La felicidad escondida de Val Ortego


Por Carlos Calvo

  Su disciplina pictórica es lo suficientemente propia para decir, sin temor, que este hombre es un sujeto de una extrañeza necesaria. Zaragozano. De la cosecha del sesenta. Pintor de artefactos singulares. La pintura de Alfonso Val Ortego, de él hablo, se ha preservado de modas, con una estructura ‘genética’ muy bien preservada, como la del insecto atrapado en el ámbar

   Fotografías: Paloma Marina
http://purocaprichos.blogspot.com/

     En las yemas de sus dedos hay un poco de todo. Principalmente, una memoria del tacto del lienzo, del relieve de la pintura. Y su textura es la de la felicidad escondida desde los parámetros del más genuino existencialismo. Su pintura habla de la falta, acaso porque el ser humano es imperfecto. Estamos mal hechos, desde luego, y lo camuflamos con el deseo.

   Su reciente exposición en Jaca, en el Palacio de Congresos, organizada por el ateneo jaqués y con Marcos Callau en funciones de comisario, da fe de un par de retratos, varios paisajes y bodegones, y un conjunto de figuraciones. En total, diecinueve obras –algunas de gran formato- que se sostienen tanto sobre una trama que avanza como otras que proponen más bien una fotografía, un paisaje inmóvil, una situación a la que dar vueltas. Y la abstracción, más allá de lo figurativo, le tienta siempre. Ahí consigue la plenitud de la alegría con el apetito de generar nuevas dimensiones para el arte, otra relación con el cosmos. Pero, en ambos casos, siempre llega a la conclusión de que hay que impactar el cuadro. En sus arboledas. En sus desnudos. En sus dormilonas. En sus caminos. En sus gatos. En sus charcos, En sus escaleras. En sus interiores. En sus parques. En sus solares. En sus muros. En sus mujeres ausentes, jóvenes o adultas. Hay que desengañarse del arte y esa ecuación torcida hacerla gesto. De ahí la tensión. El desconcierto. El pulso de una exploración.

      El pintor posee una voz tan temblorosa que emociona. Y su obra se convierte en una suerte de flor que se abre por los lados, repleta de sutilezas enhebradas en silencios y ausencias, sueños húmedos y recuerdos turbulentos. Lo que compone en sus cuadros resulta tan ferozmente irrebatible como inquietante. Val Ortego, en efecto, es Val Ortego. Siempre igual a sí mismo. Y, a la vez, tan diferente. Cada pintura suya discurre por la mente del espectador sin más justificación que su propia evidencia. Veneno para cínicos. Porque esa gente joven que pulula por su lienzos de temática mixta parece fantasear con la hermosa idea de volver un rato al fondo de la infancia. Cuando se era feliz de veras. Antes de la primera desgracia. Del primer desengaño. Del estirón definitivo. Del amor, que viene a lo lejos dando sustos, como es su deber.

  Ante la obra de Val Ortego es mejor rendirse. O hacerlo al revés: no explicar su pintura, sino explicarnos a nosotros a través de ella. Val Ortego es de los que no reblan. Los que insisten. Los tozudos. Los recalcitrantes. Los que se aferran con uñas y dientes a un formato, a un concepto, a una idea. Los locos. Los valientes. Los necesarios. Porque hay que ser un poco de todo esto para lanzarse a una propuesta pictórica como la mostrada en la exposición de la sala magna del Palacio de Congresos jaqués. Ahí descubrimos que el misterio de su proceso creativo permanece intacto, misterioso. Y, de algún modo, incomprendido. Es esa falta de entendimiento el que le salva, puesto que la creación es un acto puro, y le obliga al silencio. El resultado es una pintura feliz, una obra construida desde la emoción pictórica, desde la tensión de lo expuesto.

  Su obra parte del expresionismo abstracto y no aguarda espectadores, sino ocupantes. Hay que andarla (también mentalmente), hay que invadirla, hay que entender que su apuesta es dispensar una experiencia muy despojada, pero que exige una implicación. Porque su idea es que la vida suene. Que suene a lo que suenan las vidas cuando se las deja caer por la pendiente: a voces y huesos rotos. Y, sobre todo, a deseo. De otro modo, aquí lo que se desea es la pintura que, si la entendemos en un sentido suficientemente amplio, es una forma de desear. Aunque duela. Conviene, por ello, saber mirar para entender mejor aquello que viene a expresar en su pintura. Lo que viene a expresar no solo de lo evidente, que también, sino de cualquier cosa. Pues a Val Ortego le interesa indagar en lo que hay del otro lado de lo que se ve, en la innata musicalidad de lo que no se revela en el golpe de vista. Busca en ese lugar donde la vida dice más de lo que dice y donde esta guarda un innato encantamiento que es tanto significado como significante.

