‘El infinito en un junco’ o el compromiso cívico de Irene Vallejo


Por Carlos Calvo
Fotografías de Enrique Mora

  ‘La invención de los libros en el mundo antiguo’ subtitula la filóloga zaragozana Irene Vallejo su ensayo ‘El infinito en un junco’, precioso título que acaba de publicar el sello Siruela.

     Dedicado a su madre, “mano firme de algodón”, Irene Vallejo explora en él el surgir de los soportes de la escritura y habla de los escritos como pedagogía, arte, legado histórico y cultural. Y establece un viaje a la arquitectura de la propia letra. Porque la autora de ‘El silbido del arquero’ aletea, delicada, las palabras como si estuvieran suspendidas. Tal vez como aquellas letras cargadas de misterio que tanto captaron su atención cuando era niña.

  Y ahora comienza a contar los entresijos de letras escritas hace muchos siglos. Y recoge todo lo relativo a algún episodio, juicio o disciplina. La escritura, en fin, como insustituible transmisor de emoción, humanidad e identidad. Lo decía muy bien Marilynne Robinson en ‘Cuando era niña me gustaba leer’: “Me gusta imaginar lo pasmado que se quedaría el bueno de Homero, quienquiera que fuese, al ver sus epopeyas en las estanterías de un ser tan inimaginable para él como yo, en medio de un continente del que no se tenía noticia”. Ya se sabe que el paraíso perdido por excelencia es la infancia, una etapa en la que vemos el mundo con ojos asombrados y en la que la vida se nos presenta como un libro lleno de hojas en blanco que hay que escribir. E Irene Vallejo sabe que las palabras cambian el mundo porque moldean el pensamiento. Hay una suerte de nostalgia que planea sobre ‘El infinito en un junco’ que tiene que ver con cuando los libros importaban. Ahora, maldita sea, no hay mucho espacio para eso. Y así nos va. La idea de los escritores como titanes surcando la superficie de la tierra se ha perdido.

  ‘El infinito en el junco’ es un libro sobre la historia de los libros, “un recorrido”, en palabras de la propia Vallejo, “por la vida de ese fascinante artefacto que inventamos para que las palabras pudieran viajar en el espacio y en el tiempo. La historia de su fabricación, de todos los tipos que hemos ensayado a lo largo de casi treinta siglos: libros de humo, de piedra, de arcilla, de juncos, de seda, de piel, de árboles y, los últimos llegados, de plástico y luz. Es, además, un libro de viajes. Una ruta con escalas en los campos de batalla de Alejandro y en la Villa de los Papiros bajo la erupción del Vesubio, en los palacios de Cleopatra y en el escenario del crimen de Hispania, en las primeras librerías conocidas y en los talleres de copia manuscrita, en las hogueras donde ardieron códices prohibidos, en el gulag, en la biblioteca de Sarajevo y en el laberinto subterráneo de Oxford en el año 2000. Un hilo que une a los clásicos con el vertiginoso mundo contemporáneo, conectándolos con debates actuales: Aristófanes y los procesos judiciales contra humoristas, Safo y la voz literaria de las mujeres, Tito Livio y el fenómeno fan, Séneca y la posverdad…”.

  “Pero, sobre todo”, termina diciendo Irene Vallejo, “esta es una fabulosa aventura colectiva protagonizada por miles de personas que, a lo largo del tiempo, han hecho posibles y han protegido los libros: narradores orales, escribas, iluminadores, traductores, vendedores ambulantes, maestras, sabios, espías, rebeldes, monjas, esclavos, aventureras… Lectores en paisajes de montaña y junto al mar que ruge, en las capitales donde la energía se concentra y en los enclaves más apartados donde el saber se refugia en tiempos de caos. Gente común cuyos nombres en muchos casos no registra la historia, esos salvadores de libros que son los auténticos protagonistas de este ensayo”.

 En la filóloga zaragozana, helenista y latinista, se confirma que curiosidad e inteligencia van intrínsecamente relacionadas y que ambas son el motor de la crítica y del cuestionamiento constante de certezas. Es, por así decirlo, la historiadora de la historia abierta y concibe el pasado como un terreno flexible, dependiente de los vaivenes del presente. Porque acaso sospecha de la manipulación política y afectiva de la historia y de los usos interesados de la memoria.

  El punto de partida de la autora de ‘La luz sepultada’ es la defensa de la complejidad en la explicación del pasado, y en defensa de esa complejidad se puede cuestionar los relatos maniqueos y cultivar la duda como método de conocimiento. La duda y la pregunta hacen acto de presencia en los textos que llenan las más de cuatrocientas páginas de ‘El infinito en un junco’. Un libro que visita nuestro pasado para iluminar el presente. Una historiadora para quien la historia no se queda quieta y cerrada en los libros. Su prosa, vigorosa y a la par fluida, tiene un compromiso cívico y pedagógico para el ahora, todo un torrente de erudición y cultura que desborda entusiasmo. Una historiadora que media, al fin y al cabo, el pulso del hoy, porque sin los libros, constata, “las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido”.

