Bauman y el rapsoda


Por Carlos Calvo

   Una de las personas que más ha difundido en Zaragoza las enseñanzas del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, ahora fallecido a los noventa y un años, ha sido el rapsoda Luis Felipe Alegre (ver reseña de su reciente libro, ‘Juglaresca’, en esta misma sección).

     En una suerte de prolongación de sus noches juglarescas, el zaragozano nos acercó todos los miércoles de 2013, en la taberna ‘Pequeña Europa’ de la calle Heroísmo, a las teorías de la ‘modernidad líquida’ de ese pensador crítico e inquisitivo, audaz e irónico, con esas formas de organización social en las que nada permanece, todo es transitorio y volátil, pasajero y temporal, donde, en efecto, todo lo sólido se desvanece en el aire, como ya dijeran Marx y su amigo Engels. Allí, junto a un puñado de fieles, Luis Felipe iba desgranando sus libros (‘Europa, una aventura inacabada’, ‘Ética posmoderna’, ‘Tiempos líquidos’, ‘Vida de consumo’, ‘La cultura como praxis’, ‘En búsqueda de la política’, ‘La sociedad individualizada’, ‘Socialismo, la utopía activa’, ‘Trabajo, consumismo y nuevos pobres’, ‘Consecuencias humanas de la globalización’, ‘Vidas desperdiciadas’, ‘Legisladores e intérpretes’), todo un azote de la banalidad dominante en el debate político.

  El adjetivo ‘líquido’ le sirve al filósofo para teorizar acerca del arte, del amor, del miedo, del holocausto, de la educación, de los valores, de los refugiados, de la pobreza, del desempleo, en clara contraposición con el mundo heredado de las democracias burguesas. Solo desde la observación empírica, explicaba Luis Felipe, surge el impulso teórico renovador del científico social que es capaz de mover el mundo a la reflexión, porque, además de analizar los cambios y problemas a los que nos enfrentamos como sociedad, apunta nuevos caminos para intentar modificar y mejorar las condiciones de vida de los individuos que la componen. El maestro Bauman sostiene que es la razón la que produce monstruos. Como Goya. Y define los tiempos actuales como una era de cambio y movimiento constantes, en los que el hombre está huérfano de referencias consistentes y los conceptos son más inestables que nunca. ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?, se pregunta en un pequeño ensayo sobre el tema de la desigualdad. Para dar respuesta a una sociedad en permanente riesgo, Bauman cita esta frase de Ralph Waldo Emerson: “Patinando sobre hielo fino, la seguridad está en la velocidad”.

  Bauman nos previene de la falsedad que supone confundir felicidad con retribución. La amistad y sus límites es otro de los motores de su ideario. Suelen sobrar dedos de la mano -o de la oreja, como diría Perich- para contar los amigos verdaderos que uno tiene. Parte de la vida de Bauman -como la de Luis Felipe- tiene que ver con su grupo de compadres. El pensador tiene tal fuerza visual que la metáfora acaba funcionando por sí sola, como concepto real. Y sabe descifrar bien el fervorín de lo que ve, su alcance y su porqué. Los tipos como Bauman no solo están ahí como faros de costa, sino que generan estímulos. Esto lo supo ver muy bien Luis Felipe Alegre en sus pequeños miércoles europeos del bar, el espacio más reducido y común. Vean esta lúcida reflexión: “Los grandes cambios de la historia nunca llegaron de los pobres de solemnidad, sino de la frustración de gentes con grandes expectativas que nunca llegaron”. O esta otra: “Hemos olvidado el amor, la amistad, los sentimientos, el trabajo bien hecho. Lo que se consume, lo que se compra, son solo sedantes morales para tranquilizar los escrúpulos éticos”. Bien tiradas, como las cañas de la Pequeña Europa.

