Cinemagrafías: El viaje a ninguna parte

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Por Manuel Lorenzo
Texto: Martín Ballonga

   Cuando el cansancio se apodera del cuerpo y pide un descanso, no hay nada como mirar el calendario y encontrarse con un puente bien ubicado que permite soñar con unas mini vacaciones. El de diciembre, sin ir más lejos, es todo un regalo para hacer una escapada larga y encarar con otro espíritu el nuevo año. Las hojas del otoño van dejando paso a la estación del invierno.

   El fin y el principio. O el principio y el fin. Adiós a las largas tardes otoñales y bienvenidas las frías mañanas invernales. El abrigo, los guantes y el paraguas se convierten en un básico a la hora de hacer la maleta. ¿Maleta? Sí, porque cualquier época del año es buena para salir de viaje, desconectar y recorrer cualquier geografía, arriba y abajo, abajo y arriba, ya sea en pequeñas escapadas de fin de semana o, esto es, en los próximos puentes que nos propone el calendario.

 Todo puede arrancar en una estación de trenes, porque todo comienza con un viaje. De la madre a la vida. O el viaje a ninguna parte. Y ya no paramos hasta el final, yendo de un lado a otro de este mundo. A veces, lejos. Otras, dos calles de distancia. Todo es caminar, o viajar, porque a ese ritmo es cuando se entiende mejor lo que sucede. Todo se arregla caminando, o viajando, que le decía a César Antonio Molina su abuelo gallego. Hablar del mundo es un hablar desde lo más adentro de nuestros glóbulos rojos, de nuestras arterias, de nuestros cartílagos.

  Todo, a la postre, es moverse. Hasta el más ligero conlleva aventura. De ahí que nunca vayamos con las manos vacías. Se puede saber cómo es alguien según su equipaje. Hay gente, incluso, capaz de averiguarlo sin abrirlo. Por el continente. Es la antesala de adioses cargados de incertidumbre. A veces, maldita sea, con miedo. Otras, por el contrario, con ilusión. Especialmente cuando es viaje de placer. El viaje que aún nos queda por hacer no tiene destino. Es una incógnita.

  De niños nos subíamos en un patinete con tal de irnos un poco lejos, no mucho, y el hecho nos hacía felices. Ahora lo planteamos de mucha mayor envergadura y de cierta lejanía. Viajes que nos sorprendan. Viajes que nos lleven a sitios en donde nunca hemos estado. Viajes que tengan el sentido hondo de la aventura, que no es otro que asomarse a lo que no conocemos.

  Viajar es disfrutar y es aprender. No es perseguir postales, sino sueños. Es pasear tu sombra por los caminos del mundo y verte a ti mismo en los espejos cóncavos de los mares y las tierras. Sin esconderte. Porque la táctica del avestruz no sirve de nada. Enterrar la cabeza en un agujero solo te garantiza un millón de patadas en el culo. Mirar para otro sitio esperando que todo pase, demonios, nunca cambia las cosas. Las ecuaciones no se resuelven solas. Los marrones, por muy pálidos que parezcan, no desaparecen por arte de magia. O por mucho que nos esforcemos en ignorarlos. Nada por aquí, nada por allá. Los trenes no nos esquivan si dejamos de mirarlos.

  Para algunos, probablemente, no hay placer mayor que no pisar nunca una estación. Son los que no se mueven de su perímetro existencial y evitan lo viajes. Debe ser un placer confinado estrictamente a gente que pueda encontrar placer en ello. Cuestión de gustos. Otros, qué cosas, son grandes defensores de los juegos de palabras, que los relacionan con las estaciones. Ellos sabrán por qué. Acaso esa relación tiene que ver con una estación de trenes. O, simplemente, con las estaciones meteorológicas. O deriva en el relato de un viaje interior. Porque, sin moverse, hay gente que reelabora lecturas y textos en los que viajar es el motivo central. No se extraña aquello que no se conoce.

  Viajar, pues, es también recorrer el universo de las letras. La estilizada Castilla de Antonio Machado. Los campos de Níjar con Juan Goytisolo. La Segovia lírica de Ridruejo. También el monasterio de Veruela, a la sombra de Bécquer, don Gustavo Adolfo. O Calaceite, junto a Donoso. O la emblemática Lisboa, por la que nos guía Pessoa. O el viaje a la Alcarria, en compañía de Cela. La acertada visión del viaje literario no entiende de estaciones. Ni de trenes. Ya lo dijo el poeta: “En casa del viajero, maleta en el ropero”.

  Como los adioses, las huidas ocultan una pasión. Un deseo de arrancar de cuajo el presente. Lejos. Perdidos. El principio y el fin. O el fin y el principio. Con maleta o sin ella. Porque siempre podemos ir de vacaciones por navidad y no regresar. Nunca. Al fin y al cabo, viajar es acercarse a la vieja estación de Atocha desde el café Gijón, de la mano del gran Umbral. Y comprar un billete y largarte. A Catellote, sin ir más lejos.

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