Lean a Chirbes

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Por Carlos Calvo

     El eco de una anciana alegría no tiene forma ni en la forma cabe. ¿Quién diría que Rafael Chirbes se fue, o que está muerto? Ya lo dice Juan Tallón, en su idea de que los escritores no mueren: “Cuando un escritor muere, si es que muere, regresa. Nunca se va. Es un rayo que no cesa, como si de un modo u otro siempre hubiese tormenta”.

   Las tormentas –según Bradbury- también somos nosotros y las que se aproximan llegan con el vértigo del rencor que nos profesamos las clases y los partidos. Después de todo, cuando la obra es lo único que queda de un autor, siempre refulge. El escritor, en efecto, nunca desaparece. Solo muere para decir que está aquí, con nosotros, presente, y que es hora, maldita sea, de releerlo.

    Sí, la muerte inesperada de Rafael Chirbes. ¿Y quién es ese tipo? Pues un novelista valenciano que ha narrado de la manera más bella, eficaz y profunda la grave crisis política de su sociedad, de la corrupción, de la burbuja inmobiliaria como piedra angular de la pérdida de toda noción ética. Ganador de varios premios, una de sus novelas más importantes, ‘Crematorio’, se convirtió hace unos pocos años en una serie televisiva que protagonizó el también fallecido José Sancho y que incidía en la barbarie inmobiliaria mafiosa. La militancia antifranquista ocupó buena parte de su juventud y esa militancia le sirvió años más tarde para convertirla en literatura.

     “Hay una generación, aquella que se forjó políticamente en la lucha antifranquista, cuya verdadera historia, jalonada de espejismos épicos y batallas inútiles, no se ha escrito aún. Para muchos de ellos, entre los que nunca se encontró Rafael Chirbes, la llegada de la democracia significó la entrada en el mandarinato cultural y el inicio de una vida impostada como demiurgos del nuevo régimen, esta vez socialista. Sin embargo, él, recién muerto a los 66 años como consecuencia de un fulminante cáncer de pulmón que le detectaron unos pocos días antes, fue siempre, a pesar del éxito que le sobrevino al final de su carrera, como los protagonistas de sus novelas, un incómodo superviviente que no quiso olvidar y encontró en la literatura la mejor forma de levantar acta de aquellos años en los que unos pocos quisieron cambiar a todo un país que se encontraba cómodo en la dictadura. Pero eso lo descubrieron muchos años después, cuando ya era demasiado tarde”.

    Estas precisas palabras de Fernando Palmero me llevan, indefectiblemente, a estas otras de Pablo Gutiérrez, para quien el elogio unánime, en un país de imbéciles, solo puede significar que el imbécil eres tú: “Chirbes no era un estilista. Su prosa era tan sencilla que parecía que la metáfora le daba vergüenza, no hay tropo, no hay musicalidad ni pretensiones poéticas en Chirbes. Tampoco era un constructor de grandes caracteres. Cuando el lector piensa en sus novelas tendrá dificultad para recordar el nombre de los personajes, quiénes eran, qué hacían. Las novelas de Chirbes devoraban a sus personajes, los borraban detrás de esa otra fantasmagoría de profesores de literatura, el personaje colectivo. Por ahí se abría la brecha de la crítica literaria, que sostenía varias razones en contra de Chirbes: esto es viejo, esto es simple realismo, estos personajes son arquetipos. Recuérdese el enfrentamiento entre Ignacio Echevarría y Muñoz Molina al respecto. El lector curioso buscará ahora el artículo de Muñoz Molina titulado ‘En folio y medio’, y confirmará que Rafael Reig acertó cuando expuso su teoría del canibalismo en la literatura española. Chirbes tuvo que hacerse mayor para recibir en España el aprecio que desde hacía años obtenía en otros países”.

