La mirada de la medusa (o Buñuel visto por Carlos Fuentes)


Por Carlos Calvo

  El problema es dónde y hasta cómo mirar. Y acertar a ver algo. Ya sea la muerte o la luz, tan contradictorias. Lo relevante es el cuestionamiento radical de la propia mirada. Aceptar los patrones clásicos de reconocimiento de una obra maestra se antoja improcedente.

     La mirada dota de sentido, pero… ¿dónde mirar cuando nada alrededor lo tiene? Y ahí es donde Carlos Fuentes completa una propuesta muy por encima incluso del propio Buñuel, ese “burgués con cuerpo de campesino y máscara de intelectual”.

  El autor de ‘Belle de jour’ es, para Fuentes, un cineasta tan imprevisible como absorbente. Tan surrealista como irresistible. Pero, sobre todo, único en su capacidad para abrir interrogantes en el centro mismo de un absurdo con el aspecto del más inaudito de los vacíos. Tan inverosímil que solo puede ser cierto. Tan real que parece ficción. Su cine, muchas veces, discurre en la parte de atrás de la pantalla, en el conjunto de excusas que siempre nos acompañan. Su cine, en fin, tiene la capacidad de aniquilar a quien se atreve a mirar, como lo hace una medusa. Así es el cine de Buñuel. Invita a entrar en los vericuetos de la realidad, a través de una mirada que está subliminalmente enlazada, como si tratara de un hilo eléctrico.

  Vemos lo que deseamos ver o, mejor, lo que nos podemos permitir ver para no sentirnos desplazados. Ese es el universo tan contradictorio de Buñuel (1900-1983). Esa es la mirada de la medusa de Carlos Fuentes (1928-2012). Y bajo el título de, en efecto, ‘Luis Buñuel o la mirada de la medusa’ (2018), el escritor mexicano trata de desentrañar el cine de su admirado calandino. Se trata de un ensayo inconcluso que descansaba en el archivo personal que Fuentes lega a la universidad estadounidense de Princeton y lo ha recuperado Javier Herrera Navarro, historiador del arte y uno de los grandes estudiosos del maestro aragonés, para la colección de la fundación Banco Santander.

  Pero Buñuel es, ante todo, un cineasta de referencias literarias, “no solo porque la mayoría de sus obras”, escribe Javier Herrera, “son adaptaciones (eso sí, muy personales) de obras de otros, sino, también, porque necesita de la colaboración de escritores en sus guiones y es, por encima de todo y desde siempre, un gran y curioso lector de obras literarias procedentes de cuatro culturas distintas (española, francesa, mexicana y estadounidense) y en las tres lenguas respectivas de España, Francia e Inglaterra”. De todas estas estrechas vinculaciones, continúa Herrera, “incluidos sus libros y lecturas cardinales de juventud, se hace eco Fuentes, en especial en lo que atañe a la literatura española, desde la picaresca, los heterodoxos y la mística”.

  Por origen y formación, Fuentes, como Buñuel, pertenece al mundo burgués dominante, pero, en palabras de Herrera, “con una conciencia crítica despiadada hacia ese mismo mundo para intentar humanizarlo a través de la cultura y del arte”. E incide en “la profunda influencia que ejerció sobre él tanto en su filosofía de vida y comportamientos como en su estética en general o en su concepción del cine en particular”. Su profundo e incontestable conocimiento del arte buñueliano empieza a reflejarlo en 1966 con el artículo titulado ‘La libertad insuficiente’, publicado en ‘¡Siempre!’, y supone el germen de este ensayo inconcluso. Un año después, Fuentes contribuye decisivamente a la concesión del león de oro del festival de Venecia por ‘Belle de jour’, la película que guarda más íntima relación con el ensayo.

  Carlos Fuentes, uno de los máximos representantes del llamado ‘boom’, da voz a este pionero del cine español y uno de los directores más universales y trascendentes, que influye en su cosmología visual y narrativa en el imaginario de escritores como García Márquez, Rodríguez Monegal, Vargas Llosa, Octavio Paz, Cortázar, Rulfo, Gironella, Carpentier, Mutis o Donoso. Los fogonazos de su cine se advierten en varias de sus novelas y cuentos. Al mismo tiempo, la influencia de Sade y la religión, o la presencia de la trinidad hispánica –don Quijote, don Juan, la Celestina- en el ideario iberoamericano, enhebran un texto que disecciona el universo del autor de ‘Subida al cielo’ mezclado con el de Velázquez, el de Galdós, el de García Lorca, el de Valle-Inclán, el de Fabre, el de Marx, el de Darwin o el de Freud.

