, el de las zapatillas de tu hermano, el de los libros escolares nuevos y recién abiertos y, por supuesto, estaba el olor del pegamento.

  Ahora, digo, el quiosquero de la esquina, mi amigo, inicia el día con el olor del café y, también, el de la letra impresa de los periódicos. De sus periódicos, que de mano en mano van y ninguno se los queda. El negocio está bajo mínimos, en caída libre. La prensa, hoy, es una sombra de lo que fue. Tan alargada como la del ciprés. Los clientes del quiosquero de la esquina, a bote pronto, superan los sesenta y cinco años. Y no hay relevo. A rey muerto, demonios, no hay rey puesto. Las nuevas generaciones no atienden al papel, les parece algo anacrónico, y solo se informan con los móviles y las tabletas. El quiosquero, que no está cansado pero sí harto, no pretende hacer folletín de su ídolo caído, porque aprendió a quererse con el periodismo y ahora puede sangrar con sus heridas.

  Menos mal que su tienda no es un quiosco al uso, sino una suerte de bazar donde caben los caramelos, las baratijas, los artículos de fiesta y así. Un pequeño bazar, sí, que en las pasadas fiestas navideñas se atiborró de turrones, de bolsas de cotillón, de bromas, de fulminantes. Un pequeño bazar que va a cumplir cien años de existencia y ha sido durante varias generaciones el disfrute de chicos y mayores. Y que a nuestro quiosquero de la esquina le gustaría celebrar de la mano del venezolano Jesús Lago, con estos versos de su poema ‘Lento’: “Las tortugas saben que no pueden controlar su destino, / aceptan que cierto día vengamos y las pongamos patas arriba / o les pintemos irónicas águilas en el caparazón. / Y es que para un ser capaz de respirar por más de ciento sesenta años / los hombres siempre serán niños”.

  También le gustaría celebrarlo con Julio José Ordovás, el escritor zaragozano que un bendito día me recomendó y del que, por casualidad, he rescatado una reseña referida a la tienda de mi amigo, “la cueva de Alí Babá con la que sueñan todos los niños”, con los que “se entiende a la perfección porque hablan el mismo idioma”. Un bazar y, también, un quiosco, todo a la vez, en el que, todas las mañanas del mundo, antes de levantar la persiana, el quiosquero de la esquina “reza a san Umbral para que no se extinga la llama sagrada del columnismo”. Pura fantasía, o sea. Sin ella no hay quintaesencia. En su riqueza está el variado plumaje que agita nuestras alas para emprender el vuelo. Algunos escritores tienen la virtud de despertarla. He dicho algunos: pocos en realidad. La mayoría, ay, están muy lejos de despegar. Como los quioscos, que no tienen pinta de remontar el vuelo. O sea.

  Cuando leemos las palabras en el papel, tan estimulante, estamos apartados de las notificaciones, los sonidos metálicos y otras urgencias que nos distraen de nuestros pensamientos. Los que pensamos la relación que se establece entre el ser humano y el papel es única, sin menospreciar la atracción y fascinación extenuantes por las posibilidades del universo digital, entendemos esa costura que podemos habitar. La página nos permite desconectar de la máquina y ocuparnos de nuestra esencia humana. Por eso recomiendo, al igual que el quiosquero, refugiarse en el santuario del papel, como una catedral de la cultura donde habita el conocimiento. Y el silencio. Casi como un modelo de resistencia.

  Es una pena que Ordovás, otro adicto a la letra impresa, y al que le molestan las frases hechas y los latiguillos –como a Umbral-, no se prodigue ya en sus maravillosas reseñas periodísticas. Su razón tendrá, desde luego. Lo dice muy bien el periodista Juan Marqués al escribir que “hemos andado últimamente un poco huérfanos, insatisfechos, desorientados… pero quedaba la esperanza de que su discreta y relativa retirada de ese ámbito crítico en el que tanto destaca se debiera a que, tras su debut novelesco del 2014 con ‘El Anticuerpo’, anduviese escribiendo algo parecido o incluso superior”. Se refiere, claro está, a su maravillosa ‘Paraíso alto’. Porque Ordovás siempre ha imaginado la posibilidad de un asesinato sin cadáver, de una fábula sin moraleja, de un cuento sin estructura, sin solución. Su escritura, de un humor soterrado e inteligente, obedece a una voluntad cósmica, casi mística, tan caprichosa, omnipotente e incluso errática que se diría perfectamente acorde con el absurdo de todo esto

  El quiosquero de la esquina siempre tuvo claro que un periódico sin buenos columnistas es un periódico muerto. En provincias, del mismo modo, un periódico con esquelas parece abocado a la muerte. Claro que, bien mirado, un periódico con esquelas resulta algo todavía más siniestro: es la muerte misma. ¿Cómo recuperar lectores sin recurrir a las esquelas? El remedio, advierte el quiosquero, son las buenas firmas. Pero escasean. Y añora a los Francisco Umbral, José Luis Alvite, Joaquín Aranda, Joan Barril, Joaquín Vidal, Ángel Fernández-Santos y así; unos cuantos, en fin, que hogaño se pueden contar con los dedos de una oreja. El consuelo, al menos, está en los Pablo Martínez Zarracina, Jorge Bustos, Luis Martínez, Antonio Lucas, Juan Tallón, Manuel Vicent, Enric González, Pedro Cuartango, Andrés Ibáñez y pare usted de contar. A Julio José Ordovás no lo cito porque ya no escribe en periódicos, al menos asiduamente. Una pena, la verdad: sus artículos los seguía el quiosquero de la esquina con fruición aristofánica. No había mejor manera para contrarrestar la persistente fatalidad que asuela un periódico que adentrarse en sus textos, tan entretenidos, tan originales, tan cercanos. Una suerte de crónicas costumbristas bien entendidas, sin malas tentaciones folletinescas, referidas a escritores, quiosqueros, limpiabotas, campaneros o peluqueros. Literatura de seducción. O sea.