    Y es que la muerte de Rafael Chirbes ha servido también para que algunos escritores hayan babeado elogios sin cuento en sus hipócritas y gratuitas adulaciones, cuando él detestaba la escritura que esconde imposturas a destajo, que abriga a quien escribe, que busca lecturas complacientes. Lean determinados artículos sobre él y se llenarán de vergüenza ajena. Auténticos depredadores de la ética –y no solo literaria- se erigen en defensores gallardos de la dignidad que Chirbes concedió siempre a las derrotas. El cinismo no tiene límites cuando se trata de robarle a la muerte hasta los sueños del vencido. Escribir es jugársela en cada frase, saber que al otro lado de lo que escribes solo hay un cuarto oscuro lleno de monstruos. Ya decía Molière (¿fue él?) que la hipocresía y el cinismo eran “el colmo de todas las maldades”.

    El autor valenciano, poco interesado por el mundo académico, disecciona con rigor los acontecimientos de nuestra historia más reciente y escribe en contra de las expectativas del lector, sin renuncias y sin hablar de sí mismo, sin mensajes complacientes ni optimismo sin causa. Sus novelas, al contrario, irradian la falta de esperanza, son oscuras y pesimistas, con una prosa acelerada y quejumbrosa. Lo que cuenta es el descrédito de un tiempo convertido en engañifa. El pasado no puede ser un refugio para nada ni para nadie, y aún menos un refugio para la impostura.  

    A inicios de este 2015, el cartapacio de la revista cultural turolense ‘Turia’ dedicó al autor ahora fallecido un elaborado conjunto de artículos firmados por Fernando del Val, Carmen Peire, Javier Rodríguez Marcos, Pablo Pérez Rubio, Sara Santamaría Colmenero, Manuel Hierro, Germán Salvador Méndez, Marta Sanz, Juan Manuel Ruiz Casado, José María Pozuelo Yvancos, José Manuel López de Abiada, Jorge Herralde, Javier Goñi, Javier Lluch Prats, Ángel Basantra y Fernando Valls.

    Todos ellos, cada cual a su modo, analizan la memoria y el olvido, su irrupción literaria con ‘Mimoum’ (1988), sus novelas cortas ‘La buena letra’ (1992) o ‘Los disparos del cazador’ (1994), su formación en el periodismo y la crítica literaria, sus crónicas de viajes (‘Mediterráneos’, 1997), sus ensayos de reflexión filosófica  (‘El viajero sedentario’, 2004), su peculiar tríptico formado por ‘La larga marcha’ (1996), ‘La caída de Madrid’ (2000) y ‘Los viejos amigos’ (2003) o sus últimas narraciones que le proporcionan fama y reconocimiento: ‘Crematorio’ ( 2007) y, por supuesto, ‘En la orilla’ (2013). Lean sus libros. Sin ir más lejos, esta última narración –a la espera de su testamento literario, la novela corta ‘París/Austerlitz’- es fantástica, un alivio, una reconciliación con un realismo mediterráneo que conmueve por su capacidad de penetración en la realidad social corrompida por el dinero fácil robado de las arcas públicas.

    En la literatura de Chirbes no hay víctimas ni verdugos claramente delimitados, solo una angustia que lo arrolla todo y a todos. Es la capacidad de radiografiar, esto es, una época y una sociedad, más allá de la complejidad moral y humana de sus personajes. Lean a Chirbes, demonios, y despierten contradicciones y malestar. Y lean también, en otro número de la revista dirigida por Raúl Carlos Maícas, la suculenta entrevista que le hace el escritor zaragozano Julio José Ordovás. Y eso que entre las muchas cosas en las que no creía Chirbes estaban las entrevistas. Tal vez por eso no concedió muchas. “Lo que pueda pensar o creer está en las novelas que escribo”, decía el autor que mejor ha destripado las entrañas de la corrupción urbanística y las estrechas relaciones entre constructores, conseguidores, políticos corruptos y redes mafiosas.

    El dinero, siempre. El escaqueo. El tocomocho. Una pasta monumental que no tiene culpables, aunque sí algún que otro dueño. La crisis, ya saben, y tal. Un coto de muchos conejos. Es el alma comercial de algunos políticos y los que beben de ellos. Tipos descontrolados. Desaprensivos. Volados de codicia que ponían una piedra y se quedaban cinco. Sus dramaturgias grandiosas se han convertido en un entremés de pobres. Es la estampa de una España desarbolada que puso en pie bingos de ladrillo pagados a precio de Las Vegas. El eco, ya lo sabemos, de una anciana alegría, que no tiene forma ni en la forma cabe.

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