Julio José Ordovás, el escritor


Por Don Quiterio

      “La literatura es un territorio libre, sin ley, en el que, aunque parezca justamente lo contrario, nada está escrito”, afirma Julio José Ordovás.

     “Le pasa a muchos escritores, que de tanto contemplarse en el espejo de su obra acaban hundiéndose y ahogándose en él, como patéticos narcisos. La literatura es una religión, pero una religión sin dioses y sin santos. Si te mueres creyendo que la historia de la literatura es el catecismo, Shakespeare Jesucristo y Kafka el Evangelio, es que no has entendido nada. Y seguramente nada de lo que hayas escrito merecerá la pena”. Y añade: “Hay que escribir como peleaba Mohamed Alí: con inteligencia, con elegancia, con una delicadeza brutal. Salía al ring como un niño a una pista de patinaje. No permitía que la furia ni los focos le cegaran. Su boxeo carece de retórica. Es música de baile. Bailaba amorosamente con sus rivales al mismo tiempo que los machacaba y hundía, sin desperdiciar un golpe y sin perder el paso ni la sonrisa”…

    ¿Existe, pues, contenido sin retórica? ¿Hay forma sin fondo? Una historia –novela, ensayo, relato, cuento, crónica periodística- sólo se puede contar bien de una manera, y si no das con esa manera de contar estás contando mal la historia. Es el contenido lo que determina el continente. Tolstoi y Quevedo lo expresaron mejor que nadie. “Describe tu aldea”, decía el ruso, “y descubrirás el mundo”. El español, siempre tan punzante, se refería a “la agudeza del pensar y la sutileza del decir”. Sea como fuere, la actual narrativa española es una generación de aspiraciones burguesas cuyo objetivo es tan sórdido como el tener un sillón en la Academia de las Artes y Letras Locales. Esta generación, que nace con la democracia y nunca luchó por nada sino por el dinero, está haciendo mucho daño a la literatura. No son literatos. Están más cerca del policía que del artista. Son gente sin arte que están más pendientes de que no hablen mal de ellos que de escribir, de hacer política en las sombras cuando un autor empuja fuerte, para censurarlo. Ahora se vienen abajo, gracias a internet y a gente con savia nueva que distingue entre el policía y el verdadero artista.

   Pero, llantos al margen, generalizar es injusto aunque hablemos de literatura y existen ciertos autores que, en medio de todo y de todos, habría que salvar de esta cuerda. Uno de ellos se llama Julio José Ordovás (Zaragoza, 1976), el de la cita del principio, un escritor en el más puro sentido de la palabra, de los más valientes y de los pocos que están aportando algo a la literatura. Es uno de los pocos, en fin, que va a perdurar de todos estos papafritas con presunción policial. Si consideramos a la literatura contemporánea (o, por no exagerar, a mucha prosa actual) como demasiado reiterativa y débil, demasiado restringida a valores formales como para tratar con la grandeza y trascendencia necesarias el alcance de los temas humanos, la meta de Ordovás es, por decirlo de algún modo, desarrollar un lenguaje literario que le permita rehacer la apariencia en una suerte no ilustrativa y visceralmente inmediata, a la manera de una narración como ejercicio de ensayo, el relato por evocación, la prosa conversacional. Tiene, además, el respaldo de su dominio del idioma, las lecturas de los clásicos (acaso su intimísima relación con ellos está aún por explorar) o una manera de andar por la vida para estar alerta y no subir a las nubes y olvidar la tierra. Una filosofía que le sirve para contar la vida (y vivirla) con fuerza y honradez. En los cuentos o relatos que aparecen en “Una pequeña historia de amor” uno encuentra destellos y honduras, pasajes marcados por el ritmo del corazón del escritor. Una máquina escondida y grave que ha tenido serenidad para recibirlos o provocarlos. Y talento y pasión para sacarlos de su envoltura cotidiana.