  Val Ortego muele y rehace el lenguaje de su oficio. Su pintura es una declaración moral, no una dedicación profesional. El arte le colma con el sentimiento de su propia dignidad. Inyecta en la sangre del hombre, en la sangre de la sociedad, una suerte de reactivo, la capacidad de resistencia. Porque el meollo de su obra pictórica no es sino la posibilidad de tener un encuentro con el tiempo. Y se esmera en cimentar un discurso propio basado en su particular visión del mundo y de las personas, un discurso que evidencia pesimismo y dolor, muy extremo en sus intenciones, a veces críptico y sombrío.

     Nada condescendiente e intranquilizador, Val Ortego apuesta por explorar lo imposible, tanto en sus cuadros directamente abstractos como en los figurativos. Acaso todo sea abstracción y su pintura sea un reconocimiento a una tendencia casi siempre mal entendida. La pintura de la ausencia y el silencio, decía. La pintura de la búsqueda y la identidad. La propuesta profunda e inteligente. Esa búsqueda tiene que ver con  el sentido de la vida y en ese recorrido hacia un destino incierto se desencadenarán las fuerzas del bien y el mal, del amor y el crimen, del perdón y el odio. Un creador que indaga en el sentido de la vida, esto es, donde una óptica a veces desconcertante y, en ocasiones, no exenta de un humor que queda completamente eclipsado por una angustia existencial que resulta dolorosa.

    Estamos hechos de una pieza, o acaso mal fabricados, y esa su mirada conmueve profundamente. E incomoda. Val Ortego se separa del pelotón de los pintores contemporáneos con obras rotas por giros trágicos. Su pintura es clásica, académica en el noble sentido de la palabra, de un misticismo que sobrecoge, y juego en los márgenes de la imagen y el sentimiento. Y siempre toma distancia. Cuando hace un cuadro realiza un objeto muy preciso en su cáscara y hueco en su interior, de manera que el espectador lo rellena con lo que la pintura le da. Porque a Val Ortego el cuadro le surge de un detalle o de algo que no tiene interés. El proyecto crece por muchos lados, no puede imponerse y el interés, finalmente, estará en lo que al público le ha interpelado del lienzo. Para ser gráficos, Val Ortego tiene una almendra, luego se hace iceberg y no importa el núcleo: importa lo que cada uno ve. Apostar por algo impulsa su obra. Una obra de inagotable fuerza poética, repleta de sugerencias y dimensiones ocultas. Una obra sobre la memoria y la incomunicación, la soledad y el pasado, que desvela una atmósfera contenida, subterránea. Crea la circunstancia y el azar le ayuda.

  Kant dice que la razón no nos permitirá expresar nada que esté fuera de la experiencia, y lo trascendental, como está fuera de la experiencia, es inexpresable. Val Ortego, no lo duden, hace una pintura que habla de lo trascendental, busca un lenguaje que nunca podrá ser directo. Por eso fracasan las religiones, porque quieren enunciar cosas que no se pueden enunciar, tipo el cielo, el limbo o el infierno. Eso no puede ser así. El objeto principal de toda creación artística deber ser sorprender. La máxima agitación dramática de una acción es el perdón. El perdón que perdona siempre cumple la regla de la sorpresa y la necesidad. Sorpresa porque el perdón cuesta mucho esfuerzo; necesidad porque estamos diseñados para perdonar. O sea, estamos mal hechos.

  Sus momentos contemplativos (repasen sus paisajes, sus bodegones, sus retratos) pueden parecer banales, pero forman un todo. Y oxigenan el resto. De la prisión a la naturaleza. Del interior al exterior. El pintor apuesta, muchas veces, por la soledad femenina, mujeres jóvenes (y solitarias) que pelean contra la vida y contra sus miedos y deseos. Prisioneras de sí mismas. Ahí está, para demostrarlo, el cuadro titulado ‘La escalera’, toda una declaración de intenciones. Y lo hace con precisión contemplativa, para que rezumen los dramas de los personajes, para que la trama (que en la pintura existe, aunque solo sea mental) respire a un ritmo más vital que pictórico (cuando la vida es lenta), con unos resultados que envuelven la tragedia, pero sin ínfulas ni manierismos. Con amarga naturalidad. Triste y conmovedora naturalidad. Y en una compleja idea de pérdidas y esperanzas. La inocencia confrontada al dolor de no tener nada.

  Un pintor exigente y arriesgado, estilístico y secreto, enigmático y riguroso, entre la epifanía y lo siquiátrico, entre lo grandioso y lo diminuto, que eliptiza, por así decir, el dolor. Pintura fría, quirúrgica. Y, al mismo tiempo, atenta en su calor al más pequeño detalle, de fascinante rigor formal y austeridad expositiva. No hay concesión alguna al sentimentalismo, ni efectos dramáticos que subrayen el estado de cualquier ánimo. Val Ortego explora a una distancia prudente, se diría que pudorosa, dilatando el tiempo del cuadro si es necesario, para dar lugar a múltiples lecturas y reflexiones sobre el sentido el arte o el irremediable paso del tiempo.