  En esa taberna escuchamos a Luis Felipe, estirando a Bauman, que la comunicación fue ‘líquida’ desde el inicio de la historia -los juglares de la edad media difundían de palabra los acontecimientos de la época- hasta la aparición de la imprenta a mediados del siglo quince. Este inventó solidificó, por así decirlo, la comunicación hasta que la aparición de las nuevas e inteligentes tecnologías a finales del siglo veinte devolvió su liquidez. Hoy, de hecho, millones de ‘juglares’ explican en cada segundo lo que ocurre a su alrededor. Las redes, así, son una de las manifestaciones en el mundo de la comunicación de su concepto de la sociedad líquida y de todos sus corolarios.

  Nos quedamos sin una de esas voces que nos han guiado en muchas oscuridades y laberintos. Quizás su influencia mayor sea el habernos enseñado a mirar. La importancia de la mirada más allá de la vista. Humanismo revolucionario labrado con sensibilidad para comprender el dolor y denunciar la violencia. Lucidez para comprender de dónde viene esa luz que ilumina una parte de la realidad y deja en la penumbra a la otra. Bauman, en fin, se erige en el penúltimo superviviente de la ruta de la seda de las mejores ideas del siglo veinte y principios del siguiente. Un clarividente. Un avisador. Un sujeto atento, de los que no se dejan coger por sus propias trampas. Un hombre, una vida, un legado universal. Por su interés, reproduzco la reseña pollera publicada hace cuatro años en relación a esas pequeñas noches europeas que nos regalaba Luis Felipe Alegre y de las que tanto aprendimos. Y tanto nos divirtieron. Esto es, aprender divirtiéndote. 

  Nadie puede dudar de que España es un país de bares, de tabernas, en los que se sueña, se disfruta, se quiere y se sufre, se participa y, sobre todo, se comparte y se vive. Bien lo sabe Luis Felipe Alegre, que, de un tiempo a esta parte, nos ilustra las noches de los miércoles en su búnker soñado, esa “pequeña Europa” regentada por la artista multidisciplinar germana Ginevra Godin, un viaje donde el azar, la aventura, el amor, la política, los cambios sociales, la historia, la política, la tradición oral, las viejas genealogías, son los territorios abonados por el rapsoda. Y Luis Felipe reflexiona sobre lo publicado, mueve versos, prosas, se compromete con los personajes, se lanza a proponer finales distintos con la complicidad de los asistentes, siempre fieles, la fiel infantería, caballeros enamorados, pacientes o atribulados, damas apasionadas, atrevidas o escurridizas, desafiantes ante lo establecido, que esperan su oportunidad. Sí, los bares, las tabernas, esos locales que han sido en muchos lugares uno de los pocos espacios donde relacionarse, donde quedar, charlar, escribir, enamorar, soñar, conspirar. Sí, esos lugares que habitan en nuestra memoria y que se solidifican construyendo un monumento casi granítico de pasajes importantes de nuestras vidas. Bares a los que seguimos acudiendo para seguir con nuestros rituales mañaneros, de tarde o de noche, acaso para que no se cierren muchos amores, muchos sueños, muchas conversaciones. 

  Me gusta la taberna ‘Pequeña Europa’ de Zaragoza, situada en pleno casco histórico, allá en la calle Heroísmo, a dos, tres pasos del mejor horno proustiano de esta ciudad inmortal. Es una ventana abierta al viejo continente, un espacio que también hace las veces de galería de arte y en cuyas paredes se han mostrado exposiciones de la propia Godin, de Manuel Barrio, de Paco Simón, de Alfonso Val Ortego, de Fernando Bayo, de Paloma Marina, de Cristina Beltrán, de Jesús Sanz. Para paladear, ¡uhm!, ofrece algunos caprichos gastronómicos del gusto tradicional que se sirven en las cervecerías típicas teutonas: la gran variedad de salchichas (gordas o delgadas), camembert frito, hummus en ensalada o tapa, tostada de queso scamorza, arenque con pepinillo agridulce o el bretzel.  Y todo regado con cervezas belgas, grappa o el agua de oro, un licor, ya saben, que incluye pan de oro.