    Acaba de publicar este zaragozano, en efecto, “Una pequeña historia de amor” (La Isla de Siltolá, 2011), un magnífico libro dividido en veintiún capítulos, construidos en torno a las relaciones de pareja, entre personajes afines pero antagónicos, fruto del desdoblamiento del carácter de su autor, de memorias y ficciones. Ordovás habla de la vida, de las personas, del trabajo, del ocio, de la literatura, del hastío y la vergüenza, de la ira y el dolor, de la alegría y la tristeza, de la serenidad y la nobleza. Para él, aunque enterrado, el amor sigue coleando por sus venas, por sus páginas, como el rabo inútil y ridículo de una lagartija. Y aunque estés roto de dolor, desgarrado, la vida te empuja y llama una y otra vez a tu puerta, aunque creas que te vas a morir. Un gato y un escritor no se diferencian tanto. La soledad duele como a todo bicho viviente, pero pesa menos. O eso creemos:

    “Dejar de compartir el despertador, la leche desnatada, la pasta de dientes, el gel, las prisas, la escoba, la comida de los gatos, el pan en medio de la mesa, la fregadera, el microondas, la miel y la sal, los pelos de los gatos, las broncas del trabajo, la hipoteca, el sofá, las latas de cerveza, las risas enlatadas, el cuchillo de pelar la fruta, los yogures a punto de caducar, el teléfono, el buzón, la báscula, la bolsa de la basura, la pizza congelada, los triunfos miserables, las pequeñas derrotas, la mierda de los gatos, los silencios, la oscuridad, el humo, la risa, los rollos de papel higiénico, el aire acondicionado, la música, los radiadores, las revistas, la lluvia en los cristales, el portátil, las resacas, el aburrimiento, la sombra de la lámpara, el sudor de la almohada, la niebla que entraba por la chimenea, el polvo debajo de la alfombra, la siesta, los desvelos, todos los hijos que no queríamos tener, las migajas de los postres, los vecinos, los geranios, las moscas, el sueño de otra casa más grande y mejor, la maleta, las fotos, las goteras, los portazos. Desacostumbrarte a compartir tantas cosas pequeñas. Tanto polvo. Y verte después caminar a tientas. Y oírte hablar con las paredes. Ya no hay nadie que coja el teléfono por ti, nadie que te llame por tu nombre, nadie que te discuta nada. Las discusiones intrascendentes que se enredaban interminablemente y que a los dos os hacían perder los estribos. Hasta eso que odiabas, el veneno que os mató, lo echas de menos”…

    De Ordovás me asombra la capacidad que tiene para variar los recovecos del alma, cambiar con el tiempo y, sin embargo, “parecerse” siempre a sí mismo. Ésta, me parece, es su “marca”, su “estilo”, pero estas marcas o estilos tienen un valor añadido, que es el de registrar un “hecho”, lo que convierte su obra en algo más excitante y profundo. Toda gran literatura emerge de la tensión entre el orden y el caos, la reconciliación sobre la libertad de las marcas y el hecho de atrapar la apariencia. Ése es el secreto de un gran narrador, para quien “escribir sirve para rebobinar la película de una vida y congelarla en un instante”. Ordovás lo dice porque lo sabe, y, acaso por ello, bebe y se empapa de Mark Twain, de Philip K. Dick, de Stendhal, de Yakamochi, de Cocteau, de Friedich Rückert, de Roland Barthes, de Clément Rosset, de Proust, de Serge Tisseron, de Sándor Márai, de John M. Murry, de Joan Didion, de Daudet, de Julio Camba, de Jonas Makas… Cada uno ahoga las penas como puede, y hay quien prefiere que le arda la escritura antes de hacer cosas peores. La miga de Ordovás se mueve entre el silencio y el aullido, entre el hechizo del esplendor y la nostalgia del fracaso, asumiendo que lo que sostiene su cabeza es algo más que un peso muerto, y que en el aire, más allá de su encarnadura temblorosa, penden anhelos, penden miedos, penden los sueños de otros hombres. Una prosa en apariencia amable y pacífica, pero, sin embargo, grávida de un aura demoledora, en la que la violencia puede desatarse de un momento a otro, contenida en su arrolladora imaginación.