  La pintura de Val Ortego plantea preguntas sin cesar, pero deja al espectador que busque las respuestas. Y le increpa directamente jugando con sus sentimientos de fascinación y repulsión, más allá de un universo cerrado y regido por el orden y las apariencias. Una pintura, al fin y al cabo, de pasión y necesidad, cruel y tierna al mismo tiempo. Porque Val Ortego viene a decir que el miedo es un motor cultural. Y que si fuésemos felices a tiempo completo no sería necesario el arte. El mismo arte que nos dispensa arrobas de entusiasmo, calor, risas, complicidad, amor. Y no esquiva una posible verdad: cuando el frío aprieta hay un incesante deseo de darse de baja. En ese territorio es donde el pintor se alista como voluntario para abrir el cuadro a lo severo e incómodo. Val Ortego, en fin, hurga en los agujeros como una comadreja hasta que logra la pieza. Formula ideas que no tienen posibilidad de regreso.

  A veces, solo a veces, la pintura duele. Se clava por dentro. E indefectiblemente eso es señal de su grandeza. Solo lo que importa hace daño. Los cuadros de Val Ortego, más que producir dolor, arrasan. Sus cuadros están condenados a grabarse en las retinas. La estrategia del zaragozano consiste en presentar sus pinceladas de frente, sin trampas, sin excusas, sin dejar que el espectador se acomode en la impostura o la impudicia. Y, pese a ello, pese a la aparente frialdad, cada pintura conmueve. Conmociona y perturba. El cuadro y el espectador escriben su propia historia. El pintor, pues, desafía al espectador. No hay dramas, en todo caso. Los dramas manchan e inventan excusas: las excusas para emocionar. La emoción, la de verdad, si surge, surge desnuda. Y devora. Pero Val Ortego no es un moralista. Si un moralista es alguien que da lecciones, el zaragozano no lo es. Por supuesto que tiene una moral, pero no se la impone a nadie.

  Siempre optando por la pintura como arte puro, Val Ortego no es un teórico, sino, más bien, una suerte de ascético artesano que sabe hallar un lenguaje propio. La realidad es huidiza y solo es aprehensible si la mirada tiene el enfoque correcto en el momento adecuado. Lo que parece real puede ser una trampa y la realidad puede ocultarse bajo una apariencia de engaño. El ojo nos confunde. Y Val Ortego, sereno e intimista, viaja al corazón del inconformismo y del desencanto existencial. Un grito nihilista, amargo y lúcido, que dinamita literalmente el culto al consumo y los objetos que lo encarnan, en una memorable explosión cósmica.

  Con una mirada repleta de misterio que sitúa el alma, infantil o adulta, en otro lugar al que ni se ha llegado ni se va a llegar, Val Ortego dialoga con su memoria pictórica, escucha la naturaleza de su propio material, es fiel a lo que dice y lo sigue a ver dónde le conduce. Esa es la emoción de la pintura entendida como una revelación. Hay artistas relevantes que pintan para llegar a un fin. Si Val Ortego tuviera claro ese proceso, esa dinámica, perdería, creo, el placer de pintar. Porque confía mucho en el azar. Cada vez le excita más establecer una alianza con el azar. En toda su obra hay una parte de control y otra de azar. El pulso entre el azar y el cálculo está en la naturaleza más íntima del arte pictórico. Y establece, así, un recorrido en torno a una búsqueda para hablar de la recuperación de la inocencia.

  Donde la pintura más comercial pone frenesí, Val Ortego pone sosiego, austeridad. Donde se acumula por norma, Val Ortego despoja, desnuda. Su estética está al servicio de una ética, su renuncia a cualquier tipo de artificio en aras de una pintura pura, favoreciendo una educación de la mirada que pone en evidencia hasta qué punto nuestra cultura del hecho artístico está superpoblada de redundancias y anémica de significado. Desde la sencillez y libertad creativas, el pintor se aleja de cánones y alcanza una profundidad y una poesía tan llena de sutilezas que sus obras se vuelven infinitas. Siempre tensa su pintura en su propia textura. Prisionera de sí misma. Prisioneros, al fin y al cabo.

  A fin de cuentas, Val Ortego levanta algo así como un monumento a la pintura en general y a su propia manera pictórica muy en particular. Si se mira con un poco de distancia, lo que se discute en esta exposición celebrada en el Palacio de Congresos de Jaca es el propio sentido pictórico que no es otro que el de desafiar al mundo. Provocarlo para que adquiera sentido. Cuando Cervantes ofrece la posibilidad de dudar entre su propia autoría y la del moro Cide Hamete Benengelli, hagan memoria, coloca al lector ante el trampantojo de la propia vida. ¿Qué es más cierto: el brillo del sueño de los caballeros andantes o el polvo áspero de La Mancha? ¿Quién cuenta a quién? Val Ortego, obviamente, queda del lado del Quijote.

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