Monegros y otras tierras


Por Carlos Calvo 

  De un tiempo a esta parte, con mejor o peor fortuna (y de un modo u otro), se han ido publicando en Aragón diversos libros dedicados al hecho fílmico.

    ‘Monegros, tierra de cine’, para empezar, es una obra escrita por el joven bujaralocino Darío Villagrasa y publicada por Salvador Trallero (Sariñena Editorial), en la que constata la vocación cinéfila de los monegrinos. Un relato de la historia audiovisual y la identidad cultural de esta comarca aragonesa –la que más pueblos de colonización tiene- como lugar para rodar películas, a modo de recorrido de más de un siglo que narra decenas de obras, cientos de protagonistas, la relación de la industria y los vecinos o cómo ha influido el desierto en los guiones, desde el documental ‘Plaga de langostas’ (Antonio de Padua Tramullas, 1915) hasta la más reciente ‘Incierta gloria’ (Agustí Villaronga, 2017). Casi trescientas páginas dan cuenta de numerosos cineastas (como los aragoneses Eugenio Monesma, Alejo Lorén, Antonio Artero, Paula Ortiz e Ignacio Lasierra, entre otros) que rodaron por sierras, llanuras, estepas, masas de agua y desierto, mucho desierto. Un área, esto es, con un clima semidesértico. Como apenas llueve, sufre sequías crónicas, de ahí que se llame el desierto de los Monegros. A pesar del clima, tiene mucha cosecha (de arroz, de cebada, de panizo, de alfalfa) y, en consecuencia, hay también muchos mosquitos. Y grandotes. Que se lo digan a los equipos artísticos y técnicos que vinieron a filmar por este paisaje: los picotazos estaban a la orden del día. Repelente va, repelente viene. Pero más que los picotazos de los mosquitos, por el amor de dios, la guerra civil dejó su huella en estas tierras. La sierra de Alcubierre, al sur de la comarca entre las provincias de Zaragoza y Huesca, fue línea divisoria entre los frentes nacional y republicano durante el conflicto bélico, dando lugar a uno de los episodios más largos y dramáticos de la contienda: el frente de Aragón. Numerosos camarógrafos de ambos bandos no pararon de filmar, como nuestros paisanos Luis Germán y Francisco Centol, que luego serían habituales del ‘No-Do’ franquista.

  El libro de Darío Villagrasa, empedernido cinéfilo y también político, refleja alrededor de cien títulos audiovisuales grabados en este territorio que cuenta con treinta municipios, cincuenta núcleos habitados y apenas veinte mil habitantes, desde el documental de guerra hasta los dramas y los folletines, las comedias y las aventuras, los wésterns y las ‘road movies’, el cine erótico y el más experimental, con productos genuinamente españoles y también coproducciones internacionales, impulsadas por el régimen franquista con el objeto de vender una modernidad que era inexistente. Las películas se suceden: ‘Pasión bajo el sol’ (Antonio Isasi-Isasmendi, 1956), ‘Las manos sucias’ (José Antonio de la Loma, 1957), ‘El ataque de los kurdos’ (Franz Gotlieb, 1965), ‘Oklahoma John’ (Jaime Jesús Balcázar, 1965), ‘Un dólar de fuego’ (Nick Nostro, 1965), ‘Oeste Nevada Joe’ (Ignacio Iquino, 1965), ‘Misión arenas ardientes’ (Alfonso Brescia, 1966), ‘Cinco pistolas de Texas’ (Juan Xiol Marchal, 1966), ‘La venganza de Clark Harrison’ (José Luis Madrid, 1966), ‘Texas Kid’ (Lesley Selander, 1966), ‘El yankee’ (Tinto Brass, 1966), ‘Odio por odio’ (Domenico Paolella, 1967), ‘Mañana será otro día’ (Jaime Camino, 1967), ‘Los profesionales de la muerte’ (Fernando Cicero, 1969), ‘La diligencia de los condenados’ (Juan Bosch, 1970), ‘Una cuerda al amanecer’ (Manuel Esteba, 1972), ‘Jamón, jamón’ (Bigas Luna, 1992), ‘La marcha verde’ (José Luis García Sánchez, 2001), ‘El mundo alrededor’ (Álex Calvo-Sotelo, 2006)…