   Dice Ordovás que los cuentos son como los bosques encantados, que todos los bosques esconden en su corazón un misterio al que se llega siguiendo un camino secreto, que cada palabra es un árbol y a través de las palabras se abre ese sendero mágico y peligroso. En los suyos, para recrear su universo, recurre y recupera fotos, aeropuertos, estaciones, hoteles, restaurantes, ciudades, viajes, pañuelos arrugados, servilletas arrugadas, escotes sudorosos, gatos del color de la ciudad en invierno, gatos que maúllan como pájaros, pájaros que pían como gatos, ratas con su sentido de la alarma, ratoneras, librerías, libros de cine, revistas literarias o espejos.

    Como en la wellesiana “La dama de Shanghai”, sus relatos conforman un juego de espejos que los amplían y trascienden: el tiempo en ‘Estación Central’; el encuentro y la pérdida en ‘La Venus de la foto’; la congelación de un instante de avidez en ‘Please don’t disturb’; el kaiku de Saimaro en ‘El gatito olisquea al caracol’; los días sin día y las noches sin noche en ‘El muro’; los cepillos de dientes en ‘Higiene sentimental’; la victoria en ‘Rendiciones’; de la carta al menú en ‘Mediterránea’; la socarronería en un guiño a lo Corín Tellado en ‘Novela rosa’; la mujer de nuestros sueños en ‘La chica de la sombrilla blanca’; los relojes, las gafas, los cumpleaños, los regalos y los cigarrillos mentolados en ‘Deséame suerte’; el sospechoso bulto en la espalda en ‘Túnel de lavado’; los curas y la fe en ‘Las putas y el amor’; el suspirar con alivio detrás de una lápida en ‘La meona’; la conducta de la felicidad en ‘Ahora y nunca’; las ilusiones y desengaños, o la mezcla de geometría y dialéctica, en ‘Lujuria y compasión’; el destino, la muerte y el olvido, que hubiera entusiasmado a Buñuel, en ‘El duelo empieza ahora’; la sonrisa postiza y las corbatas chillonas del hombre del tiempo en ‘La tormenta perfecta’; el olvido del olvido de una promesa en ‘Cuento de invierrno’; los riesgos del amor más duradero e invisible, y por el que una persona puede convertirse en escritor, en ‘Desirée’; y, finalmente, la pasión por las películas del Oeste y, por qué no, el homenaje a las míticas y tópicas novelas de bolsillo de Marcial Lafuente Estefanía, Joseph Berna o Clark Corrados en ‘Flores de cactus’.

    El libro, marcado por una prosa elegante y clara, tiene en su conjunto una mayor cohesión que si se toma individualmente cada capítulo, y personajes y tramas que habían aparecido en uno vuelven a asomar en otro, como si de una abstracción se tratara, dando al final una satisfactoria sensación de unidad. A veces, parece que el autor emprende relaciones sentimentales pensando en convertir en literatura los estragos que él mismo provoca, que escribe las cosas de hoy con la letra de entonces, como si al mirarle de frente sólo vieses su espalda. Además, muchas veces, Ordovás opta por la ironía y traza retratos femeninos sin aderezos psicóticos ni almíbares románticos, sin caer en los arquetipos al uso (“femme fatale” atormentada o zorra irremediable) y, lo más arriesgado de todo, sin sentimiento de culpa. Unos relatos maravillosos, vivos y complejos, conmovedores, soberbiamente escritos, que revelan a un gran conocedor del corazón humano. Ese conocimiento es, para mí, lo mejor que puede decirse de un escritor, cuyo código de valores se ramifica en la pasión, en el honor, en la alegría, en el coraje, y aspira a conseguir algún día lo más difícil: la elegancia bajo presión.

