Los meleros de Melero


Por Carlos Calvo

  Cuando Eduardo Galeano dijo aquello de que “en la vida un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no de equipo de fútbol”, tal vez exageraba. O tal vez no.

    Si los buenos recuerdos ayudan a vivir, la existencia transcurre, ya lo sabemos, demasiado deprisa. Cuando intentamos comprender –o analizar- lo que hemos vivido, el presente se ha esfumado y forma parte ya de un pasado irrecuperable. Siempre es demasiado tarde. Y el ejercicio de la nostalgia, muchas veces, puede resultar peligroso. Ya lo sentenció Gibran: “La vida no se entretiene en el pasado, ni se recuesta en el ayer”.

  Por eso me emociono al escuchar un trino lejano, pero me vuelvo mineral ante una retahíla de vientos en ese mar que, creíamos, era de la gente de las artes y las letras. O de las sirenas. La realidad construida por nuestro cerebro va delante de nosotros y en esa autonomía es donde nos retratamos. Debemos combatir los impulsos más proteccionistas, o al menos intentarlo, de nuestro propio cerebro para analizar –o comprender, ya digo- lo que nos circunda con otra alternativa diagnóstica. Hay que recelar del realismo chato si la gente de la cultura, de las artes y las letras, no interviene y transforma esa realidad.

  Es un nuevo acto reflejo de un cerebro que puede ser reemplazado por un disco duro. Es la humanidad, el error, la circunstancia la que nos emociona del acto literario más allá del laberinto. Es el ejercicio de la nostalgia fomentado por la redondez del olvido. Si los buenos recuerdos ayudan a vivir, el nuevo libro del zaragozano José Luis Melero, ‘Lecturas y pasiones’ (Xordica, 2021), carga de energía el añorado pasado, el duro presente y el incierto futuro. Porque mientras algunos hacen –hacemos- ejercicios de nostalgia, al otro lado del muro está la vida, la gente paseando por las calles, la juventud doblando las esquinas, los tragos en las mesas, la música en los bares, las monedas rodando por las manos, el corre-corre de las oficinas, la noticia caliente, la cerveza fría.

  Y está además la lluvia, la sorpresa, los cantos de sirena, los encuentros y las despedidas, eso que hemos dado en llamar vida. En el libro ‘Lecturas y pasiones’, al modo de dietario de biografías breves, hay muchos ‘meleros’, más allá de un bibliófilo aragonés -cosecha del cincuenta y seis- decididamente reconvertido en lector incorregible de escritores y escrituras. Porque los libros, como nos recuerda el propio autor, “están hechos para ser leídos, para transmitir placer o conocimiento, y son mucho más que un objeto de culto o un lujoso fetiche”. Y los meleros de Melero pueden ser conocidos o prácticamente desconocidos, del género chico o del grande, raritos o razonablemente cuerdos, locales o universales. Meleros, de arriba abajo, como Lorca, Unamuno, Pérez de Ayala, Azorín, Cernuda, Salinas, hermanos Machado, Baroja, Galdós, Eugenio Noel, Luis Horno Liria, María Luisa Elío, Juana Capdevielle, Amparo Poch, Carlos Clarimón, Antonio Covarsí, Fernando de la Quadra Salcedo, José Antonio Maenza, José García Mercadal, Juan Ramón Masoliver, Carmen de Burgos…

  Meleros cotidianos, tranquilos y quietos meleros. Meleros que poseen el cemento que mantiene sujeto el cielo. Meleros masivos, apoderándose de todo, dominándolo todo. Meleros cojos, que les cortan una pierna y le ponen otra (de prótesis). Meleros que queman, preñados de ruidos y preguntas. Meleros marciales, inquietos meleros. Meleros de miedo, de disimulo, de delación. Meleros de insomnio, de amanecer. Meleros amables que nada dicen, hermandad que de nada sirve ni salva. Meleros trémulos, asustados meleros. Meleros finales, rotos, sepultados. Meleros de locura, majaretas, de hipocresía, de resignación. La soledad. Débiles meleros, el miedo como prefacio o prólogo o introducción o liminar. Meleros en una obra sin encajar, el miedo como herencia, como eco. Meleros encendidos, recuerdos, meleros de ayer. Meleros maestros, interesantes, mediocres, malos. Meleros de rolde, de la academia de san Luis, de pinturas al cochinillo, de reales alfareros y peñistas zaragocistas, de nobleza baturra y cualquier cineasta de la Almunia (de doña Godina)…

