El Documento


Por  Liberata

La mujer se miró al espejo de cuerpo entero del espacio que usaba como vestidor. Lo hizo con suma atención, algo bastante raro en ella.

     Estaba claro que deseaba causar una buena impresión a la persona o personas con que se hallara citada. Realizado el examen, se dirigió  al antiguo despacho en cuya mesa reposaba un ordenador portátil cerrado y, sobre él lo que parecía un documento enfundado en plástico. Tras contemplarlo un momento, sus manos se posaron sobre el mismo para moverse como si lo acariciaran, en tanto las lágrimas asomaban a sus ojos. Meses le había costado decidirse a cumplimentar aquellos dos folios impresos con las siglas de una entidad. Meses de zozobra, de ansiedad, de torturadoras dudas… Pensó una vez más que todo lo que acompaña a una decisión de cierta trascendencia en una vida ha de hallarse documentado. Así pues, aquellos inocentes folios eran de gran estima para alguien a  quien  en poco tiempo se le habían afinado el rostro y la cintura, además de presentar algunos otros signos de no descansar bien y, tal vez, de no alimentarse adecuadamente. Ella sabía que desde tiempo atrás era víctima de una patológica ansiedad que se hallaba presente en todos sus actos y, lo que era peor, distorsionaba el orden de sus pensamientos. Sin embargo, reacia como era a consumir medicamentos que no fueran recetados para combatir una infección aguda o controlar algún desequilibrio meramente orgánico, había decidido que, en lugar de recurrir a los ansiolíticos, lo que debía hacer era decidir de una vez el sentido que deseaba dar a su futuro. Y en aquella mañana de primavera un tanto adelantada, se disponía a realizar alguno de los primeros movimientos decisivos para hacerlo.

                -Ella la recibirá a la una -había dicho la amable secretaria-. Suele almorzar a las dos, de modo que tienen tiempo suficiente para la entrevista, teniendo en cuenta que es poco amiga de circunloquios. Es posible, incluso, que la acompañe a la oficina.

                En el interior de la vivienda, a su solitaria ocupante los siguientes pasos la conducirían al balcón que daba a la tranquila glorieta en que los tilos comenzaran a aflorar, prestando un cariz poético al panorama. Tras contemplarlo un momento a través de los cristales, corrió las casi etéreas cortinas, giró con cierta brusquedad, y enfiló el pasillo que le conduciría de nuevo al vestidor, el cual abandonaría en breve, totalmente compuesta para salir a la calle. Siguió pasillo adelante y al doblar la esquina que conducía al recibidor, se dio una pequeña palmada en la frente, mientras murmuraba: “Seré idiota…” Acto seguido, volvió sobre sus pasos y, con el corazón palpitando como si deseara abandonar sus cavidades, llegó hasta el despacho y con un gesto más brusco que otra cosa, tomó el documento y reinició el recorrido hasta la salida. Allí, tomó del perchero -de donde colgaba el bolso del tamaño adecuado- introdujo el documento en el apartado correspondiente, cerró la cremallera, y se hizo con las llaves, que introduciría en otro apartado una vez cerrada la puerta desde el exterior. Respiró profundamente cuando se halló en el ascensor y comprobó que el bolso se hallaba bien cerrado. Ya en la calle, se sintió deslumbrada por el sol. La capital bullía. En la amplia avenida a la que saliera en seguida, los lujosos escaparates ofrecían sus mejores géneros tocados de la alegría primaveral y, a su vez, las terrazas presentaban un índice de ocupación que se suponía satisfactorio.  El tráfico discurría con relativa fluidez. Como la vida misma.

           La figura femenina caminó unos pasos y paró un taxi.

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