  Así nos da cuenta, como si tal cosa, de Aristóteles, de Virgilio, de Tucídides, de Tácito, de Sócrates, de Plutarco, de Augusto, de Calímaco, de Cicerón, de Demóstenes, de Esquilo, de Plauto, de Platón, de Petronio, de Pericles, de Ovidio, de Nerón, de Marco Aurelio, de Marco Antonio, de Marcial, de Julio César, de Hesíodo, de Herédoto, de Eurípides y de tantos otros para dar fe de los conocimientos de estos pensadores de las antiguas Grecia y Roma, herederos del mundo persa y egipcio. El mundo antiguo, esto es, de las lenguas clásicas, humanidades, poesía y música, astronomía y matemática.

  Más contemporáneamente, también lo hace de cineastas (Méliès, Chaplin, Lubitsch, Lang, Murnau, Eisenstein, Disney, Riefenstahl, Rossellini, Bergman, Capra, Sirk, Wilder, Chabrol, De Niro, Ford, Berlanga, Haneke, Hitchcock, Kubrick, Kurosawa, Meirelles, Nolan, Preminger, Scorsese, Spielberg, Stone, Wenders, Tarantino), de pintores (Basquiat, Caravaggio, Dalí, Picasso, Pollock, Van Gogh), de músicos (Brassens, Dylan, Mozart, Charlie Parker, Elvis Presley) o de políticos (Churchill, Kennedy, Lenin, Lincoln, Napoleón, Obama, Rommel).

  Y, por extensión, de Poe y Balzac, de Oscar Wilde y Zweig, de Virginia Wolf y Vargas Llosa, de Unamuno y Valle-Inclán, de Sastre y Sender, de Stevenson y Tolstói, de Rulfo y el marqués de Sade, de Proust y Rabelais, de Shakespeare y Stendhal, de Onetti y Orwell, de Molière y Montaigne, de Machado y Mallarmé, de Kafka y Lovecraft, de Gracián y Joyce, de García Márquez y Lorca, de Kundera y Scott Fitzgerald, de Dickens y Faulkner, de Conan Doyle y Coetzee, de Chéjov y Chesterton, de Calderón de la Barca y Cervantes, de Bécquer y Benavente, de Bolaño y Borges, de Baudelaire y Bauman.

  Con todo y con eso, esta especie de educación sentimental de Irene Vallejo parece confluir en las figuras del escritor de novelas de ciencia ficción Ray Bradbury y el cineasta cinéfilo por excelencia François Truffaut, quien adapta su ‘Farenheit 451’ a la gran pantalla en 1966. El título se refiere a la temperatura a la que arde el papel de los libros, equivalente a doscientos treinta grados centígrados. El protagonista es un disciplinado bombero que no siente ningún remordimiento en quemar los libros prohibidos por el gobierno. Pero conocerá a una muchacha bohemia que le hace replanteárselo todo, y le convertirá en un seguidor de quienes quieren reconstruir una sociedad justa a través de la lectura. Así, se encontrará transformado en un fugitivo, obligado a escoger no solo entre dos mujeres, sino entre su seguridad personal y su libertad intelectual. Y con un memorable final: los personajes pasean por el bosque y recitan en voz alta los libros prohibidos que sobrevivirán en su memoria porque nadie podrá matar jamás a Homero.

  La presentación en Zaragoza de ‘El infinito en un junco’ tuvo lugar en el vestíbulo del teatro Principal, que se quedó pequeño ante la marabunta. La escritora zaragozana se mostró generosa, dialogante, tremendamente humilde, curiosa, alegre. Nada que ver con la imagen del señor historiador que huele a polvo y que te mira por encima de las gafas con expresión de fastidio. Como maestro de ceremonias, o así, intervino el poeta y viajero Fernando Sanmartín, a quien Irene Vallejo homenajea en su libro.

  Con él cierro: “El pasado nos define, nos da una identidad, nos empuja al psicoanálisis o al disfraz, a los narcóticos o al misticismo. Los que somos lectores tenemos un pasado dentro de los libros. Para bien o para mal. Porque leímos cosas que hoy nos causarían perplejidad, incluso aburrimiento. Pero también leímos páginas que todavía nos provocan entusiasmo o certezas. Un libro siempre es un mensaje”.

  Un magnífico ensayo.

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