  Meleros como las lentejas, si quieres las comes y si no las dejas. Meleros, en fin, para todos los gustos, reconocidos u olvidados en el mismo saco (roto), aunque algunos escritores, muchas veces, se hayan “ganado a pulso el olvido”. Meleros raros o importantes, se podría decir. De noches saturnales. De desastres sonrientes. De bibliotecas desperdigadas. De agua de borrajas. De sonidos mitológicos. De movimientos pendulares. De fluidos corporales. De alambres y cartografías. De aldeas y tampones. De brillos y calaveras. De gazapos y acrobacias. De cachirulos, manuscritos y papagayos. De lecturas y pasiones, en fin. Porque el libro de José Luis Melero, quinto de sus artículos literarios, no es tanto un volumen de dirección única como el paraguas bajo el que se cobijan todos esos escritores huérfanos. Y los lee, los archiva, los clasifica. Meleros que despegan, vuelan y aterrizan. Meleros agudos, pensados y sutiles. Meleros que ensalzan la literatura y les da, maldita sea, forma y sentido.

  Para los moralistas del final del siglo diecisiete, como para los ilustrados del dieciocho, dar nombre es restablecer orden y sentido, deshacerse en afectos, en fervores, en entusiasmos. Entender tan solo el necesario nexo causal entre las cosas. Atenerse a la cautela de la erudición con la divulgación, el humor con la gravedad. El afecto mueve el puzle de un libro como ‘Lecturas y pasiones’ en esta Zaragoza de cielo pragmático, azuloscurocasinegro. Sosiego del conocimiento, zozobra de la doctrina. Aquello que escapa a clasificaciones y sentidos dispara el desasosiego.

  Dicen que la persona que recuerda vive dos veces. El tiempo es nuestro tesoro, nuestro único activo porque todo se construye en ese viaje por la banda deslizante de la temporalidad. José Luis Melero tiene algo de ese oro que se acumula en la edad cuando ya se entiende todo lo que fue perdido. Hemos perdido la capacidad de recordar. No por olvido, sino por exceso de actualidad, por una ficticia emoción de saber de lo de ahora todo lo que ahora finge que es. La memoria aturde. Pero también da peso y perspectiva. La memoria duele igual que alegra.

  Melero, con un poso de melancolía, entiende que recordar no es echarse a vivir en lo de atrás, sino encontrar, aquí y ahora, claves necesarias de lo que tenemos, de lo que somos, de lo que nunca llegará o de lo que ya está aquí y aún, demonios, no lo estamos viendo. Acaso el único medio para vivir mucho tiempo es hacerse viejo, que diría el gran Saint Beuve. Y así, todos los textos (breves) de ‘Lecturas y pasiones’ –ciento doce, heráldicos pero divertidos- tienen mucho en común, como unas progresiones armónicas que parecen estar siempre ascendiendo.

  Del mismo modo, el lector se sumerge en la prosa de ‘Lecturas y pasiones’ como una diadema de días y de noches, abriéndose camino por territorios inexplorados, en una reflexión, casi susurrada, sobre las relaciones personales, la amistad y el amor. Meleros que conviven en un frágil equilibrio, predestinados a vivir en soledad, con la única compañía esporádica de sus propios fantasmas, que pueden estar tras una puerta, al final de una escalera, en el peaje de una autopista o al abrir el ascensor. Todo fluye sin prisa pero sin pausa, y los meleros de Melero, acaso, parecen autómatas en busca de su destino.

  Nada es tan descriptivo como estos meleros mirados a trasluz. Los meleros peinan canas, sueñan con uñas rotas. Los meleros intentan sobrevolar cada acción en el mercado de las justificaciones. Los meleros aplanan los terrones en el ribazo antes de que la máquina dibuje paisajes discordantes. Estos meleros sacudiendo el maizal inspiran al autor composiciones líricas. El canto se forma en el eco de la caverna disfrazando meleros con alevosía. Llega el sabio y marca el compás. Y quita la costra para abrir la herida.

  ‘Lecturas y pasiones’ es como una Zaragoza de alegrías y frivolidades, de polos y paraninfos, de santificados y burdeles, de dulces y salados, de operetas y vedetes, de calvos y rasurados, de rencores y temblores, de jotas y frivolidades balompédicas. De librerías, rastros y almonedas. Zaragoza, sí, mi ciudad, vieja pero fea. Y la de José Luis Melero. Donde viven nuestros amigos. La ciudad no es para mí.

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