  Me gusta tanto como el café ‘Gijón’ de Madrid, tan lejano, tan cercano, ese espacio del paseo Recoletos que con la lista de sus clientes ilustres se llenaría su aforo varias veces. No solo literatos, también actores, científicos, políticos, toreros y cantamañanas, de Canalejas a Cela, de Ramón y Cajal a Fernán Gómez, pasando por la tertuliana edad de plata, cuando coincidían allí Lorca, Poncela, Maeztu o Valle-Inclán, en mesas contiguas hasta que estuvieron en trincheras enfrentadas o en cunetas diferentes. 

  Nuestro rincón europeo, en efecto, es una muestra, aunque pequeña y de nuevo cuño, del matrimonio entre la literatura y la barra, algo que a Chesterton le permitía asegurar que la civilización nacía en las tabernas. Y Luis Felipe Alegre, cualquier noche de los miércoles europeos, se ve atraído por el primitivismo, la necesidad de volver a las raíces y recuperar la esencia. La esencia, también, de los ocasionales, de los perdidos, de los curiosos (Juan Domínguez Lasierra, Sergio Abraín, Paco Rallo, Emilio Casanova, Néstor Lizalde, Pilar Catalán), que vienen, tal vez, de algún evento de la mesa cuadrada y sus locos seguidores de las nuevas tecnologías en la creación artística, y se hacen partícipes, o tal vez no, del envoltorio, de una juglaría en proceso de extinción, como el lince ibérico o la foca monje.

  Habla Luis Felipe de poetas, de prosistas, de una intelectualidad escrita, de la libertad interior de las personas y exterior de los ciudadanos. Al rapsoda le gusta el poeta proteico, lleno de meandros, contradicciones y perplejidades, y pide a gritos una lectura libre de lugares comunes. El poeta que reconoce estar curado de espanto y se propone no escarmentar, crear vida expresándose con absoluta fatalidad y libertad. O la pretensión de decir la verdad, toda la verdad y parte de la mentira, porque poesía es palabra precisa, pero también imprevisible, y la ciencia del poeta no es otra que salirse por la tangente y colarse por la puerta precintada. Si, en efecto, toda poesía es de circunstancias, Luis Felipe se ocupa del hombre en una situación de lugar y tiempo determinada. Y determinante. 

  A veces, los escritos más importantes de un periodo se deciden en las décadas siguientes a su publicación. Las pequeñas noches europeas nos reflejan cómo ha cambiado nuestra relación con el mundo, nuestra idea de la realidad, desde que los medios de comunicación han obrado como prolongación de nuestros sentidos. Por supuesto, McLuhan y cómo somos atropellados por la realidad más incómoda, porque no hay espacio ni actividad fuera de la política, o lo afectado por esta, y mucho menos desde que las cámaras y los televisores hacen nuestros los problemas de todos. ¡El mundo entero está mirando!

  Incluso para introducirnos en el universo de Marshall MacLuhan, el teórico de los “mass-media”, Luis Felipe Alegre proyecta la escena de ‘Annie Hall’, casi otra pequeña historia de amor, dos días de trabajo para hacer de sí mismo en la cola del cine al que acuden Woody Allen y Diane Keaton, un papelito para el que el director de Brooklyn piensa en Buñuel o Fellini, quienes declinan la oferta porque les obliga a permanecer una semana en Nueva York, y en esos momentos se sienten muy europeos y no necesitan publicidad. La publicidad es la piel de la civilización actual. McLuhan llega a escribir que la mayor forma de arte del siglo XX hay que buscarla en la expresión publicitaria. No se puede relegar a los profesionales de la publicidad como si fueran las cenizas de la inteligencia. Parece absurdo desdeñar a quienes son capaces de resumir en un eslogan el subconsciente colectivo.