  Y de Darío Villagrasa a Eduardo Fuembuena, escritor y cineasta zaragozano que ha publicado el libro autoeditado ‘Lejos de aquí’, en el que desarrolla una etapa del cine español, retratando un nuevo fresco de la llamada “transición española”, con un protagonismo determinante en las personalidades del actor José Luis Manzano y del realizador marxista Eloy de la Iglesia (‘La otra alcoba’, ‘La criatura’, ‘Los placeres ocultos’, ‘El diputado’, ‘El sacerdote’, ‘Miedo a salir de noche’, ‘Navajeros’, ‘La mujer del ministro’, ‘El pico’, ‘La estanquera de Vallecas’), un cineasta audaz pero efectista, directo e inmediato, que abordaba temas como el sexo, la política, la delincuencia callejera, las drogas o el clero, acaso unas películas con más interés truculento que cinematográfico, del todo sensacionalistas y oportunistas. Entre la ficción histórica, el ensayo sociológico y el análisis fílmico, Fuembuena recrea las vidas de estos personajes y aporta luz y verdad a algunas mentiras oficiales de nuestra España. De la Iglesia hizo el cine que quiso con unos medios muy limitados mientras encontró apoyo en el ministerio de cultura, mostrando los claroscuros de una sociedad y denunciando la pervivencia del aparato franquista en todas las instituciones del país y la marginación sistemática a los jóvenes, a los más vulnerables. Por eso se le miró con lupa, siempre bajo sospecha. Los intereses creados, ya ven, en castrar su figura histórica desde los medios de comunicación masivos y comprados, repletos de lacayos y perras de tocador. Y por la academia, en particular las universidades. El título ‘Lejos de aquí’ está sacado de la canción de Antonio Flores contenida en su emblemática y disparatada película ‘Colegas’ (1982), que define toda una generación. O varias.

  El cinéfilo zaragozano Alfredo Moreno Agudo debuta en la novela con ‘Cartago cinema’ (Mira Editores), una elaborada intriga detectivesca dividida en capítulos titulados como una película que habla del cine dentro del cine, y vincula Aragón a un relato que tiene Hollywood como epicentro. En la línea del tratamiento literario que el universo fílmico ha recibido en la obra de autores como David Thomson, Norman Mailer, Garson Kanin, Gore Vidal, Nathanael West, Scott Fitzgerald o Gómez de la Serna, en el libro se dan la mano la memoria y la historia, las artes y las letras. Es Alfredo Moreno, precisamente, uno de los que participan en el volumen ‘Méliès’ (Libros del Innombrable), uno de los pioneros del arte cinematográfico, con ilustraciones de Juan Luis Borra. Escriben, además, Raúl Herrero (prologuista), Bruno Marcos, Alberto Ruiz de Samaniego, Jesús Pascual Molina, Silvia Rins, Carlos Barbarito, Aldo Alcota, Laia López Manrique, Tomás Fernández, Diego Civilotti, Antonio Fernández Molina e Iván Humanes, entre otros. También ha publicado Moreno -¡este chico no para!- el volumen titulado ‘Hermosas mentiras’, que lleva como subtítulo el revelador ‘Tópicos y clichés en el cine’, un libro que nos enfrenta a la realidad de que un filme nunca es banal, aunque lo parezca.

  La editorial Libros del Innombrable, con Raúl Herrero al frente, tampoco para, como vemos, y ha publicado igualmente ‘Bergman’, con ocasión de los cien años del nacimiento del gran cineasta sueco del título. Una obra escrita por Jörn Donner, amigo de fatigas de Ingmar Bergman, y traducida por Francisco Uriz, que define los aspectos sociales e históricos de la Suecia que vivió el maestro. Un libro extraño y desconcertante, la verdad, pero que despierta el interés de quien ya conozca su universo creativo, porque el cineasta se esmera en cimentar un discurso propio basado en su particular visión del mundo y de las personas, que evidencia pesimismo y dolor. A través de su mirada, descubrimos el hundimiento de las relaciones humanas y gracias al empeño, esmero y la depurada técnica de su obra, la filmografía de Bergman se inmiscuye profundamente en la vida y el carácter de la sociedad sueca. Pero nunca se limita a querer mostrar una radiografía de su país. Todo lo contrario. Utiliza las costumbres y cultura de su tierra para llevar a cabo un discurso universalista que trasciende el tiempo y el lugar. Bergman, en su empeño por no quedarse en lo evidente, apuesta por explorar lo imposible. La lucha constante entre la vida y la muerte, su obsesiva duda acerca de la existencia de dios y la desesperación que provoca en el ser humano el silencio por respuesta a esta cuestión marcan las pautas de una propuesta creativa profunda e inteligente. El libro de Jörn Donner, repleto de anécdotas, no es una biografía al uso, sino una exploración por los caminos menos trillados de la existencia.