  Curiosamente, Sigmund Freud publica en 1922 un texto titulado ‘La cabeza de medusa’ en el que escribe que el temor a la medusa es un temor a la castración relacionada con la vista de algo, pero para Fuentes la medusa es la serpiente que protege el árbol del paraíso y, por tanto, sitúa el mito en la tradición judeocristiana y se aleja de Freud. El título, recuerda el estudioso Roman Gubern, es vagamente recuperado por Fuentes para su novela ‘La cabeza de la hidra’ (1978), y adaptada al cine tres años después por el mexicano Paul Leduc.

  A través de una serie de encuentros y unas cartas cruzadas entre los dos, entre 1966 y 1972 (el volumen reúne quince inéditas), el libro muestra la capacidad visionaria de Luis Buñuel para anticipar los sucesos de mayo del 68. Carlos Fuentes ve en el autor de ‘La ilusión viaja en tranvía’ a un profeta, a alguien que predice acontecimientos. “¡Ah, cabronas antenas buñuelianas!”, exclama el escritor nacido en Panamá y con nacionalidad mexicana cuando vive en París los sucesos revolucionarios. Y Fuentes busca la manera de penetrar el rostro rudo pero escurridizo del turolense. Todo empieza cuando el escritor es crítico de cine en un diario azteca y ve ‘Los olvidados’. Un flechazo que va acrecentándose hasta producirse un encuentro en París, en 1966, con el estreno de su película ‘La edad de oro’, producida en 1930 y prohibida hasta entonces. A partir de ahí, el mexicano se convierte en uno de los más íntimos camaradas del realizador aragonés. Y sigue sus pasos. Por México. Por París. Por España. Por Venecia. Y todo, ay, para un libro que no llega a concluir.

  Carlos Fuentes destaca las referencias literarias y pictóricas (sin olvidar las mitológicas y las sociológicas y las filosóficas y las musicales y las históricas), y llama su atención su predilección por Velázquez y ‘Las meninas’. Así, los mendigos de ‘Viridiana’, en cuanto a Cristo y los apóstoles, son análogos a los enanos y payasos del pintor sevillano, un artista con el que el mismo Buñuel confiesa tener más puntos de contacto que con Goya, a quien considera un lugar común –por desconocimiento- de la crítica.

  Aunque a veces actuamos de manera irracional, los actos humanos suelen apoyarse en una red invisible tejida con ideas y valores. Y eso es lo que encontramos en ‘Luis Buñuel o la mirada de la medusa’. Un camino intelectual. Un esfuerzo por entender y poner a prueba las ideas de los más relevantes pensadores y visionarios liberales. Una reflexión sobre las influencias que han pulido la lente con la que Carlos Fuentes observa el acontecer del universo buñueliano. El escritor monta su obra como si fuera una película del cineasta, de manera implícita e insinuante. Y la estructura mediante fragmentos numerados que se relacionan a un lugar donde estaba Fuentes para tratar temas de carácter social –el racismo, la miseria, la prostitución, la pederastia, la delincuencia juvenil en los suburbios- que ‘bailan’ entre la política, la religión y el sexo.

  Fuentes plasma un relato de respeto, amistad y entusiasmo, a modo de estudio, de cuaderno de vivencias compartidas, de artefacto de admiración, por ese hombre que voltea los cánones. Que desacraliza. Que incomoda. Como una visión de los ciegos y la ceguera de la visión. El que ve y el que no ve. Como una medusa inocente que nos paraliza con la mirada intolerante de sus prohibiciones. La medusa que petrifica a los que la miran de frente. O esa sangre que baña los muslos de la institutriz que interpreta Leonor Llausás en ‘Ensayo de un crimen’.

  Siempre me ha llamado la atención la importancia que le da el realizador de ‘Nazarín’ a los sistemas que permiten interpretar la realidad. Su casi envidia a los creyentes viene de esta urgencia. Él, agnóstico, a falta de fe tiene que labrarse un horizonte interpretativo con ideas. Toda la vida lucha Buñuel por buscar algo en qué creer que insufle vigor, un proyecto que mejore y enriquezca la vida. El cine ha cumplido esa función, sin duda, pero también las ideas. Sus películas han sido y son eso, reflexiones sobre sus propios marcos intelectuales. Sin ideas, claro, la vida se empobrece.

  Existe una complicidad mutua a la hora de entender el mundo. Por eso Buñuel, puro cineasta literario, quiere adaptar a Juan Rulfo, igual que lo intenta con ‘Hura’, de Fuentes, cuentos de Cortázar como ‘Las ménades’, novelas de Donoso (‘El lugar sin límites’, que llevará a la gran pantalla Arturo Ripstein) y el Vargas Llosa de ‘La ciudad y los perros’, que adaptará al cine Francisco Lombardi. Y a la inversa: García Márquez lo tienta para que transforme en imágenes algunos de sus guiones antes de la explosión atómica que supone ‘Cien años de soledad’. Y hasta quiere hacer ‘Los pasos perdidos’ de Alejo Carpentier, pero Tyrone Power le gana los derechos. Para el aragonés, Carpentier es el máximo escritor vivo de la lengua castellana.