  Estamos, en cualquier caso, en un momento de gran cambio. Zygmunt Bauman afirma que el poder es invisible, nadie sabe dónde está. Ha desaparecido y se ha transformado en una forma de tristeza. Existe, pero en un punto invisible. Se ha perdido el arte de las relaciones sociales y hay que replantearse el concepto de felicidad. El hombre que ha bautizado este tiempo de incertidumbre como “modernidad líquida” repara en que se nos ha olvidado cómo alcanzarla, porque generamos una especie de sentido de la culpabilidad que nos lo impide. Y de ahí a profundizar en torno a la felicidad, la crisis económica, las redes sociales, la juventud. 

  La búsqueda de una vida mejor, para Bauman, es lo que nos ha sacado de las cuevas, un instinto natural y perfectamente comprensible, pero en el último medio siglo se ha llegado a pensar que es equivalente al aumento de consumo y eso es muy peligroso. Hemos olvidado el amor, la amistad, los sentimientos, el trabajo bien hecho. Acaso todo es más fácil en la vida virtual, pero hemos perdido, ay, el arte de las relaciones sociales y la amistad. El juglar, por su parte, sabe que la cultura es algo vivo, que va de lo micro a lo macro con la misma fluidez que debe ir de lo que forma parte del arraigo y el orden académico, hasta lo que es indagación, búsqueda y desorden conceptual. Tanto aporta a la cultura un éxito como un fracaso. En todo el ámbito de la cultura deberíamos estar abiertos a lo que se nos ofrece, no a la parafernalia y los condicionantes de la propaganda. El rango que se adquiera por el valor real, no por el supuesto. 

  ¿Quién da el certificado de éxito y fracaso? ¿Cuántas personalidades caben en un mismo ser humano? Sin necesidad de recurrir a casos objeto de estudio y tratamiento psiquiátricos, podemos decir que todos, de alguna manera, somos varias personas que se asoman al exterior según el momento, las circunstancias y las situaciones. Así, entre lo que somos, lo que creemos que somos y cómo dicen que somos, se abre un arco de posibilidades que conforma una imagen poliédrica y tal vez nunca definitiva. Este batiburrillo personal y social, con humor y meditación, lo expone Luis Felipe Alegre en sus noches europeas tabernarias, y muestra, al lado de Bauman, de Parra, de McLuhan, que el arte de la declamación es arte mayor. A sus capacidades escénicas suma la virtud de la madurez, de las palabras, de los dibujos, de los poemas visuales, de los objetos reales, pintados o proyectados.

  Adivina en sus maestros el formidable alegato del hombre ofendido ante el espectáculo de un mundo que nunca se porta bien con nosotros, el escéptico reproche a una sociedad emergente y acomodaticia, oportunista y deshumanizadora. Este juglar, moralista descreído, sereno desesperado, siempre tiene a mano un libro que le consuela, que nos consuela de los agravios de la realidad, y no cesa de comunicarnos que la lectura puede hacernos sentir dueños del tiempo y que ya solo por eso la pasión de leer debería ser considerada la más envidiable actividad a este lado del paraíso. 

  Entre miércoles nocturnos tabernarios y días sin día, la práctica de la cultura se nos revela como una boya que nos marca un punto de referencia para no naufragar. Debemos ir cien veces al día de la orilla hasta la boya para saber que sabemos nadar y guardar la hacienda. Debemos bucear alrededor de la boya para encontrar los pecios más profundos donde están los tesoros que explican de dónde venimos y hasta quiénes somos. Cada representación de Luis Felipe se consume en sí misma, es el abono orgánico de la siguiente actuación, del próximo montaje, de la siguiente generación. No tiene prisas, debe seguir su evolución, tomarse su tiempo. Por eso en nuestro navegar hay que colocar las suficientes boyas para tener referencias, para no perderse en el bosque de las urgencias, de la crisis, de la necesidad. Es muy mala la desmemoria. Tan nociva como la soberbia o la nostalgia. Como hace el rapsoda en esas noches europeas, debemos encontrar el acomodo de la creación artística para compartir sensaciones, emociones, experiencias.

