Por Carlos Calvo
La memoria, como ese ser de lejanías umbraliano que deja que sean las cosas las que se van y no las personas las que se alejan de ellas, manifiesta cierta tendencia a la recreación…
…de escenarios quiméricos, de episodios ilusorios archivados con la forma de los sueños y asumidos como reales. Pero el atropello indiscriminado del tiempo, los años, la experiencia, precipita que la membrana de veracidad que los recubría caiga hasta que dejamos de verlos como actos reales, como hechos pasados verdaderos. Carlos Saura Atarés (Huesca, 1932-Madrid, 2023), ya a una temprana edad, encontró la fórmula para evitar la confusión desde su dedicación profesional a la creación de imágenes con las que atestiguar su vida y recordar que todo lo que vieron sus ojos ocurrió.
Como escribió Stefan Zweig, “hay una etapa en la vida en que el tiempo y la edad tienen otra medida”. Nunca se imaginó el cineasta oscense escribiendo sus memorias, pero, al final de la escapada, llegó la pandemia del coronavirus y Saura empleó ese encerramiento, esas noches oscuras del alma, como terapia autobiográfica, cual san Juan de la Cruz en su celda. Esto es, de la “nouvelle vague” de Godard y compañía a la madriguera del “nuevo cine español”.
Así lo atestigua en su libro ‘De imágenes también se vive. Casi unas memorias’ (Taurus, 2023), escrito en plena pandemia, a partir de abril de 2020, acaso para ocupar ese tiempo sin tiempo, un volumen donde despliega toda su carrera en sus diversas disciplinas. E inacabado porque la muerte visitó a un creador activo hasta el último suspiro. Acaso por ello el libro resulte algo disperso en su conjunto, de estructura decididamente fragmentaria, que no termina de adquirir carácter unitario.
Con todo y con eso, el autor de ‘Cría Cuervos’ es un archivo, todo un material compilado en cajas. Una persona que le gusta mucho su trabajo, que se entretiene en soledad, en su taller, paseando, escribiendo, pintando, haciendo fotos, tan misántropo. Un hombre profundamente generacional, que no expresa los sentimientos, a lo mejor para no sentirse cursi, como su adorado Luis Buñuel, quien no le dijo nunca un “te quiero” a su mujer gala. Las mujeres de Saura, otro tanto. Por eso se le califica de frío, distante, “alemán” –así le llamaba el calandino-, pero no es del todo cierto. Es, más bien, un guasón, un perfecto somarda aragonés, un tipo tan culto como disparatado, amable y seductor.
Pero su tiempo es innegociable, un umbral como perfecto jardín de las delicias. Acaso porque su apellido es de origen árabe y significa ‘revolución’, una máxima que siempre ha intentado llevar a sus obras: en un mundo frívolo y banal, donde golfos y lobos andan a sus anchas, al autor de ‘La noche oscura’ solo le interesan las historias de personajes exigentes. Lo dice el propio Saura, hombre esencial de la cultura española de la segunda mitad del siglo veinte: “Como recordar la propia vida sería vivir dos veces, algo imposible y seguramente inútil, me conformo con seleccionar aquello que me parece más representativo, aquello que me ha llamado más la atención, que dejó una huella en mi vida. Y reconociendo que la vida ha sido amable conmigo, debo recordar que vengo de la guerra y voy hacia la muerte; entre medias, la vida de cada día”.
Una confesión íntima, pues, como testimonio de una época, desde el encorsetamiento de la dictadura hasta la modernización de una sociedad, y la lucha de creadores y artistas por salir adelante. Y una vida vivida dividida entre tres adicciones: la fotografía, el cine y la música. Incluso la mecánica entraría en una cuarta pasión. Saura habla vitalmente de sus películas y de las otras, del núcleo familiar, de los compañeros de viaje, de la pasión amorosa, del servicio militar, de ciertas ciudades (Huesca, Cuenca, Madrid, Valencia, Barcelona, Granada, Toledo, Zaragoza, Berlín, París) o de la gente del cine (Dreyer, Bardem, Berlanga, Camus, Querejeta, Erice, Bergman, Fellini, Chaplin, Lang, Antonioni, Kubrick, Kurosawa, Pasolini, Azcona, Ducay, Portabella, Luis Cuadrado, Teo Escamilla, Vittorio Storaro, Fernán Gómez, Fernando Rey, Sáenz de Heredia, Alfredo Mayo, López Vázquez, Juan Diego).
También de escritores (Gracián, Cervantes, Quevedo, Baroja, Max Aub, Sender, Aldecoa, Sueiro, Lorca, Borges, Poe), de pintura (Goya, Velázquez, Picasso, Dalí, su hermano Antonio), de la ópera y el teatro, del humor y el cine silente, de la censura y la posguerra, del hambre y la religión, del baile y el folclore, de las dulces horas y la vejez, de festivales e influencias… Todo ello en una prosa fluida, aseada, siempre manteniendo el interés de lo que cuenta. Ya lo demostró en sus novelas (‘Ausencias’, ‘Elisa, vida mía’, ‘Esa luz’, ‘Pajarico solitario’) e incluso en sus libros de fotografía (‘El rastro’, ‘España, años 50’, ‘Flamenco’, ‘Toi’).
‘De imágenes también se vive’, ya desde el umbral, recorre toda la riqueza de su trayectoria y acaso por ello no resulta sorprendente el valor preponderante de la ética de su mirada. Ya decía Godard que “el encuadre es una cuestión moral”. También dijo Zweig que “los grandes hombres son siempre los más amables”. Y la escritura del cineasta oscense surge del conocimiento de una situación dada, de la familiaridad con el entorno y de las relaciones interpersonales que construye, convirtiendo su implicación con las diferentes causas sociales y políticas que le tocó vivir. Su vida y su obra en cuatrocientas páginas. Y Saura lo recuerda casi todo. Solo hace falta pasear por la dignidad de sus creaciones, archivo memorialista imperecedero, para darse cuenta.
Dejo para el final, como llanto de bandido, este broche dedicado a su mentor y amigo de vida: “Ahora que otra generación, la actual, tiene la oportunidad de ver la obra de Luis Buñuel, les diría a los más jóvenes que vieran sus películas no como un hito cultural, sino como un hombre honesto, vital, poderoso y sensible que supo rescatar del páramo viejas y nuevas ideas, que se enfrentó con los tópicos, que utilizó la imaginación como el arma poderosa que es, dándoles vuelos con alturas difíciles de alcanzar”. Pues eso.