  El libro, como dice Gubern en el prólogo, “ilumina de manera deslumbrante tanto el imaginario del artista como el del escritor”. Carlos Fuentes, por ejemplo, confiesa que el autor de ‘Simón del desierto’ le  enseña una cualidad superior de la amistad: el silencio. “Al principio”, confiesa en ‘En esto creo’, “pensé que sus lagunas en el curso de una conversación generalmente muy animada eran una falla mía, un reproche de él. Llegué a saber que saber estar juntos sin decir nada era una forma superior de la amistad. Era respeto. Era reverencia. Era reflexión opuesta al mero parloteo”. Con el tiempo, si nos fijamos bien, a su guionista de cabecera, Jean-Claude Carrière, le pasa lo mismo.

  La sonrisa de Buñuel siempre tiene en el escepticismo y en una permanente ironía de fondo su origen y su destino. A Fuentes le confiesa que “soy un novelista frustrado que terminó en director de cine”. O que “dirigir me fatiga enormemente” con ese trato tan agotador con electricistas, actores, fotógrafos, maquilladores. O que su ideal hubiera sido encerrarse a escribir como un monje. “Pero no tengo ningún talento. Ni siquiera para escribir cartas”. El gran Max Aub lo decía muy bien: “Un escritor que halló en el cine su manera de expresarse y se puso a escribir sustituyendo la pluma por la cámara”.

  En el texto, ahora recuperado, Buñuel se autorretrata y nos muestra sus máscaras. Y se muestra el mismo rebelde de siempre, el mismo que había asaltado los cuarteles surrealistas en 1929 con ‘Un perro andaluz’. Fuentes apunta todo lo que le dice el autor de ‘El ángel exterminador’ y se convierte en notario de su mundo. Eso es lo que hace que nos encontremos en las páginas del ensayo la receta del ‘buñueloni’, el cóctel de ginebra, carpano y Martini con el que el cineasta sabe sorprender a quienes lo visitan en su residencia mexicana.

  También nos encontramos con el Buñuel coleccionista de armas. O con su aborrecimiento de los que buscan símbolos en su cine, en realidad nuevas asociaciones y nuevas ubicaciones. O con su erotismo casto (“y castizo”, puntualiza Fuentes), que “erotismo sin religión es como manjar sin sal”. O con su lectura del marqués de Sade, un descubrimiento que es “algo así como el espejo crítico del mundo en el que crecí, la España de principios de siglo y la Europa de la posguerra del 14-18”.

  A Fuentes le interesa el cine, y da prueba de ello en su novela ‘Zona sagrada’, publicada en 1967, que narra la vida del hijo de una actriz cinematográfica que no llega a tener personalidad propia, además de su trabajo como guionista. O ‘En esto creo’, texto de 2002 en el que Fuentes dedica al realizador de ‘Él’ un capítulo entero junto a Faulkner, Kafka, Balzac y Shakespeare. O en ‘Los años de Laura’, donde aparece el propio Buñuel como personaje. O en un fragmento de su libro ‘Tiempo mexicano’, publicado en 1971. También es crítico suyo cuando se esconde tras el seudónimo de Fósforo II en las páginas de diversas revistas. O ese proyecto de adaptar, a finales de 1966, su novela ‘La muerte de Artemio Cruz’, que no cuaja.

  El escritor mexicano, igualmente, intenta adaptar para Buñuel la novela de Malcolm Lowry ‘Bajo el volcán’, pero el proyecto tampoco llega a cuajar, y finalmente dirigirá una versión John Huston en 1984. A Fuentes, dotado de una gran habilidad para meterse en todas partes, en especial donde no le llaman, le subyuga la capacidad visionaria del maestro calandino y llega a afirmar que sus filmes tienen una segunda –y múltiple- capa, la del deseo, ausente de la pantalla, cuya composición queda en la imaginación de cada espectador.

  La muerte, como la luz, es contradictoria. La primera da sentido a la vida y, qué cosas, acaba con ella. La segunda, partícula y onda a la vez, hace posible que veamos lo que vemos ocultando lo demás. Siempre Buñuel. Siempre la mirada de la medusa, que petrifica a los que miran de frente y no a los que la miran de soslayo o indirectamente. Siempre atrapado –y atrapados- en su más luminosa, oscura e íntima contradicción.

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