  Como hace Nicanor Parra, que nace con el don de la palabra, es un planeta todo de palabras, capaz de plasmar sus versos mucho más allá del universo en blanco del folio, más allá de una cuartilla y una pluma, porque el recado de escribir puede ser una tabla de madera, la bandeja de cartón de una pastelería, un collage, una botella de naranjada o lo que él, versado hombre de ciencia, llama trabajos prácticos, donde los versos viajan en el futuro, o se remontan en el pasado, tan relativos ellos como la teoría de Einstein. 

  Rompiendo las costuras convencionales de la poesía y tejiendo con sobras e intuiciones retales de su contrario, los poetas, los juglares, son capaces en sus formas de llevar la palabra a los lugares más insospechados, de buscar vías por medio de las cuales hacen llegar la poesía a su principal destinatario: el hombre de la calle. Sus trabajos con la visualidad imitan fórmulas de la publicidad, de los grafitis callejeros, de los anuncios periodísticos. Nicanor Parra y Luis Felipe Alegre saben que todo vale con tal de producir el chispazo por medio del cual el ciudadano corriente activa la energía latente en el lenguaje, en las pocas palabras, en la frase hecha. Como un espíritu burlón e irreverente, el planteamiento es didáctico, divertido de recorrer, un, esto es, divertimento didáctico para los espectadores del rapsoda que se enfrenta a recitar bien los poemas.

  La palabra reivindica su espacio en la taberna ‘Pequeña Europa’. La palabra recoge cuentos y canciones de distintos puntos de la geografía mundial. La palabra ofrece un espectáculo de narración oral con altas dosis de juego, con música muchas veces, muchas otras con brujas viajeras, duendes traviesos y gatos cuenteros. La palabra nunca habla sola, siempre va acompañada de un cortejo de pasiones. Y la palabra de Luis Felipe no las suaviza, precisamente. No necesita salir de sus miércoles europeos para ver lo que hay de primitivo en la naturaleza humana. Se atreve a poner al desnudo las pasiones, sus lecturas, sus versos, en una confesión personal, reveladora y secreta. Conocimientos de arquetipos originarios y remotos. Los símbolos sangrantes que destellan en el fondo de la caverna escrita. Y versada.

  Un miércoles, cualquier miércoles, entró el juglar en su pequeña Europa y ya no pudo salir. Sintió, con sus palabras, el murmullo inmenso de la naturaleza humana, la expresión de una voz interna, intensa, un sonido átono que resuena en las entrañas del lugar. La trayectoria del rapsoda mantiene una tensión permanente con la expresión oral. La expresión oral de la ansiedad, de la búsqueda, de la literatura, de la crisis. Al fin y al cabo, todas las crisis empiezan probablemente en el mismo sitio: en la obligación de salir de ellas. Eso o morir.

  Algunos vemos cosas que antes no veíamos. Antes creíamos que, cuanto mejor informada estuviera la gente, más próspero y pacífico sería el mundo. Pero los poderosos siguen montando guerras, y sigue haciendo falta contarlas. Luis Felipe nos las cuenta, nos entretiene y alimenta. Y hacia las nueve de la noche, cualquier miércoles, comienza a percibirse la excitación en el aire, una forma de electricidad que empuja a los fieles, a la fiel infantería, hacia el pequeño rincón de Ginevra Godin marcado por Pedro Borgoñó, Isabel Gómez, Miguel Ángel Yus, Juanjo Lop, Miguel Mendo, Julio Donoso, Debora Quelle, Carmen Inchusta, Santiago Marquina, Claudia Parra, Irene Mombiela, Dionisio Sánchez, el que esto escribe…

  Si un día volviese la revolución me gustaría que nos pillase reunidos en una taberna, en la modernidad líquida de la pequeña Europa. Modernidad en la que todo relato se transforma en anécdota, y toda anécdota, a su vez, en síntoma de una enfermedad trascendente que nos afecta a todos, tan vieja como nuestro viejo continente, como la noche de los tiempos. Como decía Pascal, siempre morimos solos.

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