  Como aquella anécdota que cuenta Peter Bogdanovich en un libro sobre John Ford, cuando rodaba este cineasta en Monument Valley el que iba a ser su último wéstern, y su penúltima película, ‘Cheyenne autumn’, por estos pagos bautizada como ‘El gran combate’. Carroll Baker, su actriz protagonista, le comentó al director que le gustaría llevar el pelo recogido como las películas de Bergman. El viejo Ford, mordisqueando como de costumbre un pañuelo, murmuró: “¿Ingrid?”. No, corrigió la Baker, Ingmar, el cineasta sueco. Ford movió cachazudamente la cabeza y una media sonrisa de truhán irlandés iluminó su rostro: “¡Ah, sí, el tipo ese que dice que soy el mejor director del mundo!”. Y era verdad, porque si el cine del maestro sueco debe mucho a su agitada vida personal y a su devoción por el teatro, con especial influencia de Ibsen o Strindberg, cinematográficamente siempre proclamó su filiación y admiración fordianas.

  Mucho menos interés ofrece ‘Oficio y memoria de un fotógrafo zaragozano’, editado por Fico Ruiz para la institución Fernando el Católico, pretenciosa e inane autobiografía de Julio Sánchez Millán, que habla de su hermano Alberto (cineasta amateur y cinéfilo de la mejor especie, pintor y gastrónomo, que llevó las riendas del mítico cineclub Gandaya y fue miembro del festival de cine de Huesca) y de la fotografía en Aragón, con especial hincapié en Marín Chivite –el que fotografió a Ava Gardner en la plaza de toros de la Misericordia- o en Pedro Avellaned (también cineasta amateur), durante la época franquista y de la transición. En el libro aparecen numerosos retratos realizados por él, entre ellos el de Alfredo Castellón, ese escritor y pionero realizador televisivo de espacios dramáticos (‘Novela’, ‘Primera fila’, ‘Estudio 1’, ‘Teatro’) que dirigió los largometrajes ‘Platero y yo’ (1964), sobre la obra homónima de Juan Ramón Jiménez, y ‘Las gallinas de Cervantes’ (1982), según el cuento de Ramón José Sender.

   En ‘El lector incorregible’ (Xordica), conjunto de artículos aparecidos en el suplemento de las artes y las letras del periódico decano de Aragón, el zaragozano de pro José Luis Melero también recuerda a Alfredo Castellón, y lo hace como un tipo que “no supo promocionarse”, que nunca tuvo suerte “con los repartidores de credenciales”, hasta el día de su entierro en Torrero, al que solo acudieron veintidós personas, entre amigos y familiares. “Y pensé”, escribe Melero, “que al bueno d Alfredo nunca se le hizo justicia, ni en la vida ni en la muerte”. Otra de las reseñas (más de cien) está dedicada a Germán Redondo, el payaso augusto de los Oppelli, familiar suyo y colaborador de ‘El pollo urbano’ (al que pueden seguir en su sección circense), que trabajó con numerosas figuras españolas del cine y el teatro. O una sobre el rodaje de un capítulo de la serie ‘¿Qué fue de Jorge Sanz?’, dirigida por David Trueba, en la que Melero interpreta a un antiguo compañero de colegio del protagonista. U otra reseña en la que habla de que ciertos intelectuales suelen preferir los dramas a las comedias (“por supuesto eligen a Lars Von Trier o Michael Haneke antes que a Howard Hawks o Preston Sturges”) porque, al parecer, la risa es plebeya. O esa otra en que se despide del cine Elíseos: “Cuando en las ciudades desaparecen el pequeño comercio tradicional, sus viejos bares y tabernas, sus librerías o sus cines históricos, un poco de nuestra vidas se va con ellos para siempre y la ciudad pierde sabor, poso, identidad, y se convierte en un palimpsesto apenas reconocible”. ¡Ay!

  Del cine Elíseos también escribe el profesor zaragozano de literatura José Ignacio de Diego en ‘No pidas solo un deseo’ (Mira), una turbadora novela sobre esta emblemática (y esférica) sala clausurada en 2014, tras setenta años proyectando filmes de todos los géneros, especializándose durante un tiempo en el cine “de arte y ensayo”. La novela es una elegía y el llanto por los espacios desaparecidos, la historia de un hombre maduro y desengañado que intenta escribir un guion y es proyeccionista, en una prosa radiante, poderosa, que recuerda la de Sánchez Ferlosio, siempre merodeando en los pasos subterráneos que comunican sueño y vida.