    “Una pequeña historia de amor”, en su conjunto, nos cuenta las vivencias cotidianas de seres solitarios que arrastran fracasos amorosos, en una original propuesta que combina la amargura con la esperanza y en la que incluso un gato puede llegar a “suicidarse” por un problema de soledad. La amargura tiende al aislamiento, a la ausencia de sociabilidad, al individualismo y, al final, a la soledad total, como les sucedía a los personajes creados por Michelangelo Antonioni en filmes como “La aventura”, “La noche”, “El eclipse” o “El desierto rojo”. Cuando la herida cicatriza, la amargura puede transformarse en esperanza, y aquí nos encontraríamos cerca de los universos de un Billy Wilder en “El apartamento” o un Woody Allen en “Manhattan”. Con todo y con eso, Ordovás reflexiona sobre la literatura, las relaciones humanas, las relaciones de pareja, la realidad y la verosimilitud, y proyecta la narración ensayística o el ensayo narrado, esa larga senda que ya tocaran Cervantes o Borges. Una obra, por tanto, autónoma, consciente de que el arte se parece a la vida, pero no es la vida, y precisamente por eso no tiene por qué justificarse ante la realidad. En estos relatos de Ordovás se halla el germen de todo su ideal literario y fascina la facilidad con la que de, pronto, un atisbo de realidad brota, del propio texto, de la forma más conmovedora e inesperada, la vida de verdad. Son emocionantes estas historias porque el autor parece entender que la vida es un momento apresado por las formas y acaso la belleza sólo exista en el momento de su disolución. A través de la conciencia repentina de los protagonistas ante los hechos, los resultados son realistas y, al mismo tiempo, autónomos de la realidad, para comprender, al fin, que todo dura un instante pero es eterno…

   Desde el humor y el juego, desde el desengaño y la soledad, Ordovás escribe como una búsqueda del pasado en el presente y viceversa, asumiendo toda la complejidad de la condición humana, en esa búsqueda de la felicidad total. Para ello, como ingredientes que forman parte de su creación intelectual, no escatima el tejido denso, el peso de lo mítico y lo simbólico y la fuerza del amor incondicional. No es menor en su literatura la importancia del oficio para convencer al lector de la importancia crucial de la pasión por la pasión, de servir de vestíbulo entre el adentro y el afuera, de establecer una conexión entre el autor y el lector.

   Desde que el mundo es mundo, parece que es condición del ser humano pensar que lo que uno hace es mucho mejor que lo que hacen los demás. El que escribe verso porque es más elevado que la prosa, el que escribe ensayo porque es más profundo que la novela, el novelista mira por encima del hombro a lo audiovisual, y en lo audiovisual el cine proclama su trono frente a la televisión. ¿Un mal poemario es mejor que un buen ensayo? ¿Una mala novela es mejor que una buena película? ¿Una mala película es mejor que una buena serie? El soporte es distinto, pero el fin es el mismo: transmitir de una forma artística un pensamiento, una historia, una emoción. Esto es lo que hace Julio José Ordovás en sus maravillosos artículos (seleccionados y recopilados en “Papel usado”), en sus penetrantes críticas literarias, en sus hermosos diarios “Días sin día” (2004) y “En medio de todo” (2010), en su singular acercamiento al misterio femenino de “Nomeolvides” (2008), en los viajes por Aragón de “Frente al cierzo” (2005) o, ahora –y a la espera de su mirada en torno al pintor Pepe Cerdá-, en esta “pequeña (gran) historia de amor” recién salida del horno, cuyo título, bendito sea, no es lo mejor del libro. El talento, a fin de cuentas, es un bien escaso. Este autor lo tiene, como aquel mito endeleble al que la mano del tiempo no alcanza a tocar. Ya lo dijo Blake: “La eternidad está enamorada de las obras del tiempo”. Y obra del tiempo es la novela o el ensayo en la efigie de un narrador joven, delgado, calvo, lúcido, rebelde y algo misógino llamado Julio José Ordovás. El escritor.

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