La elaborada juglaresca de Luis Felipe Alegre


Por Carlos Calvo

   La síntesis entre rebeldía y disciplina es un cóctel efectivo para la resistencia ante lo adverso o lo injusto. Y, llevado con humor, puede funcionar como ariete narrativo de la pura incertidumbre. Es lo que el zaragozano Luis Felipe Alegre, ese maestro de la expresión oral, ese recreador de poesías, hace en su libro ‘Juglaresca’ (Gara Edizions, 2016), aunque no sepa, maldita sea, lo que debe ser un juglar.

     Bastante tiene con hacer bien lo que sabe hacer bien. Que la palabra hablada, cual es el caso de la recitación poética, pide movimiento y acciones, en sus simbologías o en sus abstracciones. “El juglar”, afirma el autor, “transmite la emoción en vibración”. Su personalidad, añade, es “de una juglaresca de a diario, que se encuentra en bibliotecas, bares, salones o plazas, más que en teatros”.

  ‘Juglaresca’ respira en esa consciencia bastarda que se niega a renunciar a lo extraño, a lo ajeno, a lo no planeado. Es simple, puro y radical viaje, porque Luis Felipe Alegre propone una desobediencia tambaleante. Porque cruza dibujos propios sobre reflexiones sobre estética, arte, música, el cuerpo humano y las distintas formas de resistir a lo crudo del mundo. Un reflejo de cómo la cultura puede afinar la mirada. Una forma de explicar, de explicarse, de descifrar y descifrarse. Una búsqueda sin equilibrio. Un no aceptar que la vida decida por nosotros. Un compromiso. Una denuncia. Una protesta. Un rechazo de la soledad y el dolor que imponen la mecánica desaforada del poder.

  Tras un verso de Manuel Machado sobre el olvido y la memoria, el libro de Luis Felipe Alegre se inicia con un prefacio del propio autor y en él divaga del oficio de juglar, “incalculablemente arriesgado, de temporadas altas y bajas, de nuevos tiempos que no tienen temporada”. Y nos acerca a la esencia de esas noches de juglares en el parque Delicias. Y reivindica la inquietud de conocer, aunque su actividad requiera de exposición pública. “No es”, explica bien el rapsoda, “un libro de ficción, sino de recopilación. Recorre veintidós años de aconteceres culturales en un parque. Un libro con muchos nombres, catálogo de géneros y álbum fotográfico”.

  Llevando un paso más allá su filosofía de romper el elitismo que rodea a la poesía, Luis Felipe enseña a jugar a niños y adultos con los versos, para que vean el poema como algo a su alcance, fuera de lo que es la métrica, el ritmo y cuestiones formales, con enfoque en las emociones y en expresar sentimientos. Esto es, sus declamaciones de sentimientos contrariados, de amor y comprensión, las ha ido haciendo en lugares tan queridos -y míticos- en Zaragoza como La Campana de los Perdidos, Casa Lac, La Pequeña Europa, La Caja de los Hilos, Sopa de Letras… Y no pueden faltar, claro, sus compañeros de fatigas, divertidos siempre, melancólicos a veces, sangrantes y ácidos con frecuencia. Todo forma un pozo de la picaresca costumbrista y, al mismo tiempo, sofisticada, salpicada de guiños y de confrontación con el poder. Es la cultura de la seducción y el engaño. Es la cultura de la palabra y del honor y el sacrificio. Sobrevivir a toda costa sin perder la dignidad, un poco al estilo de Darío Fo y Franca Rame.

  El listado es amplio y fatigoso, pero nobleza obliga: Martín Ortiz, Franklin Caicedo, David Giménez, David Wapner, Manuel Martínez Forega, Alberto Pérez, Vicente Cortés, Amalia Berdejo, Jordi Pinar, Mauricio Aznar, Santiago Meléndez, Gabriel Caballero, Iñaqui Juárez, Jesús Arbués, Kike Lera, Nancy Monrejón, Franco Deterioro, Helena Millán, Marta Valdés, Iñaqui Fernández, Daniel Rabanaque, Ariel Prat, Vicente Llorente, Carlos Malicia, Madany Andino, Paco Cuenca, Adolfo Osta, Riki López, José Luis Esteban, Sergio Algora, Pedro Rebollo, Jaime Ocaña, Ana Padovani, Karlos Herrero, Carla Giampaolo, Julia León, Pacho Centeno, Eugenio Arnao, Joaquín Carbonell, Marga Escudero, Elisa Serna, Elena y Quique Artiach…

  Todos ellos, y alguno que me dejo -la cifra se acerca a casi los doscientos-, han participado, en algún momento, esos jueves de junio en las noches juglarescas del parque Delicias, con veinte años de singladura cultural ininterrumpida. Unas sesiones que incluyen poetas intimistas, malabaristas de la pista o cantautores del alma, ya sean figuras locales, nacionales e internacionales. Esta historia del ciclo, decía, se recoge en el libro de Luis Felipe Alegre, quien engrandece la actividad y revela numerosos datos de la vida cultural zaragozana de un tiempo a esta parte.

  Pareciera como si Luis Felipe Alegre, en sus facetas de actor, director teatral, músico, periodista o escritor, hubiera decidido ejemplificar librescamente los viejos versos de León Felipe para mostrarnos que, en efecto, desde la más temprana infancia nos adormecen con cuentos. Y lo hace poniendo las prendas del revés, es decir, transformando viejos y célebres relatos en exhibiciones de las costuras mal hiladas de la trama que nos contiene socialmente. Su volumen nos sumerge en un complejo y a la vez fluido universo, proponiendo una estructura de varias lecturas. Ya sabemos que cuando un viaje está cerrado no es viaje.

  Viajar es, acaso necesariamente, una suerte de abandono del camino. Empeñado en reinventarse a cada paso, en cada esquina, su libro básicamente es eso: un esfuerzo entregado a la nutritiva tarea de dejar que todo lo impredecible, lo no planeado, se incorpore a la piel misma de su trabajo. Importa el momento preciso en el que los mapas se desvanecen y las cartografías saltan por los aires. Lo único que tiene claro es que su trabajo -de juglar, de actor, de director, de músico, de escritor- es distinto. Y el resultado es una obra que vibra en cada página –“transmite la emoción en vibración”, recuerden-, siempre tan pendiente de lo que busca como del lugar del que huye.

  Donde es evidente el choque de tradición y modernidad se genera mucha poética. La poética de la vida. La poética de la muerte. O de la fe. O del mito como constructor de realidades. Estas son las constantes en el universo juglaresco de Luis Felipe Alegre. De hecho, un país sin mitos se muere. Hay relatos lineales y hay geometrías espirituales, más plásticas, que invitan a cierto extrañamiento. El desafío es dar con el eco de otro sitio. Ser consciente de que detrás de cada roca hay algo y de que todo responde a una inteligencia detrás de las cosas. La fe, al fin y al cabo, es que se intuya ese mundo sutil agazapado en lo evidente.

  Luis Felipe es feliz con unas plantas y unos amigos, siente la alegría de la vida y enseña a sus seguidores que ningún dios dio inicio al universo. De existir ese dios, demonios, no se acuerda para nada de nosotros. Incluso en su nombre se degüella a los inocentes. No hagamos planes, pues. No nos dejemos llevar por las falsas certezas del futuro que marcan las páginas del calendario. Casi todos depositamos una fe ciega en lo nuevo sin reparar que pronto se convertirá en viejo. No hay nada más efímero que la novedad. Nada más pasajero que la ilusión. Nada más volátil que la fe en soluciones mágicas. Pero hagamos un poco de historia.

  El autor de ‘Juglaresca’ comienza a dar recitales en 1971 y dos años más tarde forma El Silbo Vulnerado, conjunto de actores y músicos que trabajan la poesía en escena, “un grupo donde se aprende y se enseña a la vez”. Memoriza, estudia e interpreta a autores de todos los tiempos, como a ese Borges que se imaginaba el paraíso como algún tipo de biblioteca: Quevedo, Cervantes, García Lorca, Bécquer, Clara Janés, Leopoldo María Panero, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Jorge Manrique, Juan Gelman, Nicolás Guillén, Miguel Hernández, Blas de Otero, Agustín García Calvo, Ángel Guinda, Ramón Irigoyen, Rosendo Tello, Nicanor Parra, Bauman, Rubén Darío, Daniel Viglietti, Bob Dylan, Vicente Aleixandre, Gregorio Marañón, Sigmund Freud, Mario Benedetti, poetas hebreos, cubanos, bolivianos…

  Su “sueño de juglares”, por decirlo con Antón Castro, le ha llevado igualmente por un montón de territorios (Almagro, Sevilla, Córdoba, Madrid, Huesca, Salamanca, Jaén, Logroño, Cádiz, Castellón, Alicante, Burgos, Lugo, Argentina, Guinea Ecuatorial, Estados Unidos, Brasil, Venezuela, Croacia, Chile, Portugal, Cuba, Francia, Bolivia) y de gentes de las artes y las letras (Javier Barreiro, Carlos Grassa Toro, Jaume Arnella, Javier Tárraga, Carmen Orte, Héctor Grillo, Walter Santa Ana, Luis Carbonell, Dionisio Sánchez, Alberto Castilla, Tomás Martín, Dolos Miravete, Carina Resnisky, Raúl González Tuñón, Paco Rallo), al tiempo que publica relatos en libros colectivos (‘Rocío erótico’, ‘Los Borbones en pelota’) y prologa poemarios (‘La calle del agujero en la media’, ‘Todos bailan’).

  Los juglares, afirma Luis Felipe en el epílogo del libro, “no somos proveedores de productos”. Y añade: “Somos la farándula. Somos los mismos músicos que tañían en la edad media, los mismos saltimbanquis con los mismos zancos, nuestra voz es la misma. Cumplimos las mismas funciones: asentar el idioma, transmitir ideas, dar espectáculo. Algunos saben latín”. Con su lenguaje poético, pero a la vez picaresco y preciso, donde los objetos, sueños y esquinas que se disuelven en lo imaginado crean mundos paralelos a la realidad, Luis Felipe construye un universo onírico y perfila en verso su mejor radiografía intelectual para encontrar la fascinación por la palabra, el lenguaje y su silente expresión artística, porque el silencio no es lo contrario de la palabra, sino su guardián.

  Y esa acumulación de referencias -o, mejor, ese caudal cultural- le sirve al rapsoda para abordar sus más característicos temas: la necesidad de recordar -y en algún estratégico caso también olvidar- el pasado histórico, los atributos filosóficos del lenguaje, la idiosincrasia de los idiomas, el demoledor protagonismo de las utopías totalitarias, la amenaza ética del humanismo estético, el ocaso de los respetados ascendentes culturales o, por supuesto, la decisiva importancia de la música, la única realidad perceptible para el hombre que gobierna el tiempo.

   Luis Felipe Alegre, en última instancia, brinda en ‘Juglaresca’ por todos los que forman el cuerpo de infantería de la cultura, los obreros de las artes escénicas en todas sus acepciones, para quienes la profesionalidad tiene componentes de coherencia y amor al arte como compromisos primordiales. Salud, compañero.

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