  Su lectura producía, y produce, una satisfacción similar a un corte de pelo en una de esas modestas peluquerías de barrio, de ambiente relajado, donde se puede charlar de todo, desde vulgares cotilleos rosas a elevada filosofía kantiana, con la única condición de que se entienda al orador. En círculos y concisamente, como debe ser, y no como el arriba firmante, que se alarga como la sombra del ciprés. Su prosa, entresacada de la llaneza de los cafés y no del boato de las academias, se decanta siempre por la expresión más legible. No crean, por ello, que renuncia a la hondura y complejidad del pensamiento. Sus artículos, tan escondidamente irreverentes, lo mismo podríamos publicarlos en un periódico conservador que en uno progresista. Lo cual algunos tacharán de defecto y otros pensamos, también el quiosquero, que es una virtud. Qué razón tiene Juan Marqués. Los lectores de periódicos del reino de los vivos andamos desconsolados, ya ven, de las aburridas esquelas.

  Todo, en cualquier caso, es cuestión de fe. Compruébenlo y lean, y huelan, a Ordovás: “Es importante creer que lo que uno hace sirve para algo. De lo contrario podemos hundirnos en la más negra y profunda desesperación. Según Dostoyevski, la mejor manera de reducir a un hombre a la nada, de castigarlo atrozmente, es dar a su trabajo un carácter de absoluta inutilidad, sometiéndolo a tareas por completo absurdas, como trasegar agua de un cubo a otro cubo, o triturar arena, o transportar montones de tierra de un lugar a otro y viceversa. Incluso los condenados a trabajos forzados, dice Dostoyevski, se sienten útiles, y eso en parte les alivia, pero el que ha de enfrentarse hora tras hora a una ocupación sin ningún fin y sin ningún sentido acaba perdiendo los estribos. Yo no sé a qué se parece más esto de escribir, si a triturar arena o a producir ladrillos, pero, en cualquier caso, no siempre le encuentro sentido. Acarrear palabras de una página a otra página, y vuelta de nuevo a empezar, ¿para qué? Las palabras forman una especie de piedra cada vez más pesada, y uno no puede evitar sentirse como el desgraciado de Sísifo, y temer que, en cualquier momento, las fuerzas le fallen y la piedra, ¡catacrak!, lo aplaste”.

  Y sigue: “La utilidad, como todo, es una cuestión de fe. Y tener fe en lo que hacemos, y mantenerla, no es tan fácil. A menudo la fe se tambalea. Y cuando se tambalea pueden suceder dos cosas, o que se pierda o que se reafirme. Pero si no tiene sentido escribir, ¿qué sentido tiene entonces escribir sobre el trabajo forzado y absurdo de la escritura? Camus decía que las dudas son lo que tenemos de más íntimo y que jamás debemos hablar de ellas, porque nadie nos obliga a hacer lo que hacemos. Cómo no voy a estar de acuerdo con él. Pero ya es tarde para borrar lo que he escrito. Esto solo tiene una solución. Dejaré de leer a Dostoyevski”.

  El quiosquero de la esquina, como él mismo hizo en las pasadas fiestas navideñas, recomienda regalar ‘Paraíso Alto’ para que los posibles lectores se liberen, por fin, de la atadura del sentido, del orden y de la rima. Una lectura que absorbe, como cuando aspiras todo el aire que puedes para luego expulsarlo de golpe. O sea. Recuerdo que todos los libros que le gustaban a mi padre los envolvía con una sábana desteñida y los colocaba en una maleta como si tuvieran fiebre. Y me los recetaba y recitaba. El quiosquero, desde su puesto de mando, o su paraíso alto, es uno de los miles que en toda España despachan una receta diaria de noticias, reportajes y claves para entender el mundo envuelta en papel periódico. Sus recuerdos afloran en ese retablo de golosinas, ese tendal de titulares, esa promesa de papel cuché que es su quiosco. “¡Yo venía aquí hace ochenta años y sigue con el mismo nombre!”, exclama un señor que entra y sale, sin comprar. El quiosquero, como ven, se enfrenta días sin día a una ocupación sin ningún fin y sin ningún sentido. Como triturar arena. O como trasegar agua de un cubo a otro cubo. Pero no pierde los estribos, porque nadie le obliga a hacer lo que hace.

  Mi amigo el quiosquero necesita gente de paso, que haya tráfico humano en la calle. Que se acerque el del masticable, el de las obleas, el del sobre de cromos, las pipas del gran Facundo o el periódico. Sin firmas o preferiblemente con ellas. Y ojalá que sea por muchos años, que haya infinitas jornadas por delante para cantar noticias, para vender titulares, para explicar el barrio, la ciudad y el mundo desde ese enjambre de papeles que llamamos periódico.

  Por si acaso, el quiosquero de la esquina nos remite a aquella preciosa melodía de la exuberante cantante de Tennessee llamada Dolly Paston, cuando decía: “Todos buscamos la felicidad sin padecer, pero para ver el arco iris tiene que llover”. Y la revolución, remata mi amigo, no se hará ni mañana, ni pasado mañana; habrá que buscar otras emociones. A la manera de Julio Camba. O de César González Ruano. O del mismo Ordovás.

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