  El cineasta oscense Carlos Saura no para a sus ochenta y muchos años. Acaso porque su apellido es de origen árabe y significa “revolución”, una máxima que siempre ha intentado llevar a sus obras: en un mundo frívolo y banal, a Saura solo le interesan las historias de personajes exigentes. Recién estrenado su documental en torno al arquitecto Renzo Piano, y preparando un musical sobre México, ahora nos sorprende con dos libros: ‘Ausencias’ y ‘El Aragón de Saura’. El primero es una novela de la editorial Laborinto cuyo protagonista rescata una cámara que conserva un mensaje guardado por un detenido en un campo de concentración nazi para que algún día lo lea su hija desaparecida, y nos remite a su película ‘Elisa, vida mía’ (1977) o su libro homónimo correspondiente publicado en 2004. En palabras del catedrático salmantino Agustín Sánchez Vidal, “a través de un relato urdido a dos manos, Saura confronta palabras e imágenes para trazar la genealogía de su obra, la de un fotógrafo que se pasó al cine al sentir la necesidad imperiosa de contar historias”.

  En ‘El Aragón de Saura’ reúne fotografías y dibujos –y ‘fotosaurios’, como él dice: fotografías pintadas y dibujadas-, fruto de sus viajes por Aragón, e incluye asimismo algunas de las imágenes que tomó cuando realizó su “sinfonía” para la Expo 2008. Se trata del segundo libro de la colección ‘Luis Buñuel, cine y vanguardias’, que ya cuenta con la publicación de las fotos que Ramón Masats hizo al cineasta turolense en el rodaje de ‘Viridiana’, y en el que aparecen paisajes del Pirineo, las pajaritas de Ramón Acín, El Pilar y retratos de cabezudos, Calanda y los tambores. Los preámbulos vienen firmados por Luis Alegre, que titula su texto ‘Un ojo genial’, y por Sánchez Vidal, de título ‘Una sinfonía aragonesa’. Dos libros –‘Ausencias’ y ‘El Aragón de Saura’- que tratan la muerte, porque “lo único que queda de la vida es lo que se escribe, lo que se pinta, lo que se retrata…”.

  Como Francisco de Goya y Luis Buñuel no podían faltar, cuyas figuras sirven a la vez como emblema de identidad aragonesa y símbolo de genialidad sin límites, Francisco Javier Lázaro y Fernando Sanz, por una parte, catalogan en el libro ‘Goya en el audiovisual’ (Prensas Universitarias) más de doscientas obras entre ficciones, documentales, series, videoarte o proyectos inacabados. El subtítulo de este volumen dedicado al pintor fuendetodino es esclarecedor: ‘Aproximación a sus constantes narrativas y estéticas en el ámbito cinematográfico y televisivo’. Y por ahí aparecen cineastas que lo han tratado, cada uno a su modo, mejor o peor. A saber: Benito Perojo, Edgar Neville, Mario Camus, Nino Quevedo, José Ramón Larraz, Antonio Mercero, Carlos Saura, Bigas Luna, Milos Forman, Emilio Casanova…

  Por su parte, el barbastrense Mariano Gistaín firma un texto, de apenas cuarenta páginas, tan ligero como trabajado, sobre el realizador calandino y nos traslada a Calanda y Huesca, a las Hurdes y México, a Hollywood y París… Como el calatorense José Luis Gracia Mosteo, que también se refiere a Buñuel en su poemario ‘La pierna ortopédica de Rimbaud’ (Ayuntamiento de Salobreña), de ochenta páginas, un libro repartido equitativamente entre el infierno, el purgatorio y el cielo, y en el que, además de cineastas, aparecen escritores, científicos, filósofos, pintores, cantantes… ¡y hasta bibliófilos como José Luis Melero! ¡Aúpa el Huesca, lector incorregible!

  Y termino, ¡al fin!, con el zaragozano Francisco Javier Millán. Su libro ‘Galaxia Lucas’ es una guía muy completa, y no muy bien escrita, dedicada al trabajo cinematográfico de George Lucas en general y a su universo de ‘Star wars’ en general, desde los rodajes de la saga, la escritura de guiones o las obras no oficiales. A mi modo de ver, el espectáculo de estas guerras galácticas ha degenerado en un serial tan calculado y fofo que aburre a morir. Como el propio libro. Pero recuerden, más allá de la fuerza: